Miro el reloj.

3:09 de la madrugada y ronca con la boca ovalada, chirle, apuntando al ventilador de techo. Que se le caiga un aspa sobre el cuello, deseo. Clavo los ojos en el aparato, me concentro, lo deseo con toda la furia, pero nada. El movimiento circular continua sobre los dos cuerpos acostados, separados por lo que para mí es la inmensidad y para él, quizás, no más que cuarenta centímetros y un par de arrugas en las sábanas con perfume a lirios y coco gracias al enjuague. El barullo de las bisagras, aletargadas por las pelusas y algún pelo del gato, acompaña sus ronquidos. Nunca lo odié tanto como en este momento.

3:17 y dejo el celu sobre el libro que hace días no leo y apunto los ojos hacia la mitad que ocupa en el colchón; esquivo el pecho que sube y baja según sus sonidos guturales y, entonces, lo veo sobre su mesita de luz: el tubo del spray que usa como a una prótesis, entre un vaso de agua por la mitad y el reloj pulsera. Tengo ganas de vaciárselo en el oscilar de sus labios semiabiertos. Pero debería incorporarme, pasar sobre su cuerpo, estirar el brazo, agarrarlo sin que se caiga (y haga ruido), agitarlo. Si lo despierto, solo habrá parado de roncar por un rato.

3:25 y sigo sin dormirme. Cierro los ojos y nos veo fumando y tomando vino en el balcón como hace media hora. Mis ganas de seguir conversando, sus bostezos, mi ilusión de desenfado, su prolijidad al limpiar con el spray y una esponjita la esfera de vidrio sobre la mesa cada vez que me llevo la copa a la boca. Su manía de vaciar el cenicero antes de acostarnos, su necesidad de sacar la basura aún en calzoncillos y a dos minutos de la cama. La pulcritud que atenta contra la espontaneidad y la idea clásica de romanticismo.

3:38 y me quito la bombacha en medio de la madrugada que sigue a una noche de frustraciones. Si no nos hubiéramos demorado con el mozo de la pizzería hablando sobre las diferencias entre la masa a la piedra o la esponjosa, los lamentos por los bares que no sobrevivieron a la crisis y la resignación porque la noche no es lo que era. Puro tango.

3:39 y qué lástima que no llegásemos más temprano al teatro. Solo el trasnoche del cine como premio consuelo ante la realidad de las entradas agotadas.

3:41 y me convenzo de que, si no se le hubiera ocurrido fumar, y consecuentemente comprar tabaco en el kiosco, la velada hubiera sido otra. Si el pibe del kiosco no hubiese estado vestido con una camiseta de Argentinos Juniors, si los dos no hubieran perdido el tiempo revolviendo en una gloria futbolera décadas atrás. ¿A quién le importa que Maradona haya debutado como cebollita con la colorada? Y el pibe, con su misma manía de lustrar las revistas, jurando que su padre vio jugar al 10, que es bicho colorado de la primera hora, que compró una camiseta con el sudor de Juan Pablo Sorín en una subasta. ¡Cómo me gustaría a mí transpirar con Sorín! Tanto blablablá que además del teatro nos perdimos la película.

3:57 y una moto ruge dos pisos más abajo en la avenida. Caigo por fin en la cuenta de cuál es mi problema justo en el momento en que uno de sus ronquidos, como un clarinete desaforado, interrumpe su dormir. Lo miro y achino los ojos apuntando directamente al blanco: mi problema.

­–¿Estás despierta? ¿Qué pasa? ¿Te desvelaste? –dice, me mira y se acomoda sobre un codo mientras busca atraerme con el otro brazo.

Repto para retroceder. Intento adivinar por su tono de voz si se incorporará para conversar, si quiere sexo o si volverá a roncar en el minuto siguiente.

–¿Sabés cuál es mi problema? –pretendo desvelarlo a él también.

–¿El insomnio?

–Tu nostalgia.

–¿Mi nostalgia? No entiendo: si la que atiborra cajas de zapatos con entradas de pelis, teatros, souvenirs de viajes y hace listas de todos, todísimos, los amores, incluidos los polvos de una noche en la universidad, sos vos. Yo ni siquiera tengo una agenda y vos compras planners carísimos para llenar, rellenar y archivar, mi reina. Para mí la vida es solo el presente, comienza a cada momento.

–Demasiados momentos que perdemos mientras hablás con cada desconocido que cruzamos. Es como si ocuparas el tiempo conversando con otra gente porque no querés hablar conmigo. Que la masa de la pizza, que los goles, la crisis. Los minutos se te evaporan como ese spray que no largás y parece que te gusta más que yo. Siempre apretando ese tubo…

–¿Qué decís? –abre por fin los ojos como huevos estrellados sobre el asfalto.

4:07 y sé perfectamente lo que digo y me doy cuenta de lo ridículo que suena. No me callo, lo desperté y debo llenar el silencio, que no haya un resquicio para que se cuele la culpa. O un reproche de su parte.

–Digo que me molesta tu tono nostálgico, tus ronquidos, tu manía de limpiar todo con ese spray que siempre dejás en tu mesita de luz. Que vayas por la vida como si lo mejor ya te hubiera pasado.

4:08 y enciende el velador, luego un cigarrillo, se sienta en la cama, me mira, acaricia el pelo que me cae sobre los hombros, ladea la boca para exhalar el humo hacia la ventana. Sonríe y se le ilumina todo el rostro.

–Dale, corazón, contame qué te pasa. Ya estoy sin sueño y te escucho.

No sé qué decir. La lista de motivos que monté mientras roncaba huyó como la moto en la avenida.

–Voy al baño, por ahí me doy una ducha y vuelvo –digo.

 

4:09 y al pasar a su lado le acomodo el flequillo, bebo agua de su vaso; me llevo el spray. Hace una hora que quiero ducharme, pero detesto, más que a cualquier otra cosa, cuando el espejo se empaña y las huellas del vapor ensucian la imagen.