Me instalé en Nueva Delhi en un hotel pequeño y agradable. Nueva Delhi es irreal, como lo son la arquitectura gótica levantada en Londres el siglo pasado o la Babilonia de Cecil B. de Mille. Quiero decir: es un conjunto de imágenes más que de edificios. Su equivalente estético no está tanto en la arquitectura como en la novela: recorrer esa ciudad es pasearse por las páginas de una obra de Victor Hugo, Walter Scott o Alexandre Dumas. La historia y la época son distintas pero el encanto es el mismo. Nueva Delhi no fue edificada lentamente, a través de los siglos y la inspiración de sucesivas generaciones, sino que, como Washington, fue planeada y construida en unos pocos años por un arquitecto: sir Edwin Lutyens. A pesar del eclecticismo del estilo –una visión pintoresca de la arquitectura europea clásica y de la India– el conjunto no es sólo atractivo sino, con frecuencia, imponente. Las grandes moles marmóreas del antiguo palacio virreinal, hoy residencia del presidente de la república (Rashtrapati Bhawan), tienen grandeza. Sus jardines de estilo mogol son de un trazo perfecto y hacen pensar en un tablero de ajedrez en el que cada pieza fuese un grupo de árboles o una fuente. Hay otros edificios notables en el mismo estilo híbrido. El diseño de la ciudad es armonioso: anchas avenidas plantadas de hileras de árboles, plazas circulares y una multitud de jardines. Nueva Delhi fue concebida como una ciudad-jardín. Por desgracia, en mi última visita, en 1985, me sorprendió su deterioro. El excesivo crecimiento de la población, los autos, el humo que despiden y los nuevos distritos, casi todos construidos con materiales baratos y en un estilo chabacano, han afeado a Nueva Delhi. Sin embargo, en ciertas secciones se han levantado algunas construcciones hermosas; por ejemplo, la Embajada de los Estados Unidos. También hay otra, más pequeña y menos conocida: la de Bélgica, imaginativa creación de Satish Gujrat, un notable pintor convertido en arquitecto y que se ha inspirado en la pesada arquitectura, no exenta de grandeza, de Tuglukabad (siglo XIV).
Nueva Delhi es la última de una serie de ciudades edificadas en la misma área. La más antigua, de la que no quedan vestigios, se llamó Indrapashta, según se dice en el poema épico Mahabharata. Se supone que floreció mil quinientos años antes de Cristo. La ciudad que precedió a Nueva Delhi fue obra del emperador Shah Jahán, nieto de Akbar y al que le debemos el Taj Mahal, de fama universal. Oíd Delhi, como se llama ahora a la ciudad de Shah Jahán, aunque dañada por la plétora de habitantes y la pobreza, contiene edificios muy hermosos, por desgracia maltratados por el tiempo y la incuria. Sus calles y callejuelas hirvientes de vida popular evocan lo que podrían haber sido las grandes ciudades del Oriente en los siglos XVII y XVIII, tal como las describen los relatos de los viajeros europeos. El Fuerte Rojo, a la orilla del ancho río Jamuna, es poderoso como una fortaleza y gracioso como un palacio. En sus vastas salas, sus jardines y sus espejos de agua la soberana es la simetría. Casi todos los grandes monumentos de Delhi pertenecen al arte islámico: mezquitas, mausoleos, minaretes. Para ver al gran arte hindú hay que salir de Delhi.
Pero yo no pude viajar mucho durante esta primera estancia en la India, que apenas duró unos meses. El implacable señor Tello volvió a cambiarme, en esta ocasión a Tokio. Pero ésa es otra historia.
Es difícil encontrar una torre que reúna cualidades tan opuestas como la altura, la solidez y la esbelta elegancia del Kutb Minar (siglo XIII). El color rojizo de la piedra, contrastado con la transparencia del aire y el azul del cielo, le dan al monumento un dinamismo vertical, como un inmenso cohete que pretendiese perforar las alturas. Es una “torre de victoria”, bien plantada en el suelo y que asciende, inflexible, prodigioso árbol pétreo. Parece que la construcción original fue obra de Prithvi Raj, el último rey hindú de Delhi. La torre era parte de un templo que albergaba también al famoso Pilar de Hierro, que ostenta una inscripción del período gupta (siglo IV). No menos hermoso pero más sereno, como si la geometría hubiese decidido transformarse en agua corriente y columnatas de árboles, es el mausoleo del emperador Humayun.
Como en los otros mausoleos musulmanes, nada en ese monumento recuerda a la muerte. El alma del difunto ha desaparecido, ida al transmundo, y su cuerpo se ha vuelto un montoncito de polvo. Todo se ha transformado en una construcción hecha de cubos, medias esferas y arcos: el universo reducido a sus elementos geométricos esenciales. Abolición del tiempo convertido en espacio y el espacio en un conjunto de formas simultáneamente sólidas y ligeras, creadoras de otro espacio hecho, por decirlo así, de aire. Edificios que han durado siglos y que parecen un parpadeo de la fantasía. Un orden del que ha desaparecido, como en el poema de Baudelaire, “el vegetal irregular”, salvo como estilización para decorar un muro. El mausoleo puede compararse a un poema compuesto no de palabras sino de árboles, estanques, avenidas de arena y flores: metros estrictos que se cruzan y entrecruzan en ángulos que son rimas previstas y, no obstante, sorprendentes.
En la arquitectura islámica nada es escultórico, exactamente lo contrario de lo que ocurre en la hindú. Uno de los grandes atractivos de esos edificios es que están rodeados de jardines regidos por una geometría hecha de variaciones que se repiten regularmente. Combinación de prados y avenidas de arena bordeadas de árboles. Entre las avenidas de palmeras y los prados multicolores, inmensos estanques rectangulares que reflejan, según la hora y los cambios de la luz, diferentes aspectos de los edificios inmóviles y de las nubes viajeras. Juegos incansables, siempre distintos y siempre los mismos, de la luz y del tiempo. El agua cumple una doble y mágica función: reflejar al mundo y disiparlo. Vemos y, después de ver, no nos queda sino un puñado de imágenes que se fugan. No hay nada aterrador en esas tumbas: nos dan la sensación de infinitud y pacifican al alma. La simplicidad y la armonía de sus formas satisfacen una de las necesidades más profundas de nuestro espíritu: el anhelo de orden, el amor a la proporción. Al mismo tiempo, exaltan a nuestra fantasía. Esos monumentos y esos jardines nos incitan a soñar y a volar. Son alfombras mágicas.
Nunca olvidaré una tarde en una mezquita minúscula, a la que penetré por casualidad. No había nadie. Los muros eran de mármol y ostentaban inscripciones del Corán. Arriba, el azul de un cielo impasible y benévolo, sólo interrumpido, de vez en cuando, por una bandada verde de pericos. Pasé un largo rato sin hacer ni pensar en nada. Momento de beatitud, roto al fin por el pesado vuelo circular de los murciélagos. Sin decirlo, me decían que era hora de volver al mundo. Visión del infinito en el rectángulo azul de un cielo sin mácula. Años más tarde, en Herat, tuve una experiencia semejante. No en una mezquita sino en el balcón de un minarete en ruinas. Quise fijarla en un poema. Reproduzco las líneas finales porque, quizá, dicen mejor y más simplemente lo que yo ahora quiero decir al recordar esas experiencias:
No tuve la visión sin imágenes,
no vi girar las formas hasta desvanecerse
en claridad inmóvil,
el ser ya sin substancia del sufí.
No bebí plenitud en el vacío...
Vi un cielo azul y todos los azules,
del blanco al verde
todo el abanico de los álamos,
y sobre el pino, más aire que pájaro,
el mirlo blanquinegro.
Vi al mundo reposar en sí mismo.
Vi las apariencias.
Y llamé a esa media hora:
Perfección de lo Finito.
A pesar de la brevedad de mi estancia, hice algunas amistades. Los indios son hospitalarios y cultivan la olvidada religión de la amistad. Muchas de esas relaciones duran todavía, salvo aquellas rotas por la muerte. Sería fastidioso mencionar a todos esos amigos y amigas pero debo hacer tres excepciones: J. Kripallani y su mujer, sobrina del poeta Tagore, me iniciaron en la moderna literatura en hindi y en bengalí. Creo que a ellos les debo –¿o fue a Henri Michaux?– el haber conocido a Lokenath Bhattacharya, autor de cuentos y textos en los que, en un estilo simple, logra evocar la realidad menos tangible: la ausencia. Narayan Menon, notable musicólogo y amante de la poesía, me introdujo con tacto, paciencia y sabiduría en dos artes complejas y sutiles: la música y la danza; en fin, tuve la suerte de ayudar a un joven pintor de talento, Satish Gujrat, para que fuese a México becado. Invitado por mis amigos y bajo su dirección comencé a frecuentar los conciertos de música y de danza. Muchos de ellos en los hermosos jardines del Delhi de aquella época. Las dos artes me entreabrieron las puertas de las leyendas, los mitos y la poesía; al mismo tiempo me dieron una comprensión más cabal de la escultura que, a su vez, es la clave de la arquitectura hindú. Se ha dicho que la arquitectura gótica es música petrificada; puede decirse que la arquitectura hindú es danza esculpida.
Pero en esta ocasión apenas si le di un vistazo al arte indio. Mi visita fue interrumpida cuando apenas comenzaba. Hice de nuevo mis maletas y tomé el primer avión disponible. Me esperaba una experiencia no menos fascinante: la del Japón.
* Vislumbres de la India, 1995.