Desde hace años considero que las ultraderechas son el resultado del cruce entre financiarización del capitalismo y los nuevos modos de producción de subjetividades flotantes y sin historia. Por ello nunca consideré suficientes las hipótesis que dictan que la ultraderecha surge por un déficit del progresismo o de lo nacional y popular. Es una hipótesis cierta pero limitada, que solo ve a la ultraderecha como un fenómeno de insatisfacción con la política y en relación con la superestructura. En este punto falta dirimir lo que sucedió como efecto de la acelerada destrucción de los vínculos sociales y los proyectos políticos históricos; la ultraderechización tiene su propia dinámica interna y su participación especial en una mutación antropológica que está en proceso.
Considero insuficiente la hipótesis que interpreta a la ultraderecha en función de lo que no se le ofreció al pueblo desde los gobiernos progresistas o nacionales y populares.
En la pandemia se cruzó un límite, por primera vez se hizo visible la escuadra zombie terraplanista y el negacionismo -precondición ideológica de la ultraderecha- tomó consistencia en distintos lugares del mundo. Se produjo un corte histórico, que dio lugar a un nuevo tipo de subjetividad neoliberal y autoritaria: Trump, Abascal, Ayuso, Bullrich, Le Pen, Meloni, con una importantísima legión de seguidores que ya no disponen del punto de anclaje que les permita una lectura retroactiva de los legados e incluso de la propia historia personal.
No vincular el fenómeno Milei a todo esto y querer retratarlo solo desde Argentina es tan absurdo como pensar que la decisión de no hacer nada con el cambio climático o el odio feroz a las izquierdas es un fenómeno local.
Un espectáculo sadomasoquista, el sadismo autoritario y el masoquismo de la masa, bloquean la emergencia del pueblo y comienzan a atravesar a muchas de las sociedades contemporáneas. Argentina no es ya una excepción.