En la película Todo el mundo quiere a Jeanne, de Céline Devaux, una mujer deambula por el departamento de su madre, muerta hace un año, con el objetivo de vaciarlo y venderlo. En cambio, duerme, hace fiaca, se cuestiona su tiempo perdido, no logra desarmarlo. En un momento se sorprende con el hallazgo de algunos libros de literatura erótica en la biblioteca. Otro día elige salir a caminar porque el día está soleado y hace bien tomar vitamina D o tener sexo con un ex al que casi desprecia. De pronto da con ese saco blanco, mullido, guardado en el placard y se lo pega a la nariz y a la cara entera para oler a madre. Luego encuentra unas sandalias tejidas al crochet que todavía tienen una curita adherida en la zona del talón para que no lastime. En ese momento, ella que se ha mostrado bastante cínica e imperturbable, se emociona, se deja arrastrar por el llanto.
Parece un poco absurdo que las lágrimas broten por unas sandalias. Me quedo pensando en cómo la emoción tiene esa capacidad de asaltarnos en momentos o situaciones inesperadas. Hay situaciones en las que ya sabemos que vamos a emocionarnos, en mi caso me pasaba siempre en los actos escolares de mis hijos aunque todavía no termino de entender por qué. En los últimos tiempos, a mi mamá le pasaba cuando me veía llegar a su casa, subir el auto a la vereda, tocarle bocina para que abriera el portón del garage. Ella me decía que no entendía lo que le pasaba. No era capaz de decirme que estaba contenta de que estuviera ahí. Tal vez a las personas reservadas les cuesta más aceptar que una emoción puede aparecer sin pedir permiso y sin que sea posible controlarla. No lo sé.
Como Jeanne, yo deambulé por su casa buscando algo, el secreto de mi madre, durante varios meses después de su muerte. Como Jeanne, encontré cosas que no esperaba.
Me traje muchas con miedo a verme como una freak por llevar objetos de mi madre. Ahora estoy usando una cartera de cuero marrón que no se gasta ni se rompe. A veces me pongo un pulover, un perfume. Y ya no me preocupa lo que pensarán de mí. Ahora lo que pienso es qué pasará cuando todo lo que era de ella se rompa, se desintegre, no exista más. Eso rumeaba por estos días. Como si tener sus cosas tuviera la capacidad de hacerla presente.
Mi hijo menor, que tiene dieciséis y me lleva una cabeza, suele usar unos tenedores chiquitos, como de postre o de bebés. Yo no entendía por qué los prefería; pensaba, con mi psicología barata, que quería seguir siendo chico. El otro día se lo pregunté y me dijo que los usa porque son de la abuela. Y sí, me emocioné. Esa es su manera de traerla consigo.
Yo no estoy segura de que fueran de ella, pero prefiero que él siga creyendo que es así.
Cuando hablamos de seres queridos que ya no están podría pensarse que es fácil emocionarnos, algo que no necesariamente es así, aunque podríamos acordar que es más sencillo que en otras circunstancias. Pero también puede aparecer la emoción en otras situaciones; cuando alguien a quien querés te recuerda lo que tuvieron juntos. Vos ya no querés volver a ese momento, ya no querés repetir esa pareja, pero cuando él la nombra con palabras amorosas te sorprenden unas ganas incontenibles de llorar. No estás triste, no. Estás conmocionada. No entendés por qué. ¿Qué hacer con eso que no se deja controlar? Capaz no hay que hacer nada. Tal vez hay que dejar que se escurra. Puede ser que venga a recordarte que no podés controlarlo todo. Tampoco el amor que se te ofrece y el que no. Quizás llorás por el recuerdo del amor romántico que ya no es. O lagrimeás porque “las narrativas del amor suelen ser también las que generan los efectos fatales de la normatividad” como recuerda Cecilia Macon en Pretérito indefinido. Afectos y emociones en las aproximaciones al pasado. O llorás porque sos mujer, dirían tus hijos. A ellos todavía les divierte que llores por todo.
En La política cultural de las emociones, Sarah Ahmed dice que las emociones han sido consideradas inferiores a la razón; y asociadas a las mujeres, también consideradas inferiores por dejarse dominar por éstas; así como al cuerpo, ubicado del mismo lado de lo inferior en ese binomio de opuestos con que se organiza el pensamiento occidental. “Las emociones están vinculadas a las mujeres, a quienes se representa como ‘más cercanas’ a la naturaleza, gobernadas por los apetitos, y menos capaces de trascender el cuerpo a través del pensamiento, la voluntad el juicio”, explica. Dice que hay también jerarquías entre las emociones. Hay algunas consideradas buenas y otras malas, apropiadas y no. Desde este punto de vista, las emociones trascienden la psicología individual, son también prácticas sociales.
Todo el mundo quiere a Jeanne habla de eso también. Un excompañero de la escuela, que ella apenas reconoce, le dice que cuando él llegó a la secundaria todo el mundo la quería, lo que significaba en realidad que todos los varones querían salir o tener algo con ella. Jeanne parece no recordarlo ni le importa. Lo que ella busca es algún signo del amor de su madre entre sus cosas. La madre se le aparece por las noches porque tiene que explicarle algo, dice. Pero ese mensaje no llega. Mientras vivía, la madre nunca le dijo que la amaba. Cuando decae, cuando se siente triste, Jeanne googlea “perro muy grande siendo amable con un bebe”, y hace click en el video que le devuelve el buscador: un perro tipo Golden hamacando a un bebe en una cunita, con música melosa como marco. Por un instante esa imagen estereotípica de lo que debe enternecer, la conmueve, pero no le dura mucho.
En una revista que encuentra en el baño, Jeanne halla el secreto menos pensado: recortes de noticias sobre ella y el proyecto ecológico que le había dado fama. Ese fue tal vez el mayor gesto de amor de su madre. Seguirle la carrera aun sin decirle nada. Pero Jeanne no termina de creérselo. No significa nada, se dice, le gustaba guardar de todo. Cajas, bolsas, adornos. Se lo dice con las sandalias tejidas puestas mientras camina hacia el amor que sí le corresponde.
Leí alguna vez que nunca una madre es la que una hija necesita.