El carácter reparatorio del castigo a quienes han cometido delitos es un supuesto básico de la vida común. El encarcelamiento a la persona que ha delinquido es parte ya de la reparación a la víctima. Sin embargo, ése no es el único ni el principal fin del encierro. En los considerandos filosóficos de la modernidad, la cárcel debiera superar ese mero objetivo y, como parte de un abordaje humanista de la problemática penal, no sólo compensaría un daño sino que además reeducaría al delincuente. Que en la actualidad la cárcel no sólo cumple con el objetivo de reparar, es cierto. Pero por motivos contrapuestos a su inspiración humanista. Y no se trata de una falla del sistema punitivo sino de un funcionamiento que basa su legitimidad en un consenso punitivista.

Nuestra sociedad parece estar más preocupada por que se castigue de forma rápida y contundente que por reflexionar acerca del sentido y la utilidad de ese castigo. El castigo debe ser ejemplificador y no importa lo que pase después. No importa que las personas que cumplen condenas luego vuelvan a delinquir, generando incluso un mayor perjuicio social por utilizan mayores niveles de violencia; ni que esa mayor violencia la hayan incorporado mientras eran castigados con privación de libertad. Todos nos damos cuenta que mandar a alguien a la cárcel, por sí solo, no resuelve nada. Pero eso tampoco importa porque ante cada delito aparece casi en forma unánime el clamor pidiendo cárcel.

El resultado de este consenso punitivo lo conocemos bien: se endurecen las penas, se alargan las condenas, se suman delitos por los que se encarcela. Y así, se hacinan cárceles y comisarías, y los juzgados se tapan de causas. Esto va en claro detrimento de las condiciones en las que habitan las personas detenidas y del tratamiento que puede esperarse. Claro que si el objetivo último es el castigo veloz y ejemplifcador, esto no es un problema.

Ahora, si el problema real es la inseguridad, entonces deberíamos reflexionar al respecto. Esta reflexión nos conduce necesariamente a pensar el castigo. Y pensar el castigo es pensar la cárcel.

¿Qué tipo de cárcel necesitamos y para qué? ¿Tenemos que avanzar hacia un sistema como el de El Salvador, donde la absoluta negación de los derechos básicos de las personas detenidas busca amedrentar al conjunto social para alejarlos de la idea de cometer delitos? ¿O el camino es fortalecer un esquema donde el castigo, además de funcionar como una especie de desalentador social al delito, busca generar espacios donde las personas puedan encontrar otros sentidos y construir otras referencias identitarias?

Si, en efecto, estamos convencidos de que la segunda opción es el camino correcto, la alianza de la cárcel con la universidad (y podríamos precisar: con la universidad pública), puede resultar un paso estratégico, pues construir referencias identitarias y ampliar el campo del conocimiento social liberando al sentido común de sus estereotipos, son objetivos fundamentales de la universidad. Su rol no es sólo desarrollar y multiplicar el conocimiento de una determinada disciplina. La universidad pública tiene un rol social que va más allá: cuestiona las regulaciones del trato comunitario aún cuando, si fuera necesario, deba tensionar con la conciencia colectiva y sus valores osificados. Es imperativo de la universidad poner en debate aquellas máximas aparentemente incuestionables que nos hacen repetir las mismas recetas para obtener, tristemente, los mismos resultados.

Y lo pensamos en términos de alianza porque, además, la universidad también necesita nutrirse y transitar experiencias concretas para construir conocimiento. La universidad pública no puede ni debe ser un lugar desde donde se piensa la sociedad pero que no es interpelada por ésta.

Desde las ciencias sociales y desde la sociología en particular, esto adquiere una dimensión aún mayor ¿Puede la sociología comprender e interpretar los castigos si no transita, aunque sea parcialmente, también la cárcel? Cuando la ciencia discurre por los centros universitarios ubicados en complejos penitenciarios, cuando los apuntes se reparten y discuten en los pabellones, cuando las personas que son receptoras del castigo social pueden participar del mundo universitario, cuestionar los principios y preceptos que lo articulan, proponer nuevos paradigmas y son parte de la reflexión colectiva es cuando la cárcel adquiere un nuevo sentido. Y la universidad también. 

En la actualidad, muchas nniversidades nacionales que tienen programas de educación en cárceles: UNC, UNR, UNLP, UNSAM, por citar algunos ejemplos. La UBA tiene Centros Universitarios en los complejos penitenciarios de Ezeiza (varones y mujeres) y Devoto, entre los que se dictan 8 carreras y el CBC. 

La carrera de Sociología, presente en los tres centros con oferta curricular, talleres de extensión y proyectos de investigación, tiene 30 alumnos y ya cuenta con 6 graduados que se recibieron estando todavía en contexto de encierro. Muchos otros lo hicieron cuando recuperaron su libertad. Algunos alumnos han sido colaboradores en reconocidas publicaciones universitarias como El Ojo Mocho o Bitácora de la Pandemia.

Durante el período de cuarentena, Sociología se mantuvo en contacto con sus estudiantes y pudo garantizar la continuidad de la cursada gracias a las funciones de tutoría que asumieron los alumnos más avanzados guiando a sus compañeros del tramo inicial.

La alianza entre cárcel y Universidad funda un vínculo virtuoso en ambas direcciones que requiere una consolidación mayor de la articulación entre las políticas universitarias y los servicios penitenciarios, un acompañamiento sostenido de toda la comunidad académica y, en algunos casos, una revisión presupuestaria. Incluso podemos mencionar el caso de Camila, socióloga recibida recientemente, que participó como coordinadora de un relevamiento territorial que realizó el CESO (Centro de estudios económicos y sociales Scalbrini Ortiz) para la provincia de Buenos Aires.

*Los autores son miembros del equipo de coordinación de la Universidad de Buenos Aires, carrera de Sociología.