Desde Barcelona

UNO Cuando hace calor --y hace mucho calor, hace calor en la escuela del calor-- están los que bajan las persianas o suben el aire acondicionado, los que se hunden en bañera fría o se bañan con su propio sudor, y los que no dejan de consultar el pronóstico meteorológico o nombran en vano a dioses protectores para que acaben con estas olas ardientes y los depositen en la orilla de playas frescas. Rodríguez por su parte no tiene mejor idea (y es una buena idea más allá del agobiante y bochornoso título de la cuestión) que volver a ver Heat con Robert De Niro y Al Pacino y escrita y dirigida por Michael Mann.

DOS Y Rodríguez no puede sino preguntarse cuántas personas estarán viéndola ahora (se cruza con la película de 1995 haciendo zapping) por primera vez. Bienaventurados los que llegan tarde a aquello para lo que no pasa el tiempo. Y, sí, de un tiempo a esta parte Rodríguez no desfila por las plataformas y pasarelas televisivas en busca de la última novedad de moda sino para recuperar no el tiempo perdido sino el tiempo a reencontrar. Rodríguez repite mucho y es cada vez más TCM (con Tanto Calor Mortal) y menos Netflix. Y, sí, de nuevo: Heat. De y por Michael Mann. El responsable de juntar a nazis con vampiros, del primer Hannibal Lecter y del Último Mohicano, de Ali y de Dillinger, de Miami Vice (que a Rodríguez nunca le interesó demasiado) y de Crime Story (que a Rodríguez siempre le parecerá una de las cumbres más o menos secretas de las series de televisión), de Tom Cruise haciendo de malo malísimo y de todas esas sombrías corporaciones cuyas acciones hielan los huesos de héroes a pesar suyo. Pero antes que nada y para siempre durante y después de todo, Mann es y será Heat: ese paradigma del género heist film. Y en Heat, claro, esa escena del robo al banco (cuya buena influencia llega hasta The Dark Knight y sigue de largo para seguir influenciando). Y, por supuesto, aquella otra escena en la que el ladrón profesional Nate McCauley (De Niro) se reúne en una mesa del restaurante Kate Mantilini en Beverly Hills con el teniente de policía profesional Vincent Hanna (Pacino) para conocerse y reconocerse como dos caras de una misma moneda, como Yin y Yang, como fuera y dentro de la ley pero con iguales trajes oscuros y peinados impecables. Y, ah, se ha escrito tanto y hay tanto para leer en internet sobre la escena en cuestión. En su momento entendida como gran summit de talentos, porque era la primera vez (varias otras a partir de entonces, ninguna mejor que esta) en la que cruzaban líneas de diálogo como espadas aquellos quienes en encarnaciones anteriores habían sido Vito y Michael Corleone. Y, sí, es un gran momento, 6 minutos y 17 segundos. Pocas veces De Niro estuvo más elegante. Y Pacino (quien, quizás todavía bajo los efectos de esas montañas de cocaína que aspiró en Scarface, ya estaba en ese modo gritón que le había valido demorado Oscar por la mediocre Scent of a Woman) se calma por un rato y habla normal. Y es allí donde y cuando el maestro de lo hot-refrigerado Mann --a quien a menudo se acusa de tener más estilo que sustancia-- demuestra que lo suyo es mucho más que impecables secuencias de acción musicalizadas con sintetizadores. Allí, tres cámaras rodando simultáneamente (dos por encima del hombro de cada personaje, una filmándolos a ambos de perfil y cuyo material no se usó en el montaje final). Y se sabe que no hubo ensayo previo. Y es allí cuando uno y otro se confiesan que hacen lo que hacen porque es lo que mejor hacen y comprenden que comparten el estigma y bendición de ser lo que persiguen y de tener muy claro cómo hay que hacer para salir corriendo cuando --"you feel the heat around the corner"-- las cosas se ponen calientes y queman. Y, sí, suele ocurrir: mirándose fijo y escuchándose a fondo, uno y otro son más parecidos de lo que pensaban, intercambian pesadillas recurrentes, se entienden entre ellos mejor que con sus seres queridos y, no, no se parecen en nada a Sánchez y a Feijóo. Es el momento definitivo (y Heat no es otra cosa que un western puesto al día) en el saloon que irá a dar al inevitable duelo final en la calle no bajo el sol sino bajo la luna de un aeropuerto. Mann lo explicó mejor que nadie: "es una escena en la que se juntan dos seres opuestos para descubrir que sólo hay dos como ellos en todo el universo". Y se despiden no como amigos pero sí como brothers in arms casi prometiéndose que la próxima vez que se encuentren uno va a tener que matar al otro y otro va a tener que morir por uno. Y ambos cumplen. Y volviendo a ver esa escena de puesta más teatral que cinematográfica, Rodríguez no puede sino alegrarse de que todo transcurra a mediados de los '90s y no ahora donde, es más que posible, uno y otro estarían siendo interrumpidos y mirando de reojo pantallitas en las que sus subalternos no dejan de enviarles emojis de bolsita con dinero, de revólver, de ladrón, de policía.

TRES Pero, para Rodríguez, Heat --que en verdad es una suerte de remake más que ampliado de L.A. Takedown, telefilm derivado de piloto de serie que no fue y que el propio Mann filmó para la NBC en 1989 a partir de true story-- es mucho más que esa escena en tensa calma. Ahí están también las vidas íntimas (parejas que son un poco como las esposas de los astronautas) y esa ciudad filmada como sólo Mann sabe filmar ciudades. Y a la mañana siguiente de volver a sentir Heat, Rodríguez buscó frescor en su librería amiga y, entre policiales, vio algo titulado Heat 2. Y primero tembló de miedo y después de intrigada anticipación: porque la novela estaba firmada por Michael Mann (con una ayudita de la autora de género Meg Gardiner, porque Mann confesó que "no tenía la menor idea de cómo escribir una novela pero sí sé muy bien cómo escribir películas muy largas"). Y la pregunta no era cómo resistirse a ello sino por qué resistirse. Y, de regreso en casa, el libro ya estaba frente a sus ojos. Y sorpresa --o no tanto-- era muy bueno. Y tan visual y, sí, de película. Algo con un aire caliente al primer James Ellroy de la Trilogía Lloyd Hopkins, al Lawrence Block de Matt Scudder o al Don Winslow de Art Keller. Pero --antes y después de todo-- al Vincent Hannah de Michael Mann aquí persiguiendo al único sobreviviente de la banda ladrona Chris Shiherlis (Val Kilmer en Heat). A la vez que --con modales muy El Padrino II-- precuela en Chicago (conectando con el ambiente de Thief, gran debut de Mann) y con otro robo a otro banco y Hannah ya tras la pista de McCauley. Y la diabólica Los Angeles sino, también, Las Vegas y México y Paraguay y Vietnam. Y Rodríguez se entera que en septiembre (ya con un poco menos de calor, pero vaya uno a saber) Mann estrenará en el Festival de Venecia su biopic automovilística Ferrari. Y no es que el tema entusiasme mucho a Rodríguez, aunque irá a verla a toda velocidad.

Y, claro, a la hora de presentar la novela, Mann comentó lo que cabía esperarse y que todavía se espera: Heat 2 no ha sido otra cosa que calentar motores (y ya abundan teorías demenciales en cuanto a su posible casting) para próxima película o serie cuando pase la huelga y sólo quede salir a buscar y encontrar dinero para poder filmarla.

Y va a necesitarse mucho dinero.

Y, tal vez, lo más fácil para conseguirlo sea robar un banco.

 

O dos.