Me levanto a los tropezones y me doy de lleno la cabeza contra un mueble. Menos trasnoche, menos música, menos creerme que no me van a poder voltear si sigo en movimiento escribiendo canciones hasta el amanecer. Sobre la repisa, la foto de casamiento de mis viejos. Ella está retocada, blanca, con el pelo renegrido; él pinta de galán flaquito, bigote prolijo. 

Pienso cuando fue joven. Mi papá fue arrasado por el vértigo de los 60 sin entenderlo bien. Lo atravesó con un pie parado en el salón de baile adobado con kerosene y aserrín, perfumado después con lavandina, y el otro en las baldosas de su casa, melenudos bailando en patas, collares femeninos en cuellos viriles y música moderna. Llegó un día, se encontró con un "asalto" que había organizado mi hermana quinceañera y ya nunca más saldría de su habitación hasta la noche. 

Pitaba mirando el techo de vigas con el ventilador rabiando por la vejez anticipada pegándole en los riñones. Sufría el calor, el ruido y las preguntas. Su mundo ideal –creo– estaría sustentado por un clima templado, selvas donde pudiera cazar para comer y ningún humano cerca. ¿En qué momento armó ese molinete con aspas no reversibles que expoliaba el humo de la infelicidad lejos; ese campito de brillos, las pantorrillas de mi madre, el asado ferroviario, la cunita de sus hijos y el sobre a fin de mes? 

Yo, que lo amaba tanto como aprendí a despreciarlo, quería que se fuese hacia su cenit, que partiera un día sin avisar, con su valija de cartón, las bolsas de arpillera con los aparejos y fuese definitivamente feliz. Yo me encontraba pleno a su lado: tomaba mate y servía galletas hechas por él mismo, tradición de Abruzzo, mientras me interrogaba sobre los pormenores de mi sangre. Ningún padre pregunta acerca del amanecer o la resurrección de los vampiros o bromea con las carnes de más y los pelos de menos. Tenía fascinación por los gordos y los pelados. Narraba epopeyas de tipos atrapados dentro de un auto tras comerse diez pollos enteros, o de calvos que fueron confundidos con bochas y arrojadas sus cabezas al medio de la cancha arenosa del club. Luego, se ponía serio, se melancolizaba un tanto y volvía a narrar sus aventuras juveniles donde se sugerían criaturas emergiendo de lagunas, lunas incendiando campos, aparecidos convertidos en otras personas, olores a bosques de frutales y calmas chichas tras las batallas con el diablo o malevos en los pajonales. 

Me tomaría horas escribir el mar de aventuras, todas entrecruzadas entre sí, todas espurias y brillantes. Los años 60 lo aplacaron: se había ido el Proscrito y con él mi papá había armado una empalizada contra sus amigos que de pronto habían empezado a festejar su partida en el medio de la sangre y la plaza: dejaron de serlo casi todos: Di Carlo, Cesariolli, El Gordi, Cachafuz, Angelito. Por una causa u otra los fue borrando y se quedó sin hablar ni en la casa ni en el trabajo, como si le hubiesen pegado un tiro en el corazón, mientras mi mamá se embellecía con los tiempos, hacía gimnasia y mi hermana a la par del crecimiento de sus tetas, invitaba a más y más gente a bailar con el Winco. A mí me avergonzaba que nuestra casa tuviera revoque y se notara la pobreza, pero los jóvenes de esa época no se fijaban en esas cosas: querían divertirse en la marea de la lucha de clases, los primeros besos a la luz de una luna de Sierra Maestra y los cigarrillos mentolados. 

Por eso me daba pena su llegada, la de mi padre: entraba como a un sitio que ya no era suyo, desentonando, tomado por el enemigo; pasaba entre los chicos y las chicas con su envión de obrero ofuscado, bicicleta en rueda trasera, y tras refrescarse la cara se metía en la cama o se subía a su monte Sinaí de la terraza a esperar que se fueran, mientras miraba crecer la noche. Mi madre lo llamaba luego de que todo se había terminado y él bajaba alisándose el pelo con una hambruna fenomenal. Mi hermana, hecha una proyección de “chica bien”, le refutaba las maneras de comer y se levantaba hacia el baño a vomitar lo poco que le había entrado, bulimia en puerta, Emagrin en la mesa de luz y Barrocutina al tono. 

Los 60 lo desfondaron a mi viejo: su ceja izquierda le temblaba cuando hablaba por cadena La Morsa o algún otro, cuando su hija le discutía sobre la sexualidad que él no supo enseñarle, de la lucha de clases y que en el fondo era un burgués cómplice porque no participaba en la rebelión de los pueblos y pretendía además comprarse un auto. Mi madre le sugería silencio a mi hermana pretextando estar escuchando el mensaje en cadena nacional. Él, como un Bogart paciente, afilaba la mirada, imperturbable, y no decía nada. Yo bajaba la cabeza de vergüenza: había algo allí indescifrable que me ponía apesadumbrado. Por eso, tras la cena me iba a la terraza también y luego de un rato, con el espiral entre la punta de los dedos llegaba mi padre y se sentaba, dando un largo suspiro como quien regresa de una misión en trinchera enemiga.

Abajo mi madre sacaba la reposera a la vereda y mi hermana ponía fuerte, muy fuerte, toda esa música moderna. Confirmando el desarraigo, mi padre se ponía a hablar de que en cualquier estrella se habría de estar mucho mejor que acá. 

Hoy que voy a votar, aun con el olor al gin de la noche y el humo de los cigarrillos de la risa me gustaría encontrármelo a mi viejo en esta esquina, como ajeno a todo pero pendiente de cada dama que pasase, lobo empedernido a estarse cerca de la belleza y solo observarla; lobo sin manada, hambriento de ganas de perforar este mundo idiota a mordiscones. Me gustaría darle un abrazo y rasparme el costado de la cara con su barba dura de dos días e invitarlo a que entremos al pasillo de la escuela a la que nunca asistió para consultar en la lista nuestros nombres y confirmar que todavía podemos votar, que el horror del mundo continúa y que estamos vivos pese a todo.

 

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