La comuna de los alrededores de la pequeña ciudad prometía ya desde la ruta de acceso una buena oferta para toma de fotos. También se percibía en el andar de los habitantes cierta serenidad del transcurrir de la vida. El viaje me introdujo de la violencia urbana a la vida calma de un pueblo.
El recorrido se detuvo como punto final en la plaza. Comencé a merodear entre la abundante vegetación. Me atrapó la desmesura de las raíces de algunos de los árboles, en donde cada bifurcación era un sendero distinto. Pero resultaba casi imposible abarcar en una sola toma esos laberintos formados al pie de cualquiera de ellos. Continué la ronda buscando ejemplares más dóciles a mis intentos. Los había totalmente podados, esqueletos que parecían fuera de lugar bajo tanta luz, cuya intensidad de mediodía obligaba a la búsqueda de un ángulo de sombra. Lamenté la falta del casi habitual palco de orquesta, pero de todos modos hubiera necesitado la luz de un tardío crepúsculo o la plena noche para la evocación.
Divagando entre esas consideraciones, decidí visitar el interior de la iglesia frente a la plaza. Esta exhibía la misma arquitectura que la visitada hace pocos días, en otra pequeña ciudad de nuestros alrededores. Con torres similares cónicas, negras o rojas respectivamente. Esas finas agujas rematando hacia el cielo me resultaban un injerto de lugares montañosos y lejanos que reemplazaban las habituales formas cuadradas de las iglesias de nuestra llanura.
Ingresé empujando la puerta de madera, con temor de ser descubierta en un territorio ajeno que me estuviera vedado. Pero esa sensación se disipó al recibir la luz que, atravesando los vidrios coloreados, teñía los pisos de mosaicos. Esa claridad ordenada me trasmitía una extraña paz y me hacía sentir parte del lugar.
Arrodillado en un extremo de los largos asientos, un hombre oraba. Observé que sacudía su cabeza con cierta desesperación. Me alejé por pudor. También yo era parte de algún desasosiego, pero el mismo se iba calmando en esa soledad que no lo era.
Adelantándome hasta el altar, comencé a atarearme de un lugar al otro, como si estuviera trabajando para un encargo. Trataba de suprimir de mi visión las esculturas; me alteraban la atractiva geometría del espacio que conformaba las líneas austeras de la edificación y los ventanales.
En la pared del fondo del altar dominaba la escena un vitraux de fondo azul con una figura central en rojo. Acompañaban a los costados vidrios que combinaban otros colores. Todo estilizando decoraciones que en esos ámbitos abruman con sus dorados.
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Mientras prendía la cámara escuché pasos avanzando por un pasillo lateral.
Reparé en el momento que esas imágenes en yeso, lejos de la policromía habitual, estaban casi todas coloreadas en un marrón claro
El hombre que oraba o lloraba, o ambas cosas, se levantó y caminaba despacio, rondando cada una de las estatuas. En un segundo estuvo al lado mío observando fijamente mi camarita. Como si estuviera implicado en la escena, extrajo una fotografía de un saco que le holgaba. Me la alcanzó mientras musitaba una explicación. Correspondía a un niño o niña, el blanco y negro se había tornado borroso. No obstante resultarme casi inaudible su monólogo, llegué a escuchar dos veces las palabras padre y asesinato.
En esos momentos, penetraron en el recinto dos mujeres. Al ver a mi interlocutor se miraron y alcancé a ver en la más joven un gesto de compasión, en dirección a quien juzgué un padre cuyo hijo o hija había sido objeto de un acto criminal. Por qué no un filicidio. ”Todos matan lo que aman”.
Sentí que me arrebataba la foto de la mano y volviendo a ponerla en el bolsillo, se encaminaba rápidamente hacia la salida. Las dos mujeres se arrodillaron en mitad de la fila de bancos.
Era tiempo de abandonar el lugar.
La frescura de ese interior se transformó en un puñal de luz que no me abandonó hasta el refugio de un amable bar.