En plena pandemia, una familia de clase media agobiada por las deudas decide abrir una casa velatoria clandestina en una mercería de barrio venida a menos. De allí parte la trama de El mejor cierre, la puesta en la cual el teatrista Javier Margulis se luce en su doble rol de dramaturgo y director. Interpretada por Silvia Accornero, Alejandro Curlane, Ana Carolina Ferro, Alejandro Ini y Lautaro Tulli, la obra puede verse los viernes y sábados a las 21.30, en la sala Mil80 (Muñecas 1080).

Una vez más, las artes escénicas, y sobre todo el teatro alternativo, echan luz sobre la reciente tragedia humanitaria. Y en este caso lo hace desde los recursos de la ironía y el humor que Margulis toma para crear una historia desopilante que divierte y también hace reflexionar. “Quise escribir una comedia que fuera bien argenta y popular”, dice al respecto el director, en diálogo con Página/12.

La realidad supera la ficción, pero también la alimenta. Y precisamente del contexto social se sirvió el autor para idear esta pieza. En febrero de 2019, Margulis había inaugurado su propia sala teatral, la Mil80, y el proyecto llevaba poco más de un año de actividad cuando debió cerrar por tiempo indeterminado en marzo de 2020. De manera impensada, lo vivido en los meses posteriores inspiró una nueva dramaturgia.

“A medida que las cuarentenas se fueron extendiendo y la situación económica agravando, se hizo notorio que tendríamos encierro para rato. Y ante lo irremediable, bromeando con amigos comencé a decirles que para proteger la inversión debería cerrar el teatro y poner en su lugar una funeraria clandestina. Como algunos de ellos dudaron, aproveché esa duda para argumentar la defensa de la idea de que no habría mejor momento para un negocio de ese tipo. Y así, jugando con los argumentos e inventando justificaciones, fue tomando forma esta obra, y esos chistes con los que argumentaba fueron tomando partido”, cuenta Margulis.

Si en medio de la emergencia salieron a flote conductas que privilegiaban la acción individual por sobre los derechos colectivos, la puesta lleva esa contradicción al límite a través de una familia que monta un negocio en torno a una necesidad. “Los personajes de esta historia forman parte de una clase media que se autoproclama apolítica, y en la que la consideración por el otro y la solidaridad no encuentran espacio. En ese marco, y frente al naufragio, brota un individualismo feroz y el objetivo es salvarse uno mismo a cualquier costo”.

La obra recurre a la ironía y el humor negro.

-En la obra, la muerte tiene una centralidad importante. ¿Por qué eligió ese disparador?

-En realidad, no fue la muerte el disparador. Lo que ocurrió fue que ante semejante tragedia me ilusioné pensando que el desastre global que estábamos viviendo serviría como parteaguas en la conciencia universal y nos transformaríamos en mejores personas. En cambio, observé cómo se utilizó la tragedia con fines políticos por parte de los que se llamaban a sí mismos apolíticos mientras quemaban barbijos y culpaban al gobierno del encierro obligatorio. Obviamente, mis expectativas fracasaron y no demoré mucho en reconocer mi ingenuidad, comprobando una vez más que el ser humano es la única especie suicida del planeta. Y durante el proceso de escritura no apareció otra pretensión más que la de entretener, porque nunca tuve una voluntad didáctica, aleccionadora o de reproche ante el comportamiento de estos personajes.

-Sostiene que la pandemia no produjo la transformación positiva que usted hubiera deseado. ¿Por qué cree que ocurrió esto? ¿Qué realidad advierte que dejó?

-Diría que no hubo una transformación sino solo un aceleramiento del proceso del liberalismo global. Resultamos ser un experimento imprevisto y padecimos las consecuencias de una tragedia que produjo situaciones tales como el avance en la producción de vacunas sin tener en cuenta que no había envases suficientes. Fue real y sonaba absurdo aunque resultara lógico. Por eso, en una parte de la obra, Rogelio Venturini, el director de la funeraria, le dice a una viuda: “En este país faltan innovadores. Se preocuparon por las vacunas pero nadie pensó en los frasquitos. Zas. ¡Escasez de frasquitos! Bueno, aquí hay demasiada terapia intensiva y poco ataúd. Ahora sobran terapias y faltan envases”. Y fue cierto eso de que no daban abasto los crematorios ni las fábricas de ataúdes. Entonces, ¿cómo no va a ser necesario reír como catalizador para aliviar semejante locura?

-Más allá de las miserias y desigualdades que se profundizaron, ¿observa alguna situación positiva?

-Descreo del positivismo. Ya sabemos que los avances tecnológicos y científicos no necesariamente implican beneficios para la humanidad. Todo el desarrollo de las tecnologías para la comunicación favoreció el distanciamiento personal. En ese marco, apareció el Zoom, y por allí nos encontramos y ensayamos teatro. Y nos acostumbramos a la no presencia del otro. ¿Hasta qué punto es positiva la facilidad de encuentro que implica la virtualidad? ¿Hasta qué punto es positiva que se convierta en necesaria y posteriormente en indispensable y acabe siendo la forma de encontrarse?

-¿Qué recursos encuentra en el humor para hablar de cuestiones que pueden doler e incomodar?

-Creo que ante la desgracia, la ironía es un recurso salvador y un elemento clave del humor inteligente. Y cuando se trata de humor negro, como en este caso, hablamos de una característica especial al momento de abordar temas que podrían resultar ofensivos o molestar. Y es esa incomodidad, precisamente, la que invita a la reflexión.