“Usted perdone señor, pero ese sillón era el que usaba mi esposo”, le dice la viuda de Plasini (Nora Cullen) al señor Fernández (Walter Vidarte) después de revolear por los aires al gato negro atrevido que se sentó en el lugar del difunto en una escena de patio encauzado de El dependiente, la película de Leonardo Favio de 1969. 

Nora ganó un premio como mejor actriz de reparto por esa actuación. Hacía muchos años (más de cuarenta) que era actriz y que su nombre formaba parte de los elencos de teatro independiente junto a Luis Politti, Nelly Prono, Norma Aleandro, Onofre Lovero y Alejandra Boero. Muchos desde que había encabezado radioteatros junto a Muiño y Alippi en radio Splendid y muchos más desde que había hablado por primera vez cerca de un micrófono (fue a los diecinueve años cuando leía los avisos publicitarios en la radio junto a su hermana, la actriz Chela Ruiz). 

Nora era una actriz divina, una actriz tremenda, como dice Graciela Borges con quien trabajó en El dependiente y Pubis angelical (1982) y lo era sin atenuaciones ni eufemismos; basta con seguir la ronda de su voz para descubrir la danza de ingenio entre las palabras, esa oscilación rítmica que juega con las sílabas, con la distribución de los acentos, con las oraciones intercaladas, con la lengua abrasiva. No importaba si estaba pisando el escenario del Teatro Cervantes en una función de La casa de Bernarda Alba con Milagros de la Vega, si era un personaje en una obra de Teatro Abierto, si era la abuela que cobraba la pensión y compraba dólares en Plata dulce (1982) o la automovilista zombi que comía flores en Los bañeros más locos del mundo (1987) siempre iba a ser una actriz de voluntad iluminada, de acción precisa y generosa.

Se llamaba Francisca Ruiz y fue Paquita Ruiz y Paquita Battaglia (el apellido de su esposo, el actor Guillermo Battaglia) hasta que en la década del cuarenta se convirtió en Nora Cullen. “¡Ahhh! Nora Cullen nació para mí, yo nunca repetí una actriz o un actor, excepto ella y alguna caracterización de Edgardo Suárez, por lo especial de su rostro. No te puedo transferir cómo era Nora como actriz, era un caramelo, una gran actriz de teatro, impresionante (…) yo tengo el comienzo y el final, pido a un actor pensando en lo que estoy apuntando, todo está en mi corazón. Algunos actores te dan más trabajo, podés estar trabajando con “zapatos” o con Nora.” (Leonardo Favio, Página/12, 2004).

Una de esas repeticiones elegidas de las que hablaba Favio la convirtieron en La Lechiguana, la vieja agorera de Nazareno Cruz y el lobo (1975), la bruja con nombre de avispa, ojos de arena roja y lengua de hechizo que ampara en súplica inútil al ahijado desgraciado: “que no se enamore, porque el hervor de la sangre le mezclará las ansias y será un lobo perseguido y fiero”. Cuando la memoria sedienta echa las cartas del día, Nora, una estrella en el libro infinito sobre la invariable condición de las actrices secundarias, irrumpe con alguna de sus muecas lumbreras -privilegios de Lechiguana eterna- y nos regala una escena con escarabajos y preguntas de viuda: “¿Y la calle? ¿Cómo está la calle Señor Fernández? Hace tanto que no salgo