Toda revolución se va de madre y termina siguiendo la vieja ley de las consecuencias no esperadas. La nuestra de 1810 no fue la excepción y terminó creando un estado de guerra de fronteras que duró setenta años. El motor fue algo que los españoles alcanzaron a arrancar pero se hizo realidad después de Mayo, la libertad de comercio. Liberados del monopolio español, los porteños -los de la ciudad y los de la provincia- se encontraron con la rada llena de barcos listos a comerciar. El problema era que sólo les interesaban las carnes saladas y los cueros, y la provincia vieja con frontera en el Salado no podía producir más. Hacía falta más tierra.

Los españoles habían logrado un equilibrio en la frontera con los indios mezclando palo y zanahoria, pero con la idea de que había que convivir. Las primeras naciones estaban asentadas numéricamente más en la Pampa y que en la Patagonia por las mismas razones de clima y economía que mantienen ese desequilibrio hoy en día. Blancos y mapuches eran vecinos y pese a las regulares incursiones, la vecindad se mantenía. España no tenía ni el interés ni la fuerza en empujar, y los mapuches lo sabían.

Pero la Revolución cambió esta dinámica y le agregó un poderoso motor económico, con lo que empezaron las incursiones de blancos arreando ganado, tomando muchas leguas y construyendo casas. Nacían las estancias, y el comienzo fue tan desordenado que muchos colonos terminaron a los tiros peleando por la misma tierra. En ese reparto violento hubo una excepción, la de uno de los personajes más extraños de la época.

Francisco Hermógenes Ramos Mexía, como se escribía entonces, fue el tercer hijo del enriquecido y politiquero Gregorio, un sevillano ingenioso que llegó al virreinato en 1761 y sirvió en el Cabildo casi cuarenta años. Su posesión más preciada fue la estancia Los Tapiales, que sobrevive en la toponimia del conurbano y que dio origen a la localidad de Ramos Mejía. Gregorio se casó con María Cristina Ross, descendiente de escoceses. Francisco nació en 1773 y desde chiquito se mostró distinto a sus hermanos y padres, todos sociables, politiqueros, gregarios. A Paquito le gustaba el campo, andar solo, leer la Biblia y estudiar latín.

Adolescente, se mudó bien a la periferia de la ciudad -apenas unos kilómetros, por aquel encontes- y abrió una pulpería y panadería. Cuando su padre murió, en 1804, resultó natural que se encargara de administrar la estancia familiar. Chusco como era, hizo un buen casamiento con María Antonia de Segurola, de buen pasar y prima del cura Segurola que trajo la vacuna antivariólica al virreinato. Se dedicó a engordar las vacas, hacer hijos y leer... hasta que llegó la Revolución.

Ramos Mexía sabía de economía agraria y fue de los primeros en mudarse a campos nuevos del sur. En 1811 se detuvo en Marilhuincul, las Diez Lomas, cien kilómetros al sur del Salado en lo que hoy es el partido de Maipú. Francisco hizo algo absolutamente inédito, asombroso: reunió a los loncos locales y les ofreció comprarles setenta leguas de tierra a catorce pesos oro la legua. Los caciques no podían creer que un huinca reconociera que la tierra era de ellos y la pagara en lugar de tomarla como si no hubiera nadie. Le aceptaron el dinero y decidieron observarlo.

El flamante estanciero le puso Miraflores a su nueva propiedad. Enseguida llegaron su mujer y el bebé Matías, de un año. Y enseguida empezaron las cosas raras. Cada indio curioso que pasaba era bien recibido con algo de comer y un lugar para dormir, igual que un gaucho o un viajero gringo. Quien quería un trabajo lo tenía, con igual paga para todas las razas y orígenes. La parte aburrida era que en Miraflores no había ni alcohol ni sexo fuera del matrimonio, y se prohibían los juegos por plata, un puritanismo excepcional en el lugar y la época.

A Ramos Mexía le estaba saliendo un puritano de adentro, y los loncos empezaron a tomarle confianza. Era un hombre que no sabía mentir, que resolvía las cosas siempre por las buenas y los trataba como personas, algo rarísimo. Miraflores pasó a ser un espacio respetado donde nunca faltó una vaca y el estanciero hacía cosas como "olvidarse" por ahí un rebenque de plata a ver qué pasaba. Siempre se lo devolvían, con alguna broma sobre lo distraído que era.

Lo otro que le estaba saliendo a Ramos Mexía era el predicador. El patrón decretó que el día de descanso fuera el sábado y que ese día él predicaba. Con lo de prohibir el sexo extramarital, terminó oficiando casamientos y bautizando chicos, todo muy a su manera y sin cura alguno. Los curas de la época sufrían la misma crisis revolucionaria que la economía, y la indisciplina era enorme. Los curas de campaña terminaban medio como el fraile Tuck de Robin Hood, pero con una ristra de hijos...

¿Qué predicaba el estanciero? El milenarismo, la vieja doctrina de que Cristo volvería a la tierra y reinaría con los justos por mil años, antes del fin de la creación. Esto es canónica y confusamente descripto en el Apocalipsis, pero la Iglesia católica le bajó el piné hacia la Edad Media, tal vez por cansancio de tanto predicador anunciando que se venía sin que pasara nada. Fueron los protestantes los que rescataron la doctrina y un jesuita extraño, Manuel Lacunza, que pasó años escribiendo un libro que sería inesperadamente una de las bases de iglesias como la anabaptista. Ramos Mexía había leído el libro.

Comenzaron a circular historias de las extrañas costumbres de Miraflores, pero no pasó nada. Estaban en medio del campo y era costumbre que los patrones hicieran cosas raras. Al final, Rosas terminó fundando un regimiento por darle ropa de trabajo roja a sus empleados... Ramos Mexía hasta fue mediador en 1820 en un tratado de paz con las primera naciones por la simple razón de que los loncos no querían negociar si no estaba él, el único al que le tenían confianza.

Apenas firmado el tratado, llegó al vecino fuerte de Kaquel un exiliado político, el notorio Padre Francisco de Paula Castañeda, franciscano, activista y periodista zumbón. Otro producto de la anarquía interna de la Iglesia durante la Revolución, Castañeda había sido un activista anti realista y un precursor de nuestro humor político con su increíble periódico El Desengañador Gauchipolítico, que escribía él solito. Libres al fin, Castañeda se dedicó a criticar con acidez e ironía a cuanto gobierno subiera y bajara, hasta que el gobernador Martín Rodríguez se hartó y lo exilió. Y le prohibió escribir ni siquiera una carta.

Castañeda en medio del campo, rodeado de milicos, deprimido, hasta que oyó hablar de Ramos Mexía y su curioso shabat. El estanciero, a todo esto, estaba convirtiendo cientos de paisanos a su rama religiosa, incluyendo algunos de los militares que cuidaban el fortín. El curita guerrero se encontró con que sí había algo que hacer en esos andurriales y empezó a predicar contra el "peligroso heresiarca" del sur. También mandaba cartas contando las "barbaridades" en Miraflores, que se publicaban en la capital de la provincia. La paisanada se empezó a dar vuelta y a llevarle los hijos a Castañeda, que al final era cura "de verdad", para que los bautice. Ramos Mexía terminó reclamando airadamente que lo echaran, pero no le llevaron el apunte.

El fin fue por el fracaso del tratado de 1820. Para fines de año hubo una enorme incursión contra Lobos, que terminó con el pueblo quemado, miles de vacas y caballos arreados, y unas cuantas cautivas. Días después se repitió el malón en Salto, con resultados similares. El gobierno algo tenía que hacer y Martín Rodríguez se puso a la cabeza de una columna de caballería rumbo al sur. De varios lados le avisaron que las incursiones habían venido desde el oeste, no del sur, y que el organizador de los malones era el chileno José Miguel Carrera, que ni indio era. El gobernador se fue al sur y terminó desbaratando la única sección de la frontera que estaba en paz.

Los loncos Anepán y Ancafilú usaron la misma estrategia de los rusos con Napoleón, y se retiraron. Los blancos se alejaron de todas sus bases y para cuando los hombres de lanza los atacaron apenas zafaron. Se retiraron de vuelta a la frontera, anunciando un triunfo y una lección al salvaje. Martín Rodríguez había hecho un papelón y decidió buscarse un chivo expiatorio, con lo que Ramos Mexía fue acusado de ser cómplice de los maloneros porque en su estancia había mucho indio que pasaba información a los loncos. Por orden del gobernador, todos los indios de Miraflores y sus familias debían ser trasladados de inmediato y bajo custodia militar.

Hizo falta todo el carisma del predicador para que los paisanos aceptaran la idea sin rebelarse. Desarmados y con los chicos al hombro, empezaron el camino al fortín. Ramos Mexía hizo el mismo camino al día siguiente y lo encontró bordeado de cadáveres. El estanciero protestó a los gritos, pero Martín Coronado le dio una semana para abandonar su estancia y presentarse en Buenos Aires. El encargado del caso fue el joven ministro de gobierno Bernardino Rivadavia, que examinó la causa, no encontró de qué acusarlo pero, lector de Castañeda, le prohibió terminantemente volver a predicar.

Francisco Ramos Mexía se asentó de nuevo en Los Tapiales. Se murió cuatro años después, a los 52, sin haber predicado de nuevo.