Hacía dos semanas que no paraba de llover. Nos asomábamos a las ventanas o al balcón y nos quedábamos quietos, la mente en blanco, los ojos perdidos en un cielo gris plomizo. La ropa no se secaba y respirábamos sofocados el olor a humedad que picaba en la nariz, como un cosquilleo constante. En la tele, de lo único que hablaban era de la crecida y del peligro de inundación en determinados puntos de la ciudad. Nuestro barrio era uno de esos puntos.

La abuela dejaba la televisión encendida, desde la mañana hasta la noche, y eso que ella nunca antes permitió que la tele estuviera prendida si no había alguien mirando. “Se rompe”, decía.

El abuelo se sentaba en una de las puntas de la mesa, la que daba al ventanal, con su pava oxidada, y su yerbera, cargaba el mate de yuyos, burrito o poleo, y se bajaba dos pavas en silencio, espiaba cada tanto hacia afuera, hacia la calle, los autos que se quedaban parados en medio de la avenida. Su mate era de plata, con un soporte en forma de tridente. La abuela se sentaba en la otra punta de la mesa, con su equipo de plástico, la mitad blanco, la otra mitad turquesa, el mate tenía dos bracitos para agarrarlo. La abuela miraba la tele y sorbía en silencio. Ellos estaban separados desde antes de que naciéramos y por eso no compartían el mate. A veces discutían porque el abuelo le pedía que subiera el volumen de la televisión y ella le respondía que no estaba en una cancha de fútbol, que no hacía falta escuchar el aparato a los gritos.

Después el abuelo se subía a la bici y pedaleaba hasta la represa, para ver cuánto había subido. Porque en la tele nunca dicen la verdad, decía, y no había información más certera que sus ojos. Como nos aburríamos todo el día encerrados, nos poníamos el pilotín, las botas de lluvia y nos llevaba a uno en la parrilla y al otro en el caño, así nosotros también veíamos hasta dónde había crecido.

La represa estaba todo el tiempo rodeada de gente que vigilaba, expectante. Rostros ansiosos, con miedo. Los chicos se agachaban y escupían sobre el agua estancada que olía a podrido y que subía, no hacía otra cosa más que crecer y subir. Nosotros nos colgábamos de los barrotes, mirábamos hacia abajo y escupíamos también.

Llegábamos a la puerta de la casa de la abuela y contábamos a gritos cuánto había subido el agua. La abuela nos escuchaba, los ojos enormes. Pedía que marcáramos la crecida, con tiza o carbón en la pared. Para calcular bien, como si se tratara de una receta. Después entraba el abuelo serio, la boca apretada:

-Falta poco -decía- ya se viene.

Y esas eran cada vez sus únicas palabras.

El agua llegaba ya al cordón. Mientras nosotros hacíamos carreras con barcos de papel hechos con hojas de diario por las manos hábiles de mamá, el abuelo y papá cargaban y preparaban bolsas de arena, para poner detrás de las puertas. El abuelo nos dijo que tuviéramos cuidado con las alimañas que traía la crecida.

-¿Qué alimañas? -quisimos saber.

-Arañas, serpientes, de todo -dijo el abuelo.

Cuando dijo eso nos quedamos hasta que oscureció, pegados al cordón de la vereda, y mirábamos las olitas del agua. Ante cualquier movimiento creíamos ver alguno de aquellos bichos.

Nuestra casa tenía dos plantas: abajo, la de los abuelos y la tía, y arriba, la nuestra. Esa tarde comenzaron a mudar los muebles arriba. No perdimos de vista, por el ventanal, a los vecinos de enfrente, la del kiosco y la casa de al lado. Parecían haberse puesto de acuerdo. Ellos tenían casas de una sola planta, por lo que armaron una carpa en el techo.

—Buena idea —dijo mi hermano.

Y corrió a pedirle a papá que preparáramos en el techo nuestra carpa, pero no hubo forma de convencerlo. Por más que venga el agua, nunca va a ser tanta como para tapar las dos casas, a lo sumo, una, dijo papá.

Esa noche dormimos mal y poco, las sirenas de los bomberos sonaban sin cesar y llovió mucho más fuerte que las noches anteriores. El viento chiflaba en las ventanas y nosotros, antes que al agua, temíamos que apareciera un fantasma en medio de la noche. Por eso apretábamos los ojos con fuerza, como si lo único importante de la vida fuera mantenerlos bien cerrados.

Esa mañana la tía estaba en el trabajo, en el taller de costura, cuando sonó el alerta roja. Entró el patrón a mandar a las empleadas a sus casas. La tía tomó el colectivo y llegó a las Cuatro Plazas. Iba descalza, con las botas de caña alta en las manos, para que no se arruinaran. Vio el nivel del agua y pensó que podía cruzar, pero no llegó a dar ni dos pasos que se hundió y el agua le llegó a la cintura. Veía pasar basura y ratas que nadaban. Le daba asco y miedo, porque podría pisar un vidrio o una serpiente.

Llegó a la casa agitada y pálida.

-Se viene -dijo-, está por las Cuatro Plazas.

Hablaron de irse a lo de una prima, pero había que cuidar la casa, porque los ladrones aprovechaban, se metían y desvalijaban. Ya habíamos escuchado historias de algunos vecinos.

El agua subió esa noche. Estábamos cansados. Dormíamos, indefensos. Pero llega un momento en el que uno necesita descansar y baja la guardia. No se puede estar siempre alerta. El primero en darse cuenta fue el abuelo, que sacó un brazo fuera de la cama y se mojó. Pensó que soñaba. En el sueño, nos dijo, pescaba y eso ya le había parecido raro porque él le tenía pánico al río, nunca se había metido y mucho menos había ido a pescar. El agua era transparente, no como el agua de acá que es sucia, marrón. Eso también le había parecido raro. El último detalle fue cuando miró a su alrededor y vio que las casas estaban construidas sobre patas de madera, entonces se dio cuenta de que no era un sueño. El agua había llegado.

A los gritos, despertó a la abuela y a la tía, y ya casi con el agua en la cintura, subieron a la planta alta, donde nos despertaron a nosotros. Sentimos el viento a través del ventanal. Soplaba enloquecido y sonaba en medio de la noche. Nosotros conteníamos la respiración, expectantes. Como si tuviera brazos, había arrancado uno por uno cada tirante de la carpa de los vecinos, que se alejó en el cielo como un trompo gigante.

Mamá preparó café. Un perfume negro ocupó la casa. Lo sirvió en los pocillos blancos, con dibujos de flores rosas que guardaba de los regalos de casamiento. En silencio, soplamos sobre las tacitas y dimos tragos cortos. Mamá, papá, la tía y los abuelos bebieron el café, sentados en semicírculo frente al ventanal, desde donde podían ver el agua que venía con fuerza y arrastraba de todo en el camino.

Cuando se dieron cuenta de que nosotros todavía estábamos ahí, nos dijeron que nos fuéramos a dormir, que teníamos que descansar.

 

En la cama, con los ojos abiertos, escuchábamos el sonido del viento y esperábamos el agua.

*Este cuento forma parte del libro Los que esperan, de ediciones Diotima, con contratapa del escritor Mariano Quirós, y será el eje del Club de lectura que se realizará el 24/8, a las 18, por Zoom. Más información en https://www.diotima.ar/club.html