Hace exactamente una semana, el domingo 13 de agosto, se cumplieron 56 años del emplazamiento del ladrillo angular en el mayor monumento simbólico construido durante los años de la Guerra Fría, conocido en su lugar de origen como Berliner Mauer. Esa “pared antifascista” –según la definición de sus impulsores y constructores– de más de 150 kilómetros de extensión dividiría en dos mitades a la capital alemana hasta su caída (simbólica y literal) en 1989, aislando durante casi tres décadas a la porción occidental de Berlín, ubicada geográficamente dentro de la República Democrática Alemana. Una placa al comienzo de Atómica, el largometraje de David Leitch que se estrenará en nuestro país dentro de un par de semanas, resume la clausura de ese período de la siguiente manera: “En noviembre de 1989, luego de 28 años, el Muro de Berlín cayó, dando fin a la Guerra Fría”. De inmediato, un trazo de grafiti digital tacha con una cruz los fríos datos históricos, para rematarlos con otra pintada: “Ésta no es esa historia”. ¡Como si hiciera falta aclararlo!: la película, protagonizada por una Charlize Theron en estado de híper estilización, está muchísimo más cerca de los relatos de espionaje pulp de los años 60 que de cualquier abordaje anclado en una u otra acepción posible de las realidades y contextos históricos. En ese ambiente de bipolaridad política flota una densa capa retro chic unida a un distinguido toque noir, presente en cada viñeta de The Coldest City, la novela gráfica de Antony Johnston y Sam Hart (responsables de la historia y los dibujos, respectivamente) en la cual está libremente basada. Pero ¿cómo transformar una historieta que hace de los claroscuros crudos y del espacio negativo una parte primordial de su estilo en una caleidoscópica explosión de colores primarios, un festín de luces de neón a punto de sobrepasar el límite de la saturación? ¿Cómo reconvertir un relato conciso y punzante, de diálogos breves y escasos espacios de transición, en una nueva aproximación occidental al cada vez más ubicuo cine de artes marciales? ¿Qué elementos privilegiar a la hora de crear las diversas capas sonoras de un material originalmente silente?
Las respuestas son más que obvias al ver y escuchar Atomic Blonde (las razones de la desaparición del término “rubia” en el título local resultan inimaginables), un film reluciente, despampanante y orgullosamente vacío, un objeto de diseño sin más pretensiones que la visceral explotación de las superficies: las de los cuerpos, los rostros, las armas, los vehículos, los espacios, los edificios y bares de una de las ciudades más cinematográficas del mundo. “Había algo en esa mujer, Lorraine Broughton, que realmente encendió ciertas cosas en mí. No sé bien por qué, no sé si puedo articularlo”, afirma Charlize Theron, protagonista absoluta y, a la vez, una de las productoras de la película, en la entrevista promocional distribuida a la prensa. “Hay algo en su viaje emocional, en sus deseos de sobrevivir, que me interesaba. Y David Leitch tenía una idea muy clara respecto de cómo debería verse la historia en la pantalla, una manera al mismo tiempo refrescante y provocativa. Incluso incómoda. En ese momento supe que era la persona adecuada para dirigirla”. Más allá de la cualidad algo formateada de las aseveraciones, resulta claro que este proyecto diseñado alrededor de la figura de Theron –la actriz nacida en Sudáfrica hace 42 años que ha sabido alternar proyectos muy personales con producciones destinadas a la masividad y títulos de temáticas relevantes y/o de prestigio con relatos rabiosamente populares– no pensaba pasar desapercibido. Atómica tendrá mucho menos alcance y alcurnia que la reciente Mujer Maravilla, pero la heroína titular no se queda atrás en su posición de mujer independiente, segura de sí misma, físicamente poderosa y emocionalmente estable (teniendo en cuenta, en particular, las dificultades que le toca en suerte superar). “Lorraine es una persona que, fundamentalmente, es muy buena en su trabajo. Y no le estamos recordando constantemente a la audiencia que es una mujer, que puede tener hijos, que debería sentirse encariñada con ciertas cosas por el simple hecho de serlo. Lorraine es tan buena como un hombre en lo suyo. Me siento orgullosa de poder representar en pantalla a alguien como ella, sin recordarle al público cada cinco minutos que tiene senos”.
Misión imposible
Paradójicamente, luego de una breve introducción en Berlín, la primera imagen de Broughton/Theron, ya de regreso en Londres, es de su cuerpo desnudo, herido y magullado. La excusa: un baño de inmersión en agua helada, cubitos flotadores incluidos. Aparentemente, esa es la mejor preparación física y psicológica posible para una declaración jurada ante su jefe en el MI6 –el famoso servicio secreto del Reino Unido– y un enviado especial de la aún más famosa CIA. Personajes interpretados a cara de perro, respectivamente, por Toby Jones y John Goodman, dos rostros reconocibles en un film que regala varios guiños para el cinéfilo, incluida una brevísima aparición de la alemana Barbara Sukowa, como una médica forense tan fría como el gélido ambiente de la morgue en el que recibe a la espía inglesa. Narrada en una sucesión de flashbacks que regresan una y otra vez a la habitación donde tiene lugar la reunión informativa (un recurso narrativo tipificado por el policial negro), con los rostros cada vez más desconfiados de Jones y Goodman –observadores de cada movimiento y oyentes con pinzas quirúrgicas de las palabras de la súper espía–, la historia se traslada hacia al pasado reciente, siete días antes, al comienzo de la aventura. La misión de la rubia atómica, de aceptarla, será viajar a Berlín y, en un plazo no mayor a una semana, contactar a un colega (interpretado por el escocés James McAvoy), descubrir quién mató a un miembro secreto de la MI6 y recuperar una lista de dobles agentes que, de caer en las manos equivocadas (léase, la Stasi, la KGB o cualquier espía independiente con deseos de fama, poder y/o dinero) podría poner en peligro el orden mundial. Todo ello en el explosivo marco histórico de noviembre de 1989, con los ladrillos en la pared cercana y el cemento que los une en estado de suma fragilidad.
Durante la secuencia de títulos, tal vez como dedicatoria sonora a la memoria de David Bowie –y anticipo de una filiación consciente con el cine de Quentin Tarantino–, suena durante un par de minutos la versión original de “Cat People (Putting Out Fire)”, que ya se escuchaba en la secuencia climática de Bastardos sin gloria y, previamente, bajo las intenciones originales, en la remake de La marca de la pantera, dirigida en 1982 por Paul Schrader. Unos minutos antes, mientras un agente es perseguido y asesinado con la más fría de las sangres corriendo por las venas, llega el golpeteo rítmico de “Blue Monday”, el himno marchoso creado por New Order luego de la desintegración de Joy Division. De allí en más, y hasta el último plano de la película, la banda sonora de Atómica funcionará como una imparable fonola virtual de grandes éxitos y temas no tan secretos del pop internacional y alemán de los años ochenta. Según afirma Leitch en una entrevista con el medio especializado Hollywood Reporter, “al leer el guión decidí de inmediato escribir una lista de canciones que me hablaran a mí. Y luego de tomar el desafío de transformar ese mashup de cultura popular en algo comercial y divertido, el primer instinto fue confiar en la música de los años 80. La música te transporta de inmediato, de una forma emocional y psicológica. Armé una playlist y comencé a hacerla sonar una y otra vez, en la camioneta en la cual buscábamos locaciones y en los sets, y luego trasladé esas canciones específicas al guion. Al llegar a la instancia del rodaje, los temas sonaban durante la filmación de las secuencias, de manera que, por ejemplo, sabíamos cómo iba a ser la edición de cinco planos con ‘Der Kommissar’ sonando de fondo. Fue algo muy planeado y, por momentos, cercano conceptualmente al videoclip”. El famoso tema de Falco es apenas uno más en la veintena de canciones que atraviesan el film y se lo escucha en una poco transitada versión en inglés. Por el contrario, los 99 globos de Nena atraviesan los parlantes en estricto alemán. Nunca sonará “Atomic”, de Blondie. La referencia era demasiado obvia.
A la hongkongesa
Vodka Stoli on the rocks, pide la rubia en los bares de Berlín, lugar de encuentro con aliados que pueden no ser otra cosa que enemigos encubiertos, con hombres y mujeres que podrían convertirse en ocasionales amantes o eventuales homicidas. De esa manera, Atómica también se da un paseo por el universo bondiano, reemplazando las normas de etiqueta estrictamente heterosexuales por un lesbianismo de ocasión que algunos imaginarán políticamente incorrecto (difícil escapar de la “mirada masculina”) pero que también puede ser leído como todo lo contrario. Abandonando al mismo tiempo la sofisticación y circunstancias del bon vivant empedernido por una estética de la sordidez cool. Con su rubio original o luciendo peluca castaña, enfundada en pantalones ajustados o bajo un elegante vestido de noche, Lorraine Broughton sobrevive –a lo largo de poco menos de dos horas– a todas las patadas, puñetazos, cuchillazos y disparos infligidos por no menos de medio centenar de enemigos, desparramados a lo largo de una serie de secuencias de acción física con telones de fondo tan diversos como un claustrofóbico departamento berlinés, una sala de cine en Alexanderplatz (donde, icónicamente, se proyecta Stalker, de Andréi Tarkovski) o una multitudinaria marcha de protesta. En Atómica, la preferencia de lo real por sobre cualquier manipulación digital es ostensible. Y no es casual: Leitch creció y maduró en el ambiente de los stunts, los dobles de riesgo, y su filmografía en ese departamento es tan extensa como variada. Se afirma que Theron realizó una parte sustancial de sus escenas de lucha (al menos, los momentos menos peligrosos de las mismas) y esa cualidad casi táctil de los movimientos es una de las cartas más potentes de la película.
El estilo es fácilmente reconocible y rastreable, según confirma el propio realizador en otra entrevista con el periódico New York Times: “Viene de años de mirar el estilo del montaje de maestros del cine de Hong Kong, como Jackie Chan o Yuen Woo-ping. A eso nos referimos cuando decimos ‘hey, filmemos a la hongkonesa’. No utilizamos múltiples cámaras para registrar la acción. Elegíamos una sola cámara y la disponíamos en los lugares específicos que funcionaban mejor para los tres o cuatro movimientos que queríamos capturar. Y luego cambiábamos la perspectiva. Es casi como rodar en continuidad e ir editando virtualmente, cada ángulo de cámara con un propósito específico”. La secuencia de acción central de la película, sin embargo, fue filmada en un largo plano-secuencia (quizás dos o tres, en realidad, ya que parece haber alguna clase de sutura artificial) y vuelve a recuperar algo que, en el cine de acción de Hollywood, parece haberse perdido casi para siempre: el vértigo de aquello que no se siente animado por unos y ceros digitales. Más allá de esa inspiración Made in Hong Kong, en más de una escena puede adivinarse la presencia del espíritu de Seijun Suzuki, el gran realizador japonés que Leitch parece homenajear en un breve paseo de siluetas a contraluz (la imparable máquina creativa de Suzuki, huelga decir, también fue elegida por Tarantino como fuente para beber ideas, en particular para el díptico Kill Bill). Así, con un ojo en compota y algún que otro hueso a punto de quebrarse, piloteando autos de forma magníficamente temeraria a uno y otro lado de la frontera, preparando el terreno y anticipando posibles traiciones aquí y allá, mirándose al espejo no tanto por vanidad como para seguir reconociéndose, la enigmática y bella criatura reencarnada en el cuerpo de Charlize Theron recorre una Berlín tan artificial como las dobles, triples o cuádruples identidades que todo espía de fantasía que se precie de serlo debe llevar a cuestas. Como una pesada carga, claro está, pero también como parte esencial de su quebrada personalidad.