Casi olvidado por las nuevas generaciones de espectadores, Jerry Lewis -fallecido ayer a los 91 años, en la ciudad de Las Vegas- fue mucho más que el mero bufón con el que se lo solía confundir. A su propio, inconfundible modo, con films esenciales del cine estadounidense de la década del ’60, como El botones y El profesor chiflado, fue un “autor” en el sentido más completo del término, tal como lo definieron los Cahiers du Cinéma. O “un cineasta total” en sus propias, justas palabras, en la medida en que buena parte de su obra lo tuvo como productor, guionista, director y protagonista.
Dueño, en su fugaz esplendor, de una autonomía artística equivalente a la de los grandes comediantes del período mudo, Lewis fue como sus ilustres predecesores -Chaplin, Keaton- un inventor de formas cinematográficas, un cineasta que no cesaba de experimentar a partir de su propia personalidad como comediante. “El más grande cineasta político estadounidense de los años ‘60”, lo definió alguna vez Jean-Luc Godard, uno de sus primeros defensores, quien siempre celebró el carácter disruptivo de su obra, que solía poner al mundo cabeza abajo. Si había alguien que sabía cómo provocar metódica, sistemáticamente el caos, ése era Jerry Lewis.
Nacido en Newark, Nueva Jersey, el 16 de marzo de 1926 como Joseph Levitch, Jerry era hijo de una madre pianista y de un padre artista de music-hall, con lo que no tardó en subirse a un escenario, apenas a los 5 años. A los 15 ya tenía un número propio, en el que hacía la mímica exagerada -traspasar los límites de lo razonable siempre fue su marca de fábrica– de famosas canciones de la época. Y hacia 1945, cuando todavía no había cumplido 20, tuvo un encuentro determinante para su carrera: se asoció a Dean Martin para un dúo cómico que hizo leyenda en los night-clubs de Nueva York, entre ellos el Copacabana del mafioso Frank Costello. El seductor y el metepatas fue un número que Hollywood no tardó en convocar, ya en 1949, para Irma la enredadora, la primera de una docena de comedias para la Paramount en la que el dúo fue escalando en cartel y popularidad, apegándose a una redituable rutina.
El gran salto cualitativo, sin embargo, llegaría con la aparición del director Frank Tashlin, quien causó con Jerry Lewis una suerte de alineación de los planetas. Entre 1955 y 1964, hicieron juntos ocho comedias, entre ellas algunas verdaderamente fuera de serie, como Artistas y modelos, Entre la espada y la pared (que mereció una crítica ditirámbica de Godard en el número 73 de los Cahiers) y la desopilante El matasanos, donde Jerry encarnaba a un enfermero capaz de enloquecer, él sólo, a todo un hospital. Entrevistado por Peter Bogdanovich, Tashlin decía de Lewis: “Jerry nunca ensaya. Una toma y punto. Con Jerry, ensayar es morir. Sus formas dictan el estilo. A veces, cuando hay que repetir una escena, él la cambia por completo, la da vuelta y hace algo completamente distinto. Ese es su encanto: nunca se sabe qué va a hacer a continuación. No mira el guión hasta que llega al set. Y luego tampoco lo respeta. Por lo general, lo mejora. Pero hacer películas de Jerry Lewis no da prestigio...”
Prestigio. Eso fue lo que siempre le faltó en su país (nunca popularidad) y que consiguió, en cambio, del otro lado del Atlántico, con la crítica francesa, que jamás dejó de celebrarlo, al punto de lograr una rara coincidencia: que dos facciones eternamente enfrentadas como las de las redacciones de Cahiers du Cinéma y Positif tuvieran uno de sus escasísimos puntos en común en la obra de Jerry Lewis.
“Ha nacido un autor”, escribió en su momento Bertrand Tavernier, cuando aparecieron las primeras películas de Lewis como director, El botones (1960) y El terror de las chicas (1961). “Bajo el maquillaje del payaso, hay aquí –¿quién lo hubiera pensado?-no un corazón quebrado sino un maltratado maestro de la forma cinematográfica”. A su vez, para Noël Simsolo, “en sus fábulas el absurdo se hace lógica y la lógica es trastornada sin respeto alguno. Igualmente es barrida toda verosimilitud. Gracias a todo esto, Lewis puede imponer a los espectadores su visión del mundo, visión trágica, como la de los grandes creadores llamados cómicos, que testimonia una mirada lúcida por parte de un artista estadounidense. Tan estadounidense como su obra, que no puede existir sino en su país. Sus films sólo son posibles en Hollywood y en el interior de esa estructura de producción. Sin embargo, cada film critica violentamente la Meca del cine y su civilización”.
Esto nunca fue más patente que en El profesor chiflado (1963), considerada una de sus obras maestras como actor y director, una versión desquiciada, a la vez cómica y trágica, de El doctor Jekyll y Mr. Hyde, donde Lewis era de día el profesor Julius Kelp, tan patético como de buen corazón, y de noche el siniestro galán Buddy Love, encarnación del egoísmo y la misantropía. “Muchos creyeron que el reverso maligno del profesor Kelp, el detestable Buddy Love, era un ataque vengativo con Dean Martin”, escribió Lewis en sus memorias. “Eso no es cierto. Buddy Love era una mezcla de todos los individuos imbéciles, burdos, desagradables, odiosos y groseros que uno siempre encuentra por ahí (...) el simpático muchacho de la casa de al lado que viola a una mujer en la calle...”
Audaz en el uso del color, que siempre forzó hasta sus extremos, Lewis también lo era en sus tomas sin cortes y en sus ideas de puesta en escena, concebida en general para aprovechar mejor su plasticidad corporal y su capacidad para las metamorfosis. Esa suerte de síndrome de personalidad dividida se volvería a su vez una constante en su obra, donde en su propio cuerpo cabían no sólo dos sino tres y hasta seis personajes, como en El ingenuo (1964), Las joyas de la familia (1965), Tres en un sofá (1966) y El bocón (1967).
Agotado su público, ante un humor que empezó a lucir anacrónico, Lewis dirigió cada vez más espaciadamente y sus últimas películas pasaron casi inadvertidas: ¿Dónde está el frente? (1970), Trabajando duro (1980) y Más loco que un plumero (1982), “un film trágicamente cómico”, según Serge Daney. De ese limbo lo rescató Martin Scorsese cuando lo convocó para El rey de la comedia (1983), donde Lewis, en un personaje muy cercano a sí mismo, un popular comediante de stand-up de Las Vegas, era secuestrado por Robert De Niro, quien de alguna manera pretendía reemplazarlo, en una nueva variación del tema del doble.
“Entre tomas, Jerry era terriblemente divertido, me daban ataques de asma de la risa”, recordaba Scorsese. “Pero cuando tenía la cámara delante también podía dar una gran actuación dramática, como en una escena con Bobby en la que se permitió improvisar y le decía: ‘Soy sólo un ser humano, con todas las debilidades y problemas: el show, la presión, las groupies, el acoso de los que piden autógrafos, los incompetentes del equipo’...” No era difícil allí encontrar a los dos Lewis, a la persona y al personaje.