Entre la pira de Manrico y la hoguera de Juana, podría decirse que el pasado fue un fin de semana de fuego en el Teatro Colón. Dos obras provenientes de tradiciones distintas, pero de similar envergadura artística, caldearon el entusiasmo de públicos bien dispuestos para el aplauso, que en ambas ocasiones colmaron la sala. El viernes, en la continuidad de la temporada lírica, se estrenó Il Trovatore. La ópera de Giuseppe Verdi –que repite el martes, el jueves y el domingo–, contó con un elenco notable de cantantes, encabezado por la soprano rusa Anna Netrebko, y una puesta “semimontada”, muy discutible en su concepto aunque correcta en su realización. El sábado, en el ciclo de conciertos de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires, el programa incluyó Juana de Arco en la hoguera. En versión de concierto, el oratorio dramático de Arthur Honegger y Paul Claudel, para actores, solistas, coros y orquesta, contó con intérpretes cabales, magníficamente conducidos por Charles Dutoit.
Juana de Arco en tiempo presente
Una mujer ante un juicio armado para condenarla por salvar una nación. Más allá del relato y su aura religiosa, la de Juana de Arco es sin dudas una historia de esas que continuamente cobra actualidad, acaso una muestra de la posible circularidad de la Historia. Compuesto a partir del interés de la bailarina, actriz, mecenas y belleza icónica de la Belle Époque, Ida Rubinstein, Juana de Arco en la hoguera se estrenó en 1938 en Basilea, también en versión de concierto dirigida por Paul Sacher. La obra es una magnífica y alucinada dilatación del instante, que combina con gran sentido dramático la palabra recitada y el canto, la inmovilidad y el barullo, el presente y el pasado, lo real y lo imaginario.
La acción es una inmóvil sucesión de momentos que retornan, sin más lógica que el arrebato ante la urgencia ante lo irreversible. Juana, su tiempo, se consume, mientras conversa con el curita Dominique. Una confesión que en su intimidad deslumbrada va delineando un calidoscopio de sentimientos e imágenes, entre momentos del proceso con la condena escrita de antemano, la sangre en el campo de batalla, el repique inocente de campanas pasadas, su rey triunfante y la voz de los ángeles. Mientras, el horror caldea el triunfo del odio.
Es el texto, poesía al fin y al cabo, el que marca las líneas de la música, de equilibrada densidad dramática. Honegger es el excelente lector de un Claudel sensible hasta el borde del misticismo. El relato, conducido con refinado y hondo sentido musical por Annie Dutoit Argerich en el rol de Juana, junto a Axel Blind, como Santo Domingo, y Dominic Rouville, como narrador, es arrullado por una música capaz de ceñirse al texto desde distintos registros, entre lo sacro y lo secular. Además del buen desempeño de los cantantes, resultó destacable el trabajo de los coros –el Ensamble Vocal Música XXI, dirigido por Miguel Ángel Pesce, y el Coro de Niños del Teatro Colón, de César Bustamante– articulados de manera impecable, por Dutoit, concertó con mano maestra el complejo andamiaje de la obra. El director suizo, una vez más, logró sacar lo mejor de la orquesta ante una partitura riquísima en matices, que hasta incluyó entre sus colores las entonces novedosas ondas Martenot.
A propósito, es notable cómo el empleo de las ondas Martenot, en su momento quintaescencia de la modernidad, hoy, ante el vértigo de esa modernidad que se devora a sí misma, suena apenas como un dato de época, poco menos que una antigualla con algo de bufo. Apenas un detalle entre la fibra perdurable de la música de Honegger, que sin haber sido un vanguardista –cuanto mucho fue el más conservador de “los Seis” en su juventud– sigue sonando como un compositor sólido y sensible.
La negación ex-puesta
El viernes, con la semi-puesta Il Trovatore, el espíritu verdiano tuvo una semi-consagración. Un sólido elenco de cantantes, como hace mucho no se escuchaba en Buenos Aires, sostuvo una inolvidable versión del intenso drama italiano en la España del siglo XV. Aunque, sin escenas y con movimientos elementales, las grandes voces no encontraron el espacio para el desarrollo teatral implícito en la música de Verdi. En particular en este título, el segundo de lo que se conoce como “Trilogía popular” –entre Rigoletto y La traviata–, en lo que anunciando lo que sería una nueva época para la ópera, el compositor encuentra nuevas claves para el eterno dilema operístico de hacer cuadrar y confluir escena y orquesta en un mismo plan dramático.
En el cast impecable, se destacaron Olesya Petrova como Azucena, Fabián Veloz como el Conde Luna y Yusif Eyvazof como Manrico, que pusieron en juego voces con notables recursos técnicos y dramáticos, además de mucho ragú y parmesano, como demandan los héroes y heroínas de la ópera verdiana. Con todo eso y una musicalidad fuera de serie, Anna Netrebko fue una Leonora descollante. La rusa tiene un color mate de una sensualidad encantadora, mantiene la uniformidad de su registro con una naturalidad sorprendente, logra sobreagudos de una dulzura demoledora y, una gran característica, sabe ser doliente sin caer en patetismos.
Con algunos desajustes rítmicos, en particular en algunas las escenas de conjunto del primero y segundo acto –y sí… las divas ensayan poco–, Giacomo Sagripanti supo trasladar esa vibración verdiana a una orquesta de buenos reflejos. En el final, caudalosos aplausos premiaron la calidad artística de la semi-puesta, de un público que reservó algunos silbidos para la puesta.
Los abucheos fueron pocos y por cierto injustos. Al final de cuentas, la semi-escenificación, que la dirección de Marina Mora y el concepto visual de Gabriel Caputo jugaron sobre un sistema de anillo de distintos tamaños texturas y colores, no deja de ser un recurso válido y hasta podría ser interesante. Pero al mismo tiempo no deja de ser una anormalidad, que por cierto en la fábrica de ópera más grande de AArgentina debería abordarse con menos ligereza. O al menos no intentar explicar con argumentos pueriles, como se lee en la infausta indicación de “que sea el espectador quien pueda completar ese mundo”, que escribió el mismo Caputo en el programa de sala, refiriéndose a que, como en realidad sucede con toda obra de arte en cualquier tiempo y circunstancia –o precisamente por el tiempo y las circunstancias– su sentido nunca está cerrado.
Para una historia de continuos traumas y proyecciones, como es la de la ópera, esto no significa una novedad, pero sí representa una tendencia, reflejo de este tiempo. La ópera semi-montada es una mutilación, cuyas cicatrices hasta pueden ser parte de la obra misma. Pero si desde lo conceptual se la intenta esconder detrás de la libre interpretación como gran novedad, es negación. Apenas un esquema de ópera-liberal que en lugar de desarrollar ideas plantea ocurrencias. Il trovatore es una ópera y sin escenas, una ópera no podría ser Il trovatore.
Una lástima, que lo que podría haber sido, por lejos, lo mejor del Colón en los últimos años, quede en un semi-éxito.