Algunas madrugadas, de la laguna llegaba un olor extraño. No era feo, era extraño. Un olor espeso, si es que los olores pudieran tener consistencia. Una mezcla de jabón blanco y aceite de máquina.

Antonio sujetaba a Carmen por la cintura. O se sostenía de su cintura. O las dos cosas. No era una cintura de avispa, pero se marcaba en su cuerpo redondeado. Caminaban por la mitad de la calle, recorriendo las tres cuadras que los separaban de su casa. Todavía se veían lamparitas encendidas en algunos patios, pero el resplandor del sol empezaba a despuntar al costado de la laguna. No hablaron en todo el camino, tres cuadras de silencio, grillos y ranas.

Se dejaba llevar por la cintura, soy liviana como una bailarina, pensaba, cuando lleguemos a la pieza, Antonio me va a cargar en andas y me va a levantar hasta tocar el techo, me va a decir que me ama, que soy la mujer de su vida y me va a besar hasta asfixiarme de amor.

Todas las noches de su infancia se había dormido escuchando los radioteatros que su abuela oía, como una religión, por radio El Mundo. Cuando su abuela murió comenzó a escucharlos sola, escondida debajo de las sábanas, con una radio chiquita que le habían regalado.

Unos meses atrás, para su cumpleaños, Antonio había comprado un televisor. Había pasado los primeros días mirando cualquier cosa, hipnotizada por todo: las telenovelas de la tarde, con esas mujeres bellas y elegantes que sufrían por amor, la serie de terror de los miércoles, los programas con músicos en vivo. Ahora lo apagaba algunos ratos. Le gustaba, de vez en cuando, recuperar el silencio.

Carmen nunca tomaba cerveza ni contemplaba el amanecer, tal vez por eso, esa madrugada se sentía rara. ¿O sería que era dichosa? Tengo todo lo que quiero, no necesito nada más, pensó. Esto debe ser la felicidad.

Entraron a la casa, un chalecito de tapial amarillo con rejas negras, dos ventanas al frente y un jardín qué, con la llegada de Carmen, comenzó a florecer. Su reino.

Antonio no la llevó en andas, ni la besó, ni la hizo volar. Ella había imaginado un silencio de miradas lánguidas y labios húmedos antes de acostarse desnudos uno al lado del otro, pero en lugar de ese silencio, el mutismo de Antonio era hosco, oscuro. Era un silencio pesado.

No iba a permitir que su mundo feliz trastabillara. Lo iba defender de lo que fuera. Si necesitaba de silencios y esperas, así sería.

Él se acostó en la cama sin sacarse los zapatos, los brazos cruzados debajo de la cabeza, la mirada fija en el techo. Ella tampoco dijo nada, entró al baño, se sentó en el inodoro y repasó imágenes de los últimos cuatro años, convenciéndose de que su felicidad era real. Llenó el bidet con agua y metió los pies. Cuando vivía en Chapuy no tenía bidet, el baño quedaba en el patio, cruzando un par de metros desde la galería y solo tenía un inodoro y una ducha. Cuando se mudaron a esta casa, descubrió que el bidet podía usarse también como una palangana profunda: un puñado de sal, agua casi hirviendo y dejar que los pies se ablandaran hasta parecer pasas de uvas.

Antes de salir del baño se sacó el vestido y el corpiño, pero se dejó la enagua. Se acostó en silencio a su lado y quiso volver a imaginarse volando por encima del ropero, saliendo por la ventana para rodear el limonero, rozar la parra y volver a la cama perfumada de jazmines, pero no pudo. Antonio, su Antonio, estaba llorando. Tenía una caja de cartón en las manos.

La luz débil de la mañana iniciaba las sombras y comenzaba a clarear. ¿Para qué? -pensó-. ¿Para qué amanece? Se sentó en el borde de la cama, sin palabras. No tenía nada que decir, solo tenía que escuchar.

Antonio la miró, desde lejos, mientras guardaba la cajita en el estante más alto del ropero.

-Se llamaba Linh.

-¿Quién?

-La madre de Gabriel. Llegué en paracaídas cerca de su casa y ella me ayudó a desenredarlo. Era muy hermosa.

Carmen no parpadeó. Lo miraba fijamente, intentando ver en sus ojos la imagen de Linh, mientras su cuerpo se aflojaba y extinguía. Ella no era hermosa, pensó, era una gringa del campo, retacona y de tobillos gruesos.

-¿En Francia? -le preguntó a su marido.

-En Vietnam.

-¿Por qué fuiste ahí?

-Estaba en la legión extranjera, una especie de ejército francés. Un día nos llevaron a pelear en Vietnam.

-¿Ella era de ahí?

-De un pueblo del norte, cerca de China.

-Es lejos.

-Sí, pero todos quieren ser los dueños y los invaden y los matan sin importarle mucho.

Para Carmen la muerte era algo natural. El más chico de los Medina partido por un rayo en el maizal, la abuela Delia muerta de vieja mientras dormía, retorcerle el cogote a los pollos, carnear un chancho. Eran parte de la vida, fenómenos naturales. Nunca había pensado en la muerte como consecuencia del deseo de otro.

-¿Vos mataste personas? -preguntó.

-Ayudé.

-Pero vos no mataste.

-Es igual…

-Igual no es...

Carmen no podía pensar en los muertos de la guerra, no tenían nombre ni historia. Sólo podía pensar en Linh.

-¿En qué hablabas con ella?

-Sabía un poco de francés… No sé… inventábamos. Yo ayudé a matar a su gente, ¿entendés lo que estoy diciendo?

-Ella te quiso igual. Debías ser bueno.

-No. Se enamoró de mí, no tiene nada que ver.

-No se hubiera enamorado de un asesino.

-No entendés.

-Sí entiendo. ¿Después que pasó?

-Los franceses perdieron pero pude volver, me la llevé conmigo, nació Gabriel. Chim, le decía ella, quiere decir pájaro. Un día se sintió mal, y al poco tiempo murió. A veces pienso que también la maté.

-Vos no la mataste. La gente se enferma y se muere.

-Le cantaba canciones. Yo no pude nada...

-Pero…

-No quiero que Gabriel sepa. Nunca le tenés que contar.

Carmen lo prometió. Se metió en la cama, aferrada al borde del colchón para no molestar. No quería que él pensara que lo estaba juzgando, ni siquiera que lo estaba mirando. Sólo quería estar con él. Linh no había podido, pensó, pero ella sí. No iba a morirse, era fuerte y sana, con todo lo que hace falta para atender a un hombre y criar un hijo. Antonio y Gabriel ahora eran suyos, se los había ganado.

Siempre había creído que era poca cosa para ese hombre, más inteligente y despierto que la mayoría de los hombres que había conocido en su vida, que le enseñaba a Gabriel como actuar en la vida con nobleza. Ahora lo miraba y veía un hombre que sufría, colmado de vergüenza. Se acordó de algo que decía su abuela: "Una culpa grande, se te mete en el cuerpo y queda para siempre". Le acarició la cabeza hasta que se durmió, oyendo palabras sueltas y cosas que no entendía.

Se sacó la enagua y se metió debajo de las sábanas. Cuando Antonio se despertara, iba a encontrar un cuerpo desnudo pegado a él. Ella estaría quieta, respirando bajo, deseando que la tocara. Pensó que tal vez él no tuviera ganas de acariciarla, ni de hablar, sólo ganas de volver a dormirse. No importaba, ella también estaría ahí, acompañando lo que fuera.

 

De algún modo, se sintió feliz. 

*Fragmento de la novela "Las abuelas vietnamitas", publicada por Listocalisto Editorial. Se presentará este sábado, a las 18, en la Feria Internacional del Libro de Rosario, en la sala Beatriz Guido, con la presencia de Marcelo Scalona y Chiqui González.