La pandemia nos había opacado dos años de nuestra vida y yo, que vivo bien enclaustrado en mi escritorio, decidí salir casi por obligación, y como por obligación fui a un bar de la costa a saborear un café. Sería raro que un suceso raro, como diría Spinoza, no ocurriese. Mientras releía un texto de Camus, La peste, para interrumpir mis lecturas actuales, un linyera que mendigaba se detuvo ante mi mesa. Extendía su mano para recibir el execrable óbolo de una limosna, cuando me preguntó: ¿Vos no sos el Colo? Era, respondí extrañado. Y ¿vos quién sos? Mateo, dijo, jugábamos al futbol por Cochabamba, con la pelota de trapo… ¿Te acordás? Yo vivía por Chacabuco. Muchas veces nos sentamos en el parque Urquiza, sobre Pellegrini, después de un partido con la de cuero. 

Acordé, porque un recuerdo lejano me retrotrajo al bullicio de unos adolescentes festejando el olor de la hierba renaciente de primavera y el canto de algún pájaro. Pero…qué hacés ahí parado, exclamé, vení, sentate. Titubeó, mirando con cierto pudor a los que estaban alrededor. No me van a dejar, dijo, con la reticencia propia del que es expulsado como un resto de los lugares de la gente bien. 

Eso, corre por mí cuenta, enfaticé… y le ordené: sentate. Lo dejé que devorase lo que trajeron y que apenas tomase un respiro para, entre bocados, responder a mi pregunta por nombres de aquella época, el Chate, el Zurdo, Buzanca, el Peque, Lalo… 

Los perdí de vista hace muchos años, dijo. Sólo sé de Pascual, el sibarita, porque durante un tiempo yiramos juntos. ¡Pascual, el sibarita! exclamé. Y fue como si el pasado, casi completo se adecuase a unos instantes del presente y casi sin darme cuenta, comenté como para mí mismo: Yo compartí con Pascual unos ágapes a los que convocaba cuando viví en Riobamba al 500, y él conoció a Luisa, ¿te acordás? que fue su mujer durante un tiempo. Ella andaba con un amigo mío que usaba el apocorístico de su nombre, Chema, pero lo dejó por Pascual. Muchos años después, se corrió la voz que el Chema había sido informante de los servicios. Probablemente debido a eso, al Sibarita y Luisa, y otros compañeros los secuestraron una noche del 69 y lo pasaron muy mal. Pascual era un militante muy inteligente, temerario y convincente; nunca vaciló en arriesgar su vida en un operativo. Tuvo suerte de salir con vida. 

Siento decepcionarte, interrumpió Mateo, hace unos años lo mató un ex compañero que lo andaba buscando. Su muerte estuvo bien, ni siquiera se resistió.

No entiendo, dije. ¿Cómo que estuvo bien? El sibarita era un buen tipo. 

Sí, dijo Mateo, pero hacía cosas muy locas. Sobre todo cuando se trataba de su mujer. Sin esperar mí pregunta, me refirió lo siguiente: Colo, esto que te cuento no se lo contado a nadie. No sé, a lo mejor no hago bien. Pero bueno, lo que te contaré lo sé porque me lo confesó Pascual en una noche de borrachera, al fin de cuentas habíamos militado juntos en la misma agrupación. 

En ese momento vaciló, como si fuera a revelar un enigma debidamente guardado, pero bajando la voz prosiguió: Hacía un tiempo que Pascual estaba viviendo con su mujer, pero andaban muy mal; ella le dijo que estaba pensando seriamente en dejarlo y eso lo puso como loco; le pareció que el Chema era la causa de la decisión de Luisa. Los días siguientes a esa declaración, me dijo, “fueron un infierno, no podía dormir ni concentrarme en las tareas de la militancia. Tres días más tarde habría una reunión en la casa del zurdo para ver como seguíamos porque los milicos nos estaban cercando. Teníamos la sospecha de que entre nosotros había un topo”. Ya te podés imaginar, Colo, de quién sospechaba. Pensó en decírselo a Luisa, pero dio por sentado que no lo creería, además sentía una bronca ciega, espesa, cenagosa… Lo sé porque yo he pasado por circunstancias parecidas.

En ese momento, hizo una pausa como si necesitara recobrar el impulso de seguir.

Pero, bueno, él tomó una determinación oscura y esa reunión era ideal para ejecutarla. Yo y el Chema fuimos exceptuados de concurrir; yo porque fui enviado a Pergamino para avisarle a un compañero que lo habían descubierto y se tenía que ir. Del Chema no sé por qué, pero también estaba exceptuado y tampoco podría concurrir. Pascual aprovechó para hacer llegar un anónimo a uno de los servicios, con la hora y el lugar de la reunión. Sólo que la hora la fijaba con dos horas de retraso. De esa manera podía llegar y avisar que habían advertido a los servicios y debían dispersarse. No contó con que alguien, podía haber sido un vecino o tal vez el mismo Chema, cuya exacerbación de la ideología tenía mucho de impostación, avisó de la reunión. 

La hora no era exacta pero era aproximada y en el enfrentamiento que sucedió murió Omar, el hermano del turco Elías. Pascual y Luisa y un tercero fueron detenidos. La pasaron muy mal pero el tormento y la tortura sufridos fortalecieron por un tiempo la relación. Vos sabés Colo que así como había informantes de este lado, también los había del otro y eso fue fatal para Pascual, porque ese otro le batió a su enlace de donde salió la delación. Es difícil de creer, pero el anónimo, que los servicios siempre analizaban, delataba la letra de Pascual. Eso tal vez ayudó a que después de un tiempo los blanquearan y después los liberaran pero Pascual no podía dormir. Tenía de por sí un carácter difícil y se tornó agresivo; cualquier molestia lo sacaba fuera de sí. Cuando Luisa lo abandonó, él también se abandonó y terminó como yo, salvo que el turco Elías lo buscó hasta el cansancio y una noche lo encontraron muerto de una puñalada en las inmediaciones de la estación Rosario Este.

Me pregunté cómo sabía que había sido el turco Elías el que lo había asesinado, pero no se lo pregunté. Sentí que debía repensar con tranquilidad la verosimilitud de toda la historia que me había contado. La transmisión de un relato suele contaminarse de pormenores agregados de boca en boca que no suelen sentirse como una falsación o una mentira. Es un hábito de casi todo el mundo, por lo menos, eso es en lo que creo, ya que para mí la ficción es una manera de ser y de algún modo el único ser posible. Esa falsación podía ser mayor en este caso, ya que un linyera suele falsear las causas que lo llevaron a su estado y en ese sentido, siempre he sentido que semeja la de un literato, puesto que tiende a borrarse detrás del relato que construye para soportar las circunstancias insoportablemente reales que contribuyen a su condición.

Un rato después, Mateo se fue, no sin agradecerme el óbolo exiguo que le di para justificar mi cualidad humanitaria. Incluso, mi convicción de que el saber no garantiza una verdad y que esta suele aparecer donde menos se la espera. Al verlo alejarse, cruzando el paseo de la diversidad hacia la isla de los invento, recordé a Omar, uno de los linyeras que con mi mujer frecuentábamos. Ël contaba que tenía un hijo que había muerto en las Malvinas, pero cuando se emborrachaba, lloraba lo que realmente había sucedido. Había perdido a un hijito suyo, que jamás encontraron, en una noche de borrachera.

Mi mujer llegó hasta su familia, pertenecientes a la alta burguesía cordobesa y habló con sus hermanas, que para “bien de todos” lo habían declarado como muerto y corroboró lo que Omar nos contó, pero eso… eso es otra historia.