La cordillera
(Argentina/Francia/España, 2017)
Dirección: Santiago Mitre.
Guión: Santiago Mitre, Mariano Llinás.
Fotografía: Javier Juliá.
Música: Alberto Iglesias.
Montaje: Nicolás Goldbart.
Reparto: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Érica Rivas, Gerardo Romano, Christian Slater, Elena Anaya, Paulina García, Daniel Giménez Cacho.
Duración: 114 minutos.
Distribuidora: Warner.
Salas: Del Centro, Hoyts, Monumental, Showcase, Village.
6 (seis) puntos.
Con su tercera película, el realizador Santiago Mitre corrobora que, si el mundo no es cínico, al menos sí su mirada. Con El estudiante, el cineasta nacido en Buenos Aires delineaba un mundo de pasillos universitarios (de educación pública) y prácticas facinerosas. Mejor saber cómo desenvolverse en un ámbito semejante antes que agarrar un libro: lección que hábilmente aprendía Roque (Esteban Lamothe). Luego, en La patota, los resquicios de la ley apuntaban a sus contradicciones, dedicadas a situar en un contexto de moral maleable al personaje de Paulina (Dolores Fonzi), víctima de una violación. El mundo (humano), parece decir el cine de Mitre, es esencialmente mezquino, hipócrita. Nadie persigue fines éticos, y más vale darse cuenta.
En este sentido, un capítulo más escribe el director con La cordillera, a partir de la figura del presidente argentino Hernán Blanco (Ricardo Darín), durante una cumbre de mandatarios latinoamericanos en Chile. Y lo hace junto a una hija de psiquis inestable (Dolores Fonzi), a quien mejor custodiar, tener cerca, tal el pedido presidencial.
Es a partir de este cruce cómo se construye el guión, alternando entre las tareas del ejecutivo ‑protocolos, discusiones a puerta cerrada, la imagen pública, tretas y tomas de decisión‑ y Marina, una hija a punto de explotar. En verdad, hay un ardid que el film utiliza como McGuffin: el ex‑esposo de Marina amenaza con descubrir lo que sería un escándalo. De allí la necesidad de tener a la hija en el contingente, pero sin saber de modo claro qué es lo que sucedió, cuál sería el escándalo, ni cómo ha sido la relación entre ella y su marido así como con su padre.
Se ha señalado el cariz sobrenatural que La cordillera adopta. Es cierto, y lo hace de manera sutil, a partir de una práctica de hipnosis que recuerda a la del señor Valdemar: una vez dentro del relato sonámbulo de Marina, las fronteras entre lo cierto y la fantasía serán relativas. De tal modo, el film de Mitre se abisma en esta alteración y pone en duda la veracidad de los dichos, vertidos sobre hechos indudables: hubo un fuego, literal, que contrasta en su calor con la nieve cordillerana; la imagen de un caballo servirá de vínculo sígnico entre estos dos elementos. El relato comienza, así, a extrañarse, pero sin abandonar la anécdota principal: la cumbre continúa en su debate, entre tomas de postura que amenazan el privilegio de unos en beneficio de otros.
Sin hacerlo nunca de modo explícito, La cordillera igualmente logra tocar capítulos de raigambre ineludible. No puede no pensarse en el Mercosur, así como en la endiablada relación de Latinoamérica con Estados Unidos. Ahora bien, en el primer caso, y de acuerdo con el devenir del relato, se sentencia una futilidad organizada: sea cual sea el resultado de la votación (un acuerdo regional de cara a la explotación petrolera), el ganador será siempre el mismo. Allí, entonces, la maldad. Que apela a una caricatura adrede, de titiritero entre sombras (rol a cargo de Christian Slater): Estados Unidos es el diablo imperialista, el zorro de los sueños de infancia que acosaba a Blanco. Como si fuese un pacto secreto, que este presidente trae consigo, ese zorro parece dictaminar el derrotero del mandatario. Si Marina habla de modo ¿incoherente? durante la hipnosis, otro tanto sucede en el relato onírico que Blanco hace a la periodista española (Elena Anaya). Durante esta conversación, el mal y el bien surgen como conceptos. Es por esto que el rostro herido de Marina recuerda al de Linda Blair en El exorcista.
Si bien este proceder sitúa al film en un límite difuso, no por ello deja de accionar de manera evidente sobre lo que retrata, como la banalización de cierta terminología política (el "imperialismo" ha quedado en desuso, si se lo invoca es por rédito político) mientras cubre con un mismo manto de hipocresía a todos los personajes. Al hacerlo, La cordillera pone entre comillas cualquier logro y a cualquier grupo o dirigencia política. No lo hace desde una mirada "maquiavélica" ‑filosófica‑ sino a partir de una relativización general que devieneen caricatura o fantasía. Al hacerlo, logra también percudir la herramientavital que es la misma política; como si todo se tratase, al fin y al cabo, de una alucinación.