El asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio conmueve e indigna. No existe descripción alguna que defina el dolor que carcome en estas horas a su esposa, hijas y demás familiares, así como a sus partidarios y simpatizantes políticos. Porque nadie debe morir por acción o mano criminal alguna. El aniversario por la Declaración de la Independencia ecuatoriana se ha transformado en un acongojante luto nacional que demanda de justicia y de verdad, pero también de honestidad en todas las fuerzas políticas.
En términos estadísticos, la muerte de Villavicencio se suma a la lúgubre cifra de homicidios intencionales que ha ido in crescendo durante los gobiernos de Lenín Moreno y de Guillermo Lasso. En menos de seis años, los asesinatos se quintuplicaron de 5,8 (2016) a 26,5 (2022) homicidios por cien mil habitantes. La línea de este crecimiento letal adquirió más verticalidad desde que Lasso llegó a la presidencia en 2021. Y, siguiendo esta horrible tendencia, todo indica que los homicidios dolosos alcancen cifras récord a finales de este año.
La mayor característica del gobierno de Lasso -si se le puede llamar gobierno- es el aumento sin frenos de la inseguridad y de la violencia criminal. En otras palabras: la desprotección estatal de la vida de sus propios ciudadanos. Se trata de una cifra que ha trascendido de las prisiones hacia las calles; por ende, que no distingue entre ‘buenos’ o ‘malos’, en especial frente a la insensata narrativa oficial que había encapsulado a sus víctimas como “conflictos entre bandas”. Aquel enunciado careció de representación y sustento judicial alguno, puesto que la mayoría de las personas asesinadas no tienen ninguna relación con el crimen organizado. Simplemente, en Ecuador cualquiera puede ser asesinado.
El homicidio de Fernando Villavicencio es tan relevante como el de cada una de las personas asesinadas dentro de la ola de violencia agudizada en estos últimos dos años. Todos los muertos tienen derecho a la justicia; subsecuentemente, sus muertes deben ser esclarecidas y sancionadas de forma oportuna y eficaz. Pero este crimen tiene una cualidad y circunstancia particular: se perpetró contra un candidato presidencial en pleno proceso de campaña electoral. Semejante a los asesinatos de Luis Carlos Galán en Colombia en 1989 y de Luis Donaldo Colosio en México en 1994, el homicidio de Fernando Villavicencio se ejecuta ante la vista de sus partidarios. De este modo, Ecuador terminó de inaugurar la violencia a gran escala.
El asesinato de Villavicencio despierta algunos interrogantes criminológicos y jurídicos. En primer lugar, porque había sido amenazado varias veces por las organizaciones criminales que están aterrorizando al país. Paradójicamente, al igual que el asesinato cometido apenas un par de semanas antes contra el alcalde de Manta, Agustín Intriago, el homicidio contra Fernando Villavicencio se realizó teniendo también “protección” policial. Sin importar la presencia de uniformados, ambos actores políticos fueron asesinados.
A pesar de la información y de las denuncias presentadas por Villavicencio ante la Fiscalía General del Estado, cabe entonces preguntarse: ¿qué tipo de inteligencia practicó la policía para detectar los niveles de riesgo, interrumpir las amenazas y promover la persecución de los culpables?, ¿por qué no funcionó el esquema de seguridad?, ¿por qué dejaron que Villavicencio salga por la entrada principal y suba a un vehículo no blindado?, ¿por qué impidió la policía el ingreso de sus familiares a la necropsia? Y, más grave aún, ¿cómo es posible que haya sido baleado bajo custodia policial el único sospechoso capturado con vida tras el asesinato de Villavicencio?
En segundo lugar, Villavicencio no solo había denunciado las amenazas de “Los Choneros” contra su propia vida, sino también la presencia del crimen organizado en la policía. Era partidario de la urgente depuración de esta agencia, principalmente a partir de las declaraciones del Embajador de Estados Unidos sobre la presencia de “narcogenerales” en el Estado. Por ello, según Villavicencio, Ecuador se habría convertido en un Narcoestado. Pero el discurso de campaña de Villavicencio no se diferencia radicalmente de ninguno de los de sus contendores. Todos los candidatos mantienen en ese sentido un mismo objetivo común: luchar contra el crimen organizado para devolverle la seguridad a los ciudadanos.
Lasso termina su ineficiente gobierno con la muerte de miles de ecuatorianas y ecuatorianos, con un Estado que ha devenido en fallido. Sus reiterados decretos de Estado de excepción -el nuevo, por 60 días- son tan estériles como su política de seguridad. Sus mensajes en televisión se han convertido en obituarios que laceran la memoria y el corazón de los familiares de las personas asesinadas.
Pero la escena del crimen aún está fresca para esgrimir conjeturas e hipótesis. Hasta tanto, el asesinato de Fernando Villavicencio puede ser usado como una maniquea propaganda política por parte de la extrema derecha ecuatoriana. Al haber sido Villavicencio un furibundo opositor del correísmo, llegando a promover el polémico fallo que condenó a Rafael Correa y Jorge Glass dentro de un caso que se inscribe típicamente como lawfare, el ambiente electoral podría verse manchado por mensajes y oscuras insinuaciones sobre su muerte. Con cerca del 40% en la preferencia de votos, la candidatura del único binomio progresista, Luisa González y Andrés Arauz, podría verse ensuciada por acusaciones que, si bien carecerían de un sustento jurídico válido, pueden trascender en la toxicidad de las redes sociales. En las declaraciones de los demás candidatos podría estar la pista de este abominable enigma politiquero.
El asesinato de Fernando Villavicencio eleva el nivel de la inseguridad y del crimen organizado en Ecuador. Lesiona gravemente nuestra democracia porque amenaza a cualquier persona que se atreva a poner en cuestión la existencia de formas de connivencia criminal. Todos los candidatos corren peligro en ese sentido. Sus recorridos y campañas deben ser protegidos tanto por el Estado -o lo que queda de él- como por la ciudadanía.
Fundamentalmente, quienes defienden la democracia no deben desviarse del camino del Estado de Derecho. La violencia del crimen organizado no se la reduce con pax mafiosa (Narcoestado) ni con detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales (terrorismo de Estado). Que el repudiable crimen contra Fernando Villavicencio no sea el pretexto para desfigurar la constitucionalidad cabalgando sobre posiciones criptofascistas. Tampoco para perpetuar el vaciamiento de la estructura social; ahí donde radica la causa final del crimen y de la violencia. Para salir de esta pesadilla, hay que llegar a la verdad y quitarle la base social al narcotráfico.
Jorge Vicente Paladines es profesor de la Universidad Central del Ecuador. Autor de “Matar y dejar matar: las masacres carcelarias y la (des)estructuración social del Ecuador”, El Siglo, Quito, 2023