Es entrar a cualquier pueblo, suburbio, ciudad, conurbano y verla. La casa de fines del siglo 19 o principios del 20 con las ventanas medio tapiadas, apenas un cuadradito de aluminio barato corredizo para dar luz. Uno se pregunta quién fue que gastó en semejante obra para vivir en la oscuridad. Y se pregunta quién fue que no objetó y prohibió semejante bodrio.
La respuesta a la primera pregunta es la profunda convicción de que lo moderno es bueno por ser moderno y que de alguna manera una noble casa con columnas, ornamentos y las alturas enormes de la época va a quedar moderna por ponerle ventanitas de metal.
La respuesta a la segunda es más interesante, porque sale del mal gusto individual y va a la cosa pública. Excepto en lugares inteligentes como San Antonio de Areco, es casi imposible encontrarse con un casco histórico de verdad. Poquísimas localidades tienen uno y la mayoría de los que lo tienen lo limitan a un puñado de edificios notables: el correo, el banco, la iglesia, la plaza principal, la casa del prócer, el colegio sarmientino, alguna que otra quinta o caserón destacado y, en una de esas, una cuadra que misteriosamente no fue rota con cosas nuevas y queda protegida como un ya que estamos. Es, por caso, lo que se encuentra en Chascomús.
Algunos cuidan tesoros notables, como la mansión en el pueblo del estanciero fundador, o los Salamone que levantan como nadie tanto tejido urbano bonaerense. Pero esa es la fácil, la idea de que el patrimonio a cuidar es la pieza única, la obra maestra. Lo que no cuidan es el mismo tejido que le dio identidad al pueblo, las casas chorizo, las esquinas sin ochava, los conjuntos de casas comunes, bonitas, testimoniales de una época.
Y esto no es casual. Los profesionales de la construcción, temerosos de irritar a sus clientes corporativos, dicen cosas como que no se puede legislar el buen gusto. Los especuladores inmobiliarios y las grandes constructoras se ponen en modo Milei y hablan de libertad de empresa y de progreso. Todos hasta se ponen populistas y avisan que proteger una casa es robarle al dueño la oportunidad de venderla para que hagan una torre, un límite aberrante a la propiedad privada. Y al vecino incorformado lo mandan a callar acusándolo de no ser urbanista o arquitecto.
Los intendentes siguen dos modelos en esto. O miman a las grandes empresas y los especuladores, como hicieron y hacen Macri, Rodríguez Larreta y Garro, o se dejan empujar y listo. Así fue destruída La Plata y fue destruída Mar del Plata, dos creaciones bellísimas. Así termina siendo costumbre en casi cada ciudad bonarense ver un edificio de ocho pisos justo al lado de la catedral. Así se pierde el horizonte y la calidad de vida.
Los intendentes pagan campañas con estos aportes y mientras, distraen. Garro deja hacer y se pone a reemplazar empedrados históricos con asfalto pese a que es ilegal hacerlo y tiene un amparo que se lo prohibe. Macri... la lista es interminable, pero basta señalar lo mismo que se puede señar por todo el frente marítimo de Mar del Plata, que parece que nunca hubo una excepción en altura y masa que le pareciera mal.
Lo peor de todo esto es el efecto que tiene sobre partes de las ciudades o pueblos que, aparentemente, no son afectados directamente. Como Garro liberó el casco fundacional de La Plata para ser eventualmente demolido y reemplazado por edificios en altura, las tantas casas pasaron a un estado virtual: están, pero en cualquier momento no estarán. Esto hace que simplemente no valga la pena cuidar las casas y mucho menos construír alguna, porque la única ecuación económica real es la demolición. La casa no vale nada, lo que vale es el lote. Si encima hay una pieza francesa espectacular o una tapera, da lo mismo.
Y no hace falta ser arquitecto o urbanista para ver esto, alcanza con caminar y mirar con atención. Por ejemplo, en la esquina en que hay una casa en venta con su cartel en el balcón. Si el cartel dice cuántos ambientes y baños tiene la casa, si habla de terraza, patio, jardín o quincho, se entiende que uno está en una zona de alturas bajas. La casa existe, la casa se vende, la casa se puede visitar.
Pero si el cartel tiene un extraño mensaje místico con códigos de FOT, o frases como "entorno libre", o una cuenta de metros a construir, se sabe que el intendente zonificó para demoler y hacer departamentos. La casa es como si no estuviera, es virtual aunque uno pueda verla y tocarla, apenas es algo que ocupa el terreno. Si uno duda, Garro te ayuda a entenderlo con el completo abandono del espacio público: la vereda rota, los yuyales, el árbol sin podar, la falta de carteles. El hombre será lo que quieras, pero no es escondedor.
Hace muchos años, a fines de los cincuenta, algo por el estilo andaba pasando en Nueva York. Una señora petisita se puso a caminar las calles de su barrio y de su ciudad buscando entenderlas. Ella no era arquitecta ni urbanista, apenas tenía un par de años de sociología, pero tenía un ojo agudo, escribía bien y le gustaba caminar. Se llamaba Jane Jacobs y escribió un libro fundante, Muerte y Vida de las Grandes Ciudades, una lección de cómo ver y pensar el ámbito urbano.
Jacobs descubrió, preguntando, que a la gente no le interesan ni las torres ni los barrios cerrados, sino las calles vívidas y vivibles, entretenidas y vitales, transitadas y usadas. Que haya negocios, que haya cosas que hacer, lo que explica que hasta el barrio más tranquilo tenga por lo menos una calle comercial, y que no exista un pueblo en este mundo que no tenga un centro, un lugar a donde ir.
En tiempos de Jacobs la amenaza eran las autopistas, la idea de cortar las ciudades en pedazos con inmensas rampas. Y la zonificación se usaba para crear barrios de ricos, de clase media y de pobres y minorías, cada uno por su lado. Jacobs señaló agudamente que todo eso eran negocios con la gente y no para la gente.
Es lo que pasa en nuestras grandes ciudades, en un proceso en que la billetera del especulador progresa pero los vecinos no.
Basta ver los carteles para entenderlo. Basta caminar para saber que te están robando tu propia ciudad.