Utopía y construcción son palabras que, juntas, parecen remitir a puras abstracciones. En el territorio, se convierten en cimientos, de esos que sostienen, que dan lugar. Se convierten en casas. En el departamento de Arquitectura de la Universidad de Avellaneda el cien por ciento de los estudiantes son trabajadores, de los cuales el setenta son empleados en áreas de construcción, a diferencia de facultades privadas o la misma UBA, donde los estudiantes no siempre tienen la necesidad de trabajar ni recorrer distancias abismales.

Según un informe del Observatorio de Argentinos por la Educación, en el primer año, los estudiantes de menores ingresos representan el 7,9 por ciento del total de alumnos, mientras que los jóvenes de mayor capacidad adquisitiva representan un 5,3 del alumnado. La situación se revierte al final de la cursada, cuando los jóvenes con menos recursos presentan el 1,1 por ciento del total, y aquellos con el bolsillo holgado alcanzan el 12,7. Lo importante no es que tengan que inscribirse sino que prosigan con la cursada. ¿Es posible un cambio social sin movilidad? ¿Cómo acercar la educación a todos los sectores de la población?

Dos testimonios en primera persona y la voz de un docente acompañan un relato que conmueve y contiene: la construcción de la casa propia.

En 2020 egresó la primera camada de estudiantes del conurbano sur, muchos de ellos la primera generación de profesionales en sus familias. Daiana Ferrufino es recibida de la UNDAV y su contacto con la arquitectura comienza desde su propia historia: “Yo decidí estudiar esta carrera porque de chica ayudaba a mis padres a construir nuestra casa, pasándole los ladrillos a mi mamá, porque no tuvimos la posibilidad de tener un arquitecto que nos ayude a diseñarla. Decidí estudiar arquitectura porque necesitaba hacerme una casa”, cuenta con una sonrisa de orgullo.

Daiana y su amiga y compañera Malena.

Quizás una de las principales problemáticas de las Universidades recaiga sobre todo en su ubicación. La cantidad de horas de viaje que tiene un estudiante hacia la Capital es una de las primeras trabas para la continuidad universitaria. Daiana es de Monte Grande y junto a su compañera Malena Insfran compartían el viaje en tren como una especie de extensión de la facultad, donde terminaban sus dibujos y maquetas. Para Malena el tren de una hora hasta la UNDAV no se compara con el tiempo que tenía hasta la UBA: “En mis inicios intente estudiar en FADU, pero siendo del conurbano tenía un viaje de 5 horas para ir y 5 horas para volver, mis papás trabajaban, somos cuatro hermanas y yo era la única que iba a estudiar. Me lo banqué un año y después me hablaron de la UNDAV y vi que en un folleto estaba arquitectura, y arranqué”. 

“Parte de por qué elegí arquitectura tiene que ver con mi papá, era contratista y tras un infarto traté de buscar cosas que me acercaran a él”. Las historias de Daiana y Malena no son las únicas. La UNDAV tiene un alance de cuatro millones de habitantes, que van desde el Riachuelo hasta La Plata. Y así sucede con las diferentes facultades que se ubican en la provincia de Buenos Aires. El acceso a los estudios no solo es estratégico por su ubicación y la facilidad de transporte sino por el mismo conocimiento del territorio. “Cuando se producen deserciones tratamos de hacer un seguimiento a ver qué pasa, porque entendemos que los estudiantes son sujetos con capacidad de transformación, no meros consumidores de educación, tiene que haber aspectos de empatía para poder entender la realidad del colectivo en el que uno está inserto”, comenta Lucas Alejandro Luna, ex director de la carrera de Arquitectura de la UNDAV y profesor adjunto del Taller de Proyecto Arquitectónico.

A veces la empatía se construye, otras veces proviene de la propia historia. Ahora Daiana y Malena son ayudantes de cátedra y enseñan desde otra perspectiva: “Mi familia nunca fue muy pudiente y quizás los materiales tenía que reutilizarlos para no tener que volver a comprar. Cuando estoy enseñando y corrijo, ya lo hago de tal forma que los estudiantes no tengan que gastar en otras hojas o materiales”, cuenta Malena Insfran.

El lujo de la meritocracia

No solo se trata de una cuestión de distancias sino también de tiempo. La oferta horaria de los prácticos y teóricos no siempre acompañan las jornadas laborales: en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, muchas de las clases se dictan en la franja de 17 a 19 hs, casi imposible para un trabajador. ¿Se piensa en el total de la población? ¿O la facultad es de libre acceso y gratuita pero la continuidad depende de la famosa meritocracia? ¿Quiénes pueden renunciar al salario para asistir a una clase en el medio de la tarde?

Sobre la frase tan mentada “los pobres no llegan a la Universidad” Lucas Luna juega con su literalidad y la resignifica: “Celebro que Vidal haya dicho eso, porque cuando dice lo que dice, saca a la superficie un sentimiento de una realidad que subyace, porque hay una parte que piensa realmente eso. Que los sectores más vulnerables no tienen derecho a formarse. La educación te da libertades, te da herramientas para poder adquirir esas libertades” y agrega: “Esa frase potenció el deseo de muchos de nosotros para creer que tienen que existir miles de universidades como las del conurbano, que tienen un fuerte compromiso con las necesidades populares”.

La historia de Daiana y Malena son un ejemplo de las dificultades que puede atravesar un alumno para completar sus estudios universitarios, sobre todo cuando el esfuerzo no solo es personal sino de las mismas familias, que rompen el chanchito en pos de una vida profesional para sus hijos. En palabras de Malena: “Yo siempre me consideré pobre, tuve mi casa con piso de barro mucho tiempo. Ojalá que las Universidades sigan pensando en gente como nosotros. Mi hermanita me ve a mí estudiando y ya se pone a pensar en qué quiere estudiar, en qué quiere ser, y eso a mí no me pasaba”.

¿Qué se pone en juego a la hora de descentralizar la educación? ¿Cuál es el rol de las Universidades en diferentes puntos de la provincia? Malena Insfran concluye con una respuesta: “Concentrar el conocimiento también es concentrar el poder”, poniendo en evidencia lo que se juega en la educación; no solo es saber o tener una profesión, es poder. En todos los sentidos de la palabra.