Desde la esquina veo a una mujer subir a un auto del lado de quién conduce. Antes, dejó varios paquetes en el asiento trasero, lo rodeó por detrás y seleccionó, del manojo de llaves, la llave que da marcha al vehículo. La luz esta mañana es especialmente clara. La calle está despejada, aun cuando intuyo que es consciente de ello, la veo inclinar la cabeza y mirar el espejo retrovisor antes de salir del espacio de estacionamiento. Se coloca sobre el carril izquierdo, metros antes de alcanzar la esquina enciende la luz de giro. Un segundo basta para entender: va a cambiar de dirección. Lo sé porque es un código que compartimos, un conjunto de signos que constituyen un lenguaje. Es desde el lenguaje que nos vinculamos con otros; pensé en esto otras veces, en el lenguaje cabe la totalidad.
Antes de doblar se detiene, la luz de giro sigue titilando. Nos miramos a los ojos, ella a mí, yo a ella. Con un gesto me indica que pase. Le respondo con una mueca que se acerca a una sonrisa, y cruzo. No voy a voltearme para ver, no hace falta. Puedo imaginar las manos haciendo girar el volante para tomar la calle perpendicular, y el auto, cada vez más pequeño, que se aleja en dirección al sur.
Tengo entre mis manos el último libro de Alicia Salinas Luz de Giro. Imagino la escena que relato desde los sedimentos que dejó en mí su lectura. Lo abro, paso las hojas, vuelvo una y otra vez sobre los poemas. Pienso en las múltiples capas de sentido que encuentro en la obra, intento separarlas como si fueran finísimas láminas que traslucen de una a otra su contenido. El libro cerrado es un capullo que se abre a medida que avanzamos en la lectura y libera su perfume. Así despliega una belleza que suma a aquello que dice, el equilibrio musical de las palabras, la justa cadencia para construir imágenes armónicas.
Desde el título nos sugiere dos acciones, poner luz sobre aquello que está velado, y la anticipación de un movimiento, un cambio de dirección. Aquí expresa un viraje respecto a su obra anterior Teoría de la niebla. Lo que hasta ahora permanecía en la interioridad como un rumeo, en este libro se proyecta con claridad hacia los otros. La intención de interactuar con quién lee, expresa la misma diferencia que existe entre mirar una obra de arte detrás de un cristal y estar inmersos en ella.
La pregunta que instala este libro es cómo se origina un movimiento desde la palabra. Volvamos a lo dicho en un principio, en el lenguaje cabe la totalidad. En relación a la pregunta que se plantea, podemos decir que cualquier decisión que tomamos, antes ser un acto, es primero algo que pensamos; y es sabido, no podemos pensar por fuera de las estructuras del lenguaje. Aun como reacción ante un suceso, la acción que deviene del pensamiento es lo opuesto a una respuesta instintiva.
En la primera parte del libro: “Actos de habla”, la autora nos introduce en el concepto homónimo que hilvana los poemas que la integran. Dice Salinas: “Acto de habla designa una acción que se realiza mediante palabras (…) rescata la importancia para la comunicación no sólo de las intenciones sino de los compromisos con los entornos.” Cada poema ahonda en una intención hacia, impone una acción que no necesariamente vamos a ver, o que incluso podría contradecirla. Como sucede en el poema “Dictamen”, donde escribe: “El verano dice: / Es hora de que aprendas/ antes de que regrese/ a regar tu jardín, / a abrir todas las flores”. Más adelante en “Consentimiento”, la intención coincide con el hecho que se enuncia: “¿A quién se parece cuando sonríe/ la única de la casa en abrir la boca/ para algo más que quejarse o comer?/ No a la turba –todo lo devora-/ sino a la noche que dijimos sí/ a una forma amable del amor/ y lo creímos.”
La lectura nos deja la sensación de que, en cada uno de estos poemas, conviven abordajes directos, con líneas que aparentan ser una digresión, pero que no hacen más que girar en torno a esa intención primaria y reafirmarla. Esta es la manifestación poética donde brilla la palabra de Alicia Salinas.
La segunda parte del libro “Conversaciones”, reafirma esta idea. Como preámbulo, la autora nos introduce en el origen etimológico de la palabra conversar, sobre el cual concluye: “El término señala la idea de movimiento y de cambio.” Otra acepción de la palabra atribuye su origen al término en latín “conversare”, dar vueltas en compañía. Pero este dar vueltas, no se refiere al movimiento físico sino al intercambio de ideas y palabras en una charla. Es en la superposición de sentidos que la palabra deviene motor del movimiento.
En esta segunda parte da un paso más hacia ese otro que quiere alcanzar, transmuta la intención en acto. Los poemas, dirigidos a interlocutores cuya voz no podemos escuchar: “deberías ver cómo a esta hora/ los rayos del sol gobiernan nuestra casa…”, abren el espacio de un posible intercambio: “Ya huelo el perfume de la noche/ y alguien canta del otro lado de la tierra. / Te espero.”
Amores, amigos, un muchacho que pasa en bicicleta juntando cartones, mujeres que cargan la historia de la genealogía familiar; pero sobre todo nosotros, recorriendo cada verso palabra por palabra, somos interpelados en la forma que concebimos la realidad: “¿Quién soy yo para inquietarme o aliviarme/ por la huella que impresa en el asfalto/ nos aleja?”, en cuán libres somos para elegir una respuesta.
Guardo para mí una estrofa, una voz que atraviesa generaciones y que reclama volver sobre ella una y otra vez: “¡Voy a dormir! / Traeme una constelación, la que te guste, / por favor, tomá el vino por mí/ hasta el último día.”