“La máquina de matar de la dictadura fue imperfecta; no lograron matarnos a todos”. La voz de la cineasta y escritora chilena llega desde París para continuar con la batalla por la memoria y contra la impunidad. Carmen Castillo nunca olvidará el asalto perpetrado por la DINA, la policía secreta de Augusto Pinochet, en la casa que entonces compartía en la clandestinidad con su pareja, Miguel Enríquez, máximo dirigente del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario), quien cayó después de horas de combate. 

Embarazada y herida de gravedad por una granada, Castillo sobrevivió y fue expulsada de Chile por la dictadura. Desde Francia participó del movimiento de solidaridad internacional con el pueblo chileno y se vinculó con artistas y pensadores como Gilles Deleuze, Felix Guattari, Daniel Bensaid, Marie Laure de Decker y John Berger, entre otros. “El cine es un regalo del exilio”, suele decir la realizadora de Calle Santa Fe (2007), documental donde narra el compromiso político, el duelo y el destino colectivo de sus ex compañeros del MIR, que se proyectará este viernes a las 20 en la CaZona de Flores (Morón 2453), con entrada libre y gratuita. Esta película será la primera del ciclo de documentales que se podrán ver durante agosto y septiembre, organizado por la editorial argentina Tinta Limón y el Centro Cultural Borges, que incluirá también dos charlas con Castillo, que visitará el país en octubre.

El ciclo se completará con la proyección de La verdadera leyenda del subcomandante Marcos (1995), el viernes 25 de agosto a las 20 en la CaZona de Flores; El país de mi padre (2004), el miércoles 6 de septiembre a las 18 en el Centro Cultural Borges (Viamonte 525); Victor Serge, vivencias de un revolucionario (2011), viernes 8 de septiembre a las 20 en la CaZona (se repite el miércoles 20 a las 18 en el Borges); Aún estamos vivos (2015), el miércoles 13 de septiembre a las 18 en el Borges; Bolero, una educación sentimental (1993), el viernes 22 de septiembre a las 20 en la CaZona; y La flaca Alejandra (1994), el miércoles 27 de septiembre a las 18 en el Borges. La cineasta y escritora participará de una conversación pública en la Feria del Libro de Flores, el sábado 7 de octubre a las 18, donde también se podrá comprar uno de sus libros, Un día de octubre en Santiago (1980), publicado por LOM Ediciones.

-Si el cine es una actividad colectiva, ¿hasta qué punto cuando empezó a filmar sus primeros documentales sintió que el cine era la prolongación de la militancia política en el MIR por otros medios?

-Si bien el cine es una creación colectiva y por eso me lancé con fuerza, siempre supe que no era una prolongación de mi compromiso político militante. La escritura, el cine, no cambian el mundo, no tienen esa aspiración, solamente pueden ayudarnos a pensar ese pasado que no pasa. El cine es una actividad creativa que nunca consideré como militancia. Sí como una enorme posibilidad de permitirme crear una memoria a partir de mi subjetividad, pero aportando a la memoria colectiva en esta lucha contra la máquina de olvidar que fue la dictadura.

-Hay una frase que dijo en Calle Santa Fe que impresiona mucho: “La sobrevivencia es una muerte suspendida”. ¿Continúa pensando lo mismo o filmar ese documental le permitió cambiar su relación con el hecho de ser una sobreviviente?

-En París fueron muy importantes los encuentros que tuve a fines de los 70 con Gilles Deleuze y Felix Guattari. Recuerdo el suicidio de Beatriz Allende y cómo esa fecha, octubre del 77, se cristalizó en esas conversaciones, en esa escucha atenta en la que absorbía una forma de pensar el tiempo y mi propia vida desde la palabra devenir y no en la configuración de un tiempo lineal. Me di cuenta en ese momento de que el estado de la sobrevida era una muerte suspendida y que había que tener consciencia para pasar de la sobrevida a la existencia. Pasar de la sobrevida a la existencia me permitió volver a ser plenamente una militante crítica. Calle Santa Fe surge por el deseo de hacer una película en torno al compromiso político de mi generación en 2002. La pregunta central de esa película es ¿qué precio pagamos por el compromiso político revolucionario? Solo se pueden hacer películas si no vamos a buscar resolver cuestiones que podríamos ligar a terapias o malestares. Una película no es nunca una terapia. Una película es un trabajo muy riguroso y consciente en el cual se trata de estar lo más cerca posible de una verdad íntima.

-“¿Cómo es posible que hayamos podido tener hijos?”, le preguntó a una compañera del MIR. ¿Qué respuesta podría dar hoy a esa pregunta?

-Esa pregunta se la hago a Margarita Marchi, una compañera muy importante en el MIR. Ella responde perfectamente y hoy estoy más convencida que nunca de que nuestro compromiso político revolucionario está del lado de la vida; los revolucionarios aman la vida. No hay nada sacrificial en nuestro impulso. Tener hijos es amar la vida; la revolución la íbamos a ganar a la escala de nuestra vida. No era un movimiento de sacrificio que tuviera la muerte como una aspiración. La muerte era la máquina de matar de las dictaduras, que imponen la lógica de la tortura y la desaparición para aplastar y destruir un sueño real de crear un mundo de justicia donde los iguales se encuentran.

-Quizá en la figura de Marcia Merino, “la flaca Alejandra”, ex militante del MIR que fue salvajemente quebrada y colaboró con la DINA, al punto de haber delatado a Miguel Enríquez y a usted, se condensa la complejidad de haber sido víctima y victimaria a la vez. ¿Cuál fue el principal desafío que enfrentó a la hora de filmar el documental La flaca Alejandra?

-La película fue realizada en 1992 en pleno contexto de impunidad. En Chile no hemos alcanzado ni la verdad ni la justicia plenamente; esa batalla continúa. En el 92 el discurso arrogante de los vencedores y la impunidad imperaban. En ese contexto se da el testimonio de “la flaca Alejandra”, que pide perdón públicamente. En la película -que realicé junto con Guy Girard- enfrentamos con mucha responsabilidad el hecho de que estamos tocando la zona gris de la máquina de matar y estamos acercándonos a tratar de hacer tangible lo que era la lógica de la tortura y la desaparición para aplastar lo más íntimo del corazón de las militantes y militantes. Hace poco leí un texto de mi amigo Diego Tatián, el filósofo cordobés, que escribió a propósito de La flaca Alejandra, y me interesó mucho lo que él extrae sobre la cuestión de si esta película habla o no del perdón. Esta película no tiene nada que ver con el perdón; es un trabajo para intentar visibilizar lo que no se puede ver (ni se sabrá nunca) de esa configuración del mal. La idea es que no nos olvidemos lo que significan estas máquinas políticas de matar que existieron -y que seguirán existiendo de otra manera- para destruir las luchas y el deseo de cambio.