Tendría que salir a dar un paseo, como Robert Walser, olvidarme por un momento los mitos y dejarme llevar por la biblioteca. Acaso por un diario personal, un dietario. Consignar la pasión por las enciclopedias y oír la voz interior que funge como un analista de la escritura. Con la diferencia de que ésta, la voz, hace devoluciones intensas, al borde de la crítica.

Prescribe rotundamente: “Escriba sus lecturas”. Dicho, esto último, en tono de plagio y con la voz de Ricardo Piglia.

Después, agrega:

“Sus alegorías, sus mitos de Dafne y Medea, su Ovidios y Lesba, su Laura y Petrarca, recuerdan a aquellas galerías sicilianas de la Edad Media, en la que los monjes revestían los esqueletos de los grandes hombres de la ciudad con sus ropajes, y hacían desfilar a la gente del pueblo, una vez al año, a través de esa hilera de ricos brocados y secos huesos. Bajo esos hábitos, no hay un corazón que late.”

Caramba, tampoco sé si lo hay en la lectura, digo para mí.

Y me quedo pensando en la cita que provee la voz.

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“Todos nos contamos la historia de nuestra propia vida con la ilusión de seguir siendo nosotros mismos; no podemos conocernos, pero sí narrarnos”.

No está mal para empezar, me digo. Otra cita de Piglia, aunque la pongo en duda ya que la ha volcado Vila-Matas a su Dietario Voluble. Si se ha de intentar escribir una intimidad a través de un paseo de lecturas, hay que ir a fondo. Si no, mejor ni empezar, como creo que ha dicho Bolaño (la cita viene de la misma fuente).

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Quiero protestar un poco más. Le pregunto a mi voz: ¿Sabe usted mi querido censor, mi ampuloso crítico, que Petrarca ha sido objeto de estudio hasta por el CONICET? De esos estudios salió el libro: El Amor y la Literatura en la Europa Bajomedieval y Renacentista, compilado por Ciorda y Funes. Y, ya que estamos, ¿no se ha dado cuenta que en Seis propuestas para el próximo milenio Italo Calvino ha tenido que dar un largo rodeo hablando de Ovidio y Cavalcanti, de la levedad, como condición de la (futura) literatura?

Me defiendo, es una defensa cerrada. Todavía quisiera escribir sobre la potencia del amor, posibilidad mediada por lo inalcanzable. Que es como se escriben los mitos y las aporías.

Que es como se escribe.

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“Baje del pedestal”, dice mi psicoanalista literario.

“Ovidio terminó exilado en Rumania, a orillas del Mar Negro, y tuvo que escribir en lenguas bárbaras los nueve años que pasaron hasta su muerte. ¿Sabe cómo se reían de su toga? De nada le servía bajo la nieve, en el hielo. Terminó por usar unos pantalones de sarga. ¿Y todo por qué? Por un poema y un error. Eso es lo que dice al pasar en sus Tristes, Pónticas. Nunca sabremos bien la causa, la razón por la cual el emperador Augusto lo envió a ese destino, pero ahí lo tiene, en un pedestal de bronce lleno de carámbanos, mirando el mar.

“Lea la crónica de Mircea Cartarescu."

“Anote esa lectura.”

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El consejo me dejó frío. Y el frío trocó en fuego, en interés, al abrir Lenguas Vivas de Luis Sagasti. El primer texto se llama “Nieve” y es un recorrido por el revés del lenguaje, por lo borrado y lo secundario, por la imagen del polvo de tiza de un pizarrón cuando la maestra de primer grado, que lo ha llenado con su caligrafía redonda y preciosa, lo borra. O en los intentos de fotografiar un copo de nieve, sexagonal e idéntico y a la vez diferente.

Sagasti nos aleja de lo lineal y pretencioso, y en el último de sus textos va a fondo. De verdad, a lo íntimo y universal.

Le escribo para agradecerle, no se puede escribir mejor.

Conviene citarlo.

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De los diarios de escritores, a los diccionarios. Sagasti invita a leer diccionarios para encontrar la palabra falsa, la palabra intrusa, que es la marca registrada de tal o cual edición.

Leo enciclopedias, un viejo diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot. Aunque aquí hay que andar con cuidado. Cada voz, cada término, remite a la poesía, a los mitos, al anclaje filológico de la lengua, y uno tiende a pensar que tras ellos está la amenaza de la ceremonia secreta del amor.

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Harto de los anuncios de las “Barbies” y los “Oppenheimers” me refugio en el cine negro de la década del cuarenta. ¡Ah, esas inocentes tramas, esos diálogos por demás de vetustos, esas lenguas muertas, esas traiciones y esos amores! Del cruce del desánimo y los diccionarios (el Diccionario apasionado de la Novela Negra de Pierre Lemaitre) surge el filme Corazón de hielo protagonizado por James Cagney, cuyo guion es de Horace McCoy, según su novela Despídete del mañana.

Llegamos a la última escena. La mujer que ha ayudado a Cagney a salir de la cárcel y a mantenerlo con otra identidad ocupado “en asuntos grandes”, descubre la traición inicial; se detiene frente a él en el mismo instante en que está por fugarse con una millonaria.

“And you can kiss tomorrow goodbye”, le dice, en una letanía, y hace fuego.

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Se termina mi paseo. Hay algo de catacumbas sicilianas en las visiones que, releyendo, han quedado escritas. Hay un dejo de inconformismo y una actitud culposa, que no va hasta el fondo ni quiere terminar de salir.

Anotar las lecturas para hablar de uno mismo, ser uno en otro, y esperar a regresar a la ciudad indiferente, a la rutina que ahoga a los mitos, a la soledad.

 

De ser posible, hacerlo leve, sin que implique escribir una sola historia.