Las calles estaban desiertas, parecido a los primeros días del confinamiento, pero peor porque ni siquiera se veía gente en las ventanas o los balcones, mucho menos a los que aplaudían a los héroes de la pandemia o caceroleaban. El silencio era tan calmo y definitivo que parecía la mañana después del apocalipsis: la ciudad vaciada por una catástrofe.
La escena cambió abruptamente en la avenida. Un malón en uniforme de gimnasia avanzaba a gran velocidad, agitando pancartas y gritos que tenían el fervor de las portadas de los diarios o los zócalos televisivos. Las consignas estaban escritas con letras descomunales que volaban a centímetros de mis ojos: “Viva la libertad”, “Asesinos a la cárcel”, “Paredón al gobierno de chorros”, “Abajo la dictadura de la salud”, “No a las vacunas rusas”.
Era muy raro pasar del silencio apocalíptico a ese jolgorio, igual que ver tanta gente a cara descubierta. Con la pandemia los rostros se habían convertido en una foto musulmana. Las cosas se habían relajado en las últimas semanas, pero todavía la mayoría se ponía barbijo en la calle y en los negocios era obligatorio. Era raro también que la marcha iba dirección a la casa de mi novia, no tenían la pinta de pertenecer a ese barrio. Noté otros cambios. En los locales a mitad de camino había empleados con los barbijos en regla y otros que los dejaban colgando del cuello o cubriéndoles solo la mandíbula y los labios.
En un bar en el que paré porque andaba con tiempo se mezclaban enmascarados, descubiertos y hasta oscilantes que se ponían y sacaban la mascarilla. Los vacilantes eran los más sorprendentes porque las caras les cambiaban tanto que cuando desaparecía el barbijo veía una persona totalmente distinta a la que había imaginado, una nariz o mandíbula más rotunda, una boca más ancha, otra fisonomía, Jeckill y Hyde. Eso sí, casi nadie hablaba de la pandemia, la libertad o las vacunas rusas: el tema dominante era la plata, el trabajo y la inflación.
Samanta rompió mi estado de beatífica contemplación para recordarme a los gritos que su madre volvía a las seis, ¿dónde andaba metido? Nuestros encuentros eran así, teníamos que esperar a que los viejos no estuvieran o rasquetear guita para un hotel o la caridad de algún amigo con habitación libre. Le dije que salía corriendo, pero el tiempo era raro en aquella época, los días, las horas y los minutos parecían siempre iguales, estaba cómodo y me costaba despegarme de esas conversaciones de café barrial. Cuando uno de bigotes dijo que estaba cansado de correr la coneja me reí porque era algo que el viejo siempre machacaba. Me causaba mucha gracia que la falta de trabajo o de plata o el hambre tuvieran que ver con correr una coneja, pero, de golpe, ahí en ese bar, se me hizo la luz. El viejo no hablaba en general: se refería a mí. Si quería seguir estudiando tendría que contribuir a parar la olla.
Con esa repentina revelación empezó la historia más extraordinaria de mis dieciocho años de vida. Noté el reloj encima de los estantes de bebidas y salí corriendo a lo de Samanta que estaba esperándome en la puerta furiosa, no tanto por lo de la madre, eso parecía haber pasado hacía mucho tiempo, sino porque le habían avisado de unos laburos geniales y no los quería perder por mi impuntualidad. Así fue que conocí a la banda de la que ella me venía hablando hacía unos días.
Los tipos manejaban todo tipo de venta ambulante y estaban reclutando gente. Lo de siempre: mucho no se sacaba, pero vendiendo churros, copitos o panchos te podías llevar unos conejitos. Nuestros jefes nos aseguraban que el negocio se iba a multiplicar, que mientras los negros y vagos se cagaban de hambre, nosotros, que éramos pardos solamente, íbamos a terminar con carrera, guita y perspectivas, hasta íbamos a salir en televisión. A la tercera o cuarta salida agregaron algo que sonó más inminente. Había que poner el hombro, dijeron, había que sacar a este gobierno de mierda, había que montar bardo y hacer la revolución que para eso éramos jóvenes.
Yo mucha atención no les presté. Samanta en cambio se tomó todo muy en serio, ni quería oír de encuentros en su casa o la mía, ni qué hablar de un par de horas en un hotel ahora que teníamos un poco de plata. Cuando nos veíamos se la pasaba diciendo que había que dejarse de joder, nos gobernaba una banda de delincuentes, si no hacíamos algo nos íbamos al carajo. Yo le seguía la corriente, cualquier cosa para volver a nuestros revolcones, pero no había caso, Samanta estaba cada día más patriótica, más cercana a los pesados que lideraba un tal Contreras.
Cuando caminábamos por el centro o cerca del congreso o por la casa de Cristina, se ensañaba señalándome gente: “ése, ése y ése son todos planeros, disparo, pum y son fantasmas”. Me reía porque compartíamos el sentido del humor, la imagen era ingeniosa y ella la largaba con una carcajada contagiosa, sorprendida con que una especie de juego de video pudiera convertir en un segundo a alguien en un espectro, gatillar el botón de la consola y pum, fantasma.
La cosa dejó de ser un juego cuando todos empezaron a ir a la misma esquina a gritar, había cámaras y movileros en cada baldosa. En esos días apareció un tipo bastante más grande que vestía y hablaba con la autoridad campechana de un patrón de estancia. El tipo nos dijo muchas cosas, pero me quedó grabado eso de “menos charla y más acción”. Del día a la noche apareció un chumbo, un plan y se armó la pelea para ver quién apretaba primero el gatillo y pasaba a la historia. La mirada de Samanta me fulminó: sabía que yo estaba en otra cosa. La noche que se decidió todo, jugándome la última carta con ella, levanté tímidamente la mano para estar entre los elegidos: ni pasé la primera ronda. A la salida Samanta no se molestó con explicaciones: se fue abrazada a Contreras.
La suerte tiene sus cosas porque en esa época el viejo empezó a tener mucho trabajo y me pude independizar del grupo. Laburando a su lado me enteré que nunca le había gustado Samanta, demasiado segura de que ese cuerpo escultural le daba licencia a exponer teorías trasnochadas. No se equivocaba porque en esos días la cosa explotó en serio, apareció el disparo en la sombra que no salió, el país se salvó por un pelo de volar por el aire y los nombres de algunos empezaron a aparecer en los diarios, por suerte ni Samanta ni yo, debíamos ser más pinches que los otros, a veces uno es tan poca cosa que resulta casi invisible hasta que alguien te saca del anonimato y resulta que vos armaste el kilombo y el resto son unos santitos. Es lo que va a pasar, me dijo el viejo en esos días, van a caer algunos perejiles, pero ningún juez se va a meter a investigar en serio porque son todos del mismo barrio, todos ricachones, salen a cazar conejos no por hambre, sino por puro deporte, porque siempre es divertido disparar a un desesperado que huye a la carrera y verlo caer embadurnado de sangre.