Dos monitos negros y silvestres bajan con la velocidad de un rayo desde la curva de una palmera para hurtar su cuota diaria de pipoca (pochoclo) de la merienda servida en la cinemateca infantil del resort. La escena no genera pánico ni estremecimiento entre la platea sub 10 que reposa como lirones entre almohadones gordos y mullidos. Márcia, una morena flaca de pelo ensortijado, sólo atina a poner en pausa el film Mi villano favorito y, luego, ordena el tumulto de chicos, y también de padres, que se arremolinan en torno a ella para sacar fotos de los tiernos “macacos” con sus celulares.
Cerca de allí, camino a una playa teñida a la hora del crepúsculo con un rojizo vivaz y sanguíneo como el interior de una sandía, aún perdura con entusiasmo la descontracturada clase de aquagym ya que Marcelo, un instructor con cuerpo de Adonis y sonrisa publicitaria, prometió regalar una botella de cachaza al participante más desenvuelto. Unas horas más tarde convergerán ambos campos etarios, los niños estimulados aún por el sabor mantecoso de la “pipoca” y el recuerdo feliz de los monitos con unos padres irreconocibles en su humor tras la maratón de axé acuático y caipiriña, en una cena donde es aconsejable pedir los platos fuertes locales: camarón apanado y frito, moqueca de peixe o rabas pantagruélicas y crocantes.
La costa de Porto de Galinhas, un pequeño poblado cercano a Recife, capital estadual de Pernambuco, y sus comarcas lindantes, son hoy un continuo transcurrir de hoteles all inclusive, grandes y espaciosos como barrios cerrados, pero no siempre fue así. Unas décadas atrás era simplemente una aldea de pescadores pigmentada en su periferia con los colores cálidos de las plantaciones de azúcar y maíz. Y mucho antes fue la capital del tráfico ilegal de esclavos cuando, a pesar de que la Constitución había declarado la igualdad de derechos, la pétrea y feudal economía rural nordestina requería mucha mano de obra con grilletes para surcar los duros callos de la tierra. En pos de evadir la restricción, los mercaderes de la trata de personas anunciaban a boca de jarro en el puerto que habían llegado “galinhas” del África. Los terratenientes ya sabían que era el código indicado para ir a comprar esclavos.
Esa marca en la historia mutó en souvenir. Ya sea en tallada madera, moldeada en cerámica fría, y pintarrajeada con los tonos de la bandera Brasil o del arcoiris, hay réplicas de la simpática ave rural en todos los negocios o restaurantes de la vilhina. Pero, previo a comprar la “galinha” para llevar de regalo a sus amigos o parientes, el turista tiene muchos por hacer, comer o nadar en una costa dispar, donde el mar se tuerce, caracolea o plancha en cuestión de minutos o metros.
DE COSTA A COSTA El mejor medio de transporte en Porto de Galinhas es amarillo, pequeño y se mueve como un samba. Un paseo en buggy de cuatro o seis horas por las playas lindantes es la excursión más económica y alegre para conocer los entornos edénicos del municipio de Ipojuca. En general, durante el trayecto, salvo en los pocos tramos que transcurren por ruta, el conductor deja ir a los pasajeros sentados sobre la parte alta de los asientos traseros, lo que hace a la excursión tan movediza como risueña. Además, el angosto vehículo permite al guía adentrarse por los estrechos caminos y ondulantes caminos de tierra que conducen a los mejores balnearios. Previo a cada parada está incluido el momento “selfie” o la oportunidad de sacar unas buenas fotos panorámicas del mar limpio con arena clara que baña a toda la zona.
En Praia de Muro Alto el espacio para clavar la sombrilla es elástico. Puede ser estrecho a determinada hora del día o, en caso de que se retire la marea hasta arañar el horizonte, llega a ampliarse tanto como un milagro divino. En todo caso, el agua siempre permanece apacible y sin relieves debido a la muralla artificial que anilla el lugar. Por tal motivo, Muro Alto es el sitio indicado para disfrutar de las famosas piscinas naturales de Porto de Galinhas. Las “piscinas” no son otra cosa que la posibilidad de poder caminar en la tradicionalmente alejada zona de los arrecifes, pincelados por peces de todo tamaño y color, sin la necesidad de tener que practicar snorkel o entubarse en un apretado traje de neoprene. Unas horas más tarde, después de comer un rápido almuerzo en Muro Alto, una sugerencia es deleitarse con el clásico “milho cozido” (choclo hervido) adosado de abundante mayonesa y sal. La siguiente estación implica un rotundo cambio de escenario. En Maracaípe, salvo la permanencia en la cálida temperatura del mar, el agua ya no languidece y se enrolla en unos tubos bravíos que imantan la llegada de contingentes surferos durante, prácticamente, todo el año. Hay, por lo tanto, un color social diferente a Muro Alto. Grupos de adolescentes o universitarios toman a Maracaípe como su playa en Porto do Galinhas y música menos estridente y más cadenciosa, como el reggae o la nueva bossa nova, que llega de los paradores, suelen componer la “playlist” que se escucha en el lugar.
Sobre el final del recorrido se puede llegar hasta Pontal do Maracaípe. Nuevamente, en un abrir y cerrar de ojos, hay otra postal. Maracaípe, que también es un río calmo y algo cobrizo, desemboca y se encuentra con el mar de Ipojuca. El encuentro de las aguas también permite un encuentro con un proyecto ecoturista que preserva la existencia de caballitos de mar. En el último tramo ribereño, antes de llegar al océano, están disponibles las jangadas –una balsa artesanal hecha con cinco troncos– para recorrer los manglares en busca del hipocampo y conocer las particularidades de la especie, como que el macho es fecundado por la hembra. Ya con un calor menos picante, generalmente, el hombre del buggy marca que es la hora del retorno. En ese momento es aconsejable pedir al guía un poco de tiempo para hacer compras, ya sean regalos o provisiones, en el pequeño centro comercial de Porto de Galinhas, ya que en los resorts los precios suelen ser bastante elevados.
MILAGRO DIVINO “a praia dos carneiros la creó dios, qué duda cabe”, se ufana jerson, que hace años organiza y vende excursiones a su mentada “playa divina” desde porto do galinhas, y señala como prueba la fachada decimonónica, humilde y de tonos pasteles de la iglesia de são benedito. la morada del “señor” está ubicada a pasos del agua. una encrespada ola, como las de maracaípe, podría bañarla por completo pero el mar de praia dos carneiros, una costa de arena luminosa franqueada por los negruzcos ríos formoso y arikindá, parecería nunca cometer tal herejía. el agua cálida y de colores vivaces se bambolea de forma tenue, el mar arrulla con sus pequeños relieves y se abre hasta el horizonte de forma gentil y protectora.
El viaje a Praia dos Carneiros comienza cuando febo asoma y termina cuando el sol se va apagando. Los cocoteros circundan toda la costa. Altas y encorvadas, como vigías depuestas en su ánimo tras una agotada labor, las palmeras dan una sombra fresca y amplia al turista que decide no desaprovechar, para ir a un restaurante por ejemplo, ni un momento del escape robinsoniano hacia una playa agreste y sensual.
Cuesta volver de Praia dos Carneiros pero, en algún momento, hay que hacerlo. Jerson podrá creer en Dios pero también se persigna ante su reloj laboral y cuando llega el ocaso indica que es hora del retorno. En el trayecto se desata un aguacero fugaz. Las nubes forman sigilosas un gran manchón negruzco en el cielo y comienza la lluvia. Durante julio y agosto, los intermitentes chaparrones pueden refrescar la tierra de Porto do Galinhas tres o cuatro veces al día. Los paisanos la llaman “espantaflojos” y aseguran que el calor dulzón de “Galinhas” siempre está presente; por lo tanto, fugarse del mar es de “flojos”, según la gente de Recife.
En el resort, durante el chubasco pasajero, pero antes y después también, hay un hombre calvo y con gafas de sol negras que no se inmuta ante los cambios climáticos y persiste en jugar en la pileta, aunque todos se hayan ido. Toma una pelota colorida y de plástico gigante y la arroja a un niño colocado sobre la superficie para que la crianza siga practicando el gol con el que siempre soñó. Por momentos, el hombre se acerca al borde y sigue tomando cerveza. Cerca de allí ha comenzado a repetirse la escena diaria de los monos en busca de su “pipoca”.