Recuerdo todo lo ocurrido ese último fin de semana y es como si estuviese mirando un video que alguien editó mientras yo no estaba presente. Lo vi tantas veces, buscando el momento para poner pausa e insertar otra secuencia de eventos. Sé con seguridad que no soy la única persona que se siente así, que pierde el tiempo preguntándose “qué hubiese pasado si...” y comete el error de creer que existe una única acción que podría haber salvado la vida de Ian. Ahora agradezco que haya muerto en casa y no durante la gira por Norteamérica. La revista Select citó las siguientes palabras de Tony Wilson: “La muerte de Ian Curtis fue lo peor que nos sucedió en la vida. Si sólo hubiese vivido unas 36 horas más y viajado a Estados Unidos...” En realidad, Ian veía ese viaje con cierta aprensión. Tenía miedo de la reacción que pudieran tener los norteamericanos de algunos estados frente a su epilepsia y, además, volar en avión le producía terror. Deseaba viajar en barco, pero sólo me lo mencionó a mí, ya que sabía que era una idea irracional e imposible de llevar a cabo. Yo creo que no tenía ninguna intención de ir a Estados unidos. Y si hubiese ido, dudo mucho de que el hecho de “estar allí” hubiera evitado su suicidio.
Ese fin de semana estuve particularmente ocupada. El viernes tuve la típica noche de baile en el bar, el sábado a la tarde había una recepción y esa misma noche se hacía la fiesta de los recién casados. Me venía bien la posibilidad de ganar más dinero. Pero Ian llamó de la nada y anunció que volvería “a casa” ese sábado, ya que el lunes viajaba. De esa semana, el domingo era el único día que yo no trabajaba. Si bien sentía cierta reticencia a volver a verlo, pensé que quizá él tuviera ganas de hablar. No estoy segura de que Ian entendiera por qué trabajaba de moza en un bar. El estilo de vida de las estrellas de rock que viajan en avión a Estados Unidos para ganarse la vida estaba muy alejado de la existencia que yo había llevado todo ese año.
El viernes 16 de mayo trabajé en la barra del pub hasta después de la medianoche. También trabajé el sábado a la hora del almuerzo. Dormía en casa de mi madre porque Natalie estaba ahí. Durante mi break vespertino, aproveché para descansar y después fui a casa para encontrarme con Ian antes de volver a trabajar por la noche. Le expliqué cuál era mi situación laboral y que Natalie dormiría esa noche en casa de mis padres. “¿Por qué no la trajiste?”, me preguntó. “Va a estar bien conmigo”. Intenté razonar con él. Su pedido parecía muy simple, pero ya no confiaba en él. Al final, mi madre decidió y exigió que Natalie se quedara con ella. Ian dijo que quería hablar conmigo, así que le prometí que volvería a casa después del trabajo.
Ese día se casaba la hermana de una amiga, por lo que en la recepción había mucha gente que me conocía y me preguntaba cómo estábamos con Ian. Yo asentía y sonreía: todo estaba bien, sí, todo estaba excelente. Quería mantener la farsa a toda costa ya que no me parecía pertinente contar en medio de los festejos de un casamiento que mi matrimonio había fracasado. Junté vasos, evité piernas que se estiraban y esquivé brazos que se agitaban, mientras me dolía el cuerpo y me estallaba la cabeza. Muy temprano esa mañana, Ian había estado mirando Stroszek de Werner Herzog en la casa de Barton Street. Cuando llegué, estaba por terminarse una gran jarra de café y se estaba sirviendo otra taza de esa mezcla oscura y espesa. Me pidió que anulara el divorcio, pero yo le retruqué que para la mañana siguiente él ya habría cambiado de parecer. No hablamos de amor esa noche. La última vez que lo hicimos fue cuando me confesó que ya no me amaba. Me dijo que había hablado con Annik esa misma tarde. Su relación seguía muy viva, y yo empecé a sentirme profundamente cansada. Nuestra conversación siempre giraba en torno a lo mismo, sin llevarnos a ningún lado.
Ian temía que yo conociera a otro hombre mientras él estuviese de viaje. A medida que se volvía cada vez más irracional, me convencí de que buscaba provocarse un ataque epiléptico, así que le ofrecí pasar la noche con él. Fui a lo de mis padres para avisarles que me iba a quedar con Ian, pero cuando volví a casa él ya había cambiado de opinión. Ahora quería quedarse solo. En su casa no había signos de que fuera a tener un ataque. Me hizo prometer que yo no volvería a casa antes de las 10 a.m., la hora en la que salía su tren hacia Manchester. Si hubiese sido cualquier otra noche, probablemente me habría quedado a discutir con él, pero estaba exhausta y aliviada de que me dejara ir.
Manejé mi Morris Traveller por Bond Street. Ian estaría bien, siempre estaba bien. Había pasado demasiadas noches a su lado. Era hora de que me ocupara de lo más importante.