Apropiación

¿Es el pasado que vuelve o el futuro que nos habla? Un libro conmovedor, de Jean Pierre Faye, analizaba los lenguajes totalitarios: el movimiento de vaivén y oscilación que trasegaba palabras y significados entre izquierdas y derechas, allá por las décadas del 20 y 30 del siglo XX, hasta pasar el umbral absoluto de la verosimilitud de la aniquilación de una parte importante de la población alemana. La shoa se hizo posible, antes de inventar las cámaras de gas, en el lenguaje.

Las palabras están ahí, capturables, a disposición de una intervención política que las lee y reinterpreta. Los símbolos están ahí, como objetos de disputas y acopios. ¿O no temblamos del mismo modo cuando Morales festeja la Pachamama mientras reprime a comunidades indígenas, que cuando se festeja en las calles de San Salvador la derrota del virrey, haciendo ondear wiphalas? Temblamos, sí. Mientras el Tercer Malón de la Paz acampa en la Plaza de Tribunales, en relativa soledad. ¿Cómo hacer audible que el neoliberalismo gritón no será menos desguazador que los poderes tradicionales, y que además le agrega la defensa del terrorismo de Estado a viva voz? Ya no absolución de Blaquier, estatua quizás.

Las palabras están ahí, y también nos compete a nosotras. Al modo en que una cierta comodidad liberal tiñó nuestras expresiones de autonomía y que dejó a los enunciados ahicito, a la espera de una captura mercantil. Mi cuerpo, mi decisión, que sintetizó nuestras luchas por la autonomía sexual y reproductiva, fue apropiado para defender la creación de un mercado de órganos. Mi cuerpo, mis partes, mi decisión. Marx, que no se privaba de ser socarrón, había dicho: todxs somos libres en el capitalismo. Algunxs, sólo de vender la fuerza de trabajo para sobrevivir. En el giro ultra neoliberal agregan: también las partes del cuerpo, los órganos y las crías.

Apropiación, también, del fondo anarquista de muchas existencias, del hartazgo con el que se fueron fugando a distancia del Estado. La captura de la palabra libertario, convertida en identidad política antagónica a la de aquel nombre y a la vez preservando un hilo en común, debe ser pensada. Porque es fácil decir que estos libertarios son lo opuesto a los anarquistas, pero si recogen su bandera para llevarla a la victoria es porque encuentran allí el sonido de una común desconfianza o adversidad con las instituciones estatales. Y en un movimiento equivalente, la traducción y apropiación del animoso grito ¡que se vayan todos! Ese grito templó muchos modos de habitar las calles, pero sin calles es reconvertido en agitación mediática e informática. Ambivalente, sin dudas, lo fue siempre: el tema es qué tañido fundamental se le saca, con qué otros elementos se enmaraña. Hoy queda claramente tejido con la apología de los grandes mercados: que se vayan todos los que construyen mediación política para que quede el gobierno descarnado (y descarado) de las finanzas.

La hegemonía es esa capacidad de apropiación, de lectura, de traducción. Un cierto estado de las fuerzas sociales, pero también de las maquinarias mediáticas, las tecnologías que procesan, una y otra vez, nuestras imágenes y sentidos, que desguazan las cosas y las dejan ahí, flotando, a disposición de cualquier uso.

Primer punto, entonces: preguntarnos cómo revertir esa apropiación, con qué alianzas, estrategias, resonancias, podemos volver a tramar la wiphala, la autonomía, la crítica al autoritarismo. ¿En qué conversaciones críticas y aliadas se puede sostener? Porque lo que parece claro es que el devenir solitario de las luchas, el ensimismamiento de cada una de ellas, deja la composición política en manos de dispositivos tecnológicos usados y sistematizados por poderes concentrados. Si el mercado del dólar blue es tan pequeño que una corrida está al alcance de la mano; el de las conciencias no es ajeno a la concentración que llama algoritmo a una disposición difícil de pensar de los flujos anímicos y sensibles. La ausencia o la privación de conversaciones políticas extendidas nos deja inermes. Y no importa mucho si eso es sustituido por la revelación genial o equívoca de un liderazgo.

El mundo de vida

La ultraderecha ganó votos populares, en barrios y pueblos. Lo hace con un discurso que es meritocrático, competitivo, agresivo, que denosta la justicia social, los derechos largamente sostenidos, las instituciones públicas. Es posible que muchxs de sus votantes sean personas que sostienen un cotidiano muy diferente al mundo que la ultraderecha promete. Que sostengan la afabilidad de lo común, la asistencia a escuelas y universidades públicas, la búsqueda de un futuro mejor para sus barrios. Que crean en el esfuerzo y el logro, que sostengan la preocupación por el bienestar de las personas que quieren, que no imaginen la venta del riñón de su madre ni la de su hijx por venir.

¿Ingenuidad optimista? León Rozitchner decía que si todxs quisiéramos matar y no lo hiciéramos sólo por la amenaza legal, no existiría lo común. Y no es así. Antes vivimos que matamos, antes pensamos en vivir en común que morir en común. Y sostenemos, me atrevo a decir: incluso los votantes de la ultraderecha, una cantidad de acciones de cooperación, sostén mutuo, acompañamiento. ¿Cómo activar esa vivencia, que hoy está siendo solicitada para revertirla contra lo común -los bienes comunes- organizado como gestión estatal? El aplauso a quien vota por primera vez o el festejo de un título universitario, ¿no son escenas de una apuesta que tendríamos que poder interpelar desde la recuperación de lo común?

Pero eso implica una asunción crítica: la pregunta por cómo la política se despegó de ese mundo de vida, para aparecer muchas veces como dispendio de recursos, palabras vacías, legitimidad de una elite que no sólo vive mejor, sino que exhibe esas diferencias como parte de la publicidad de sus propias personas para obtener puestos expectantes. Llegó el cínico para decir: soy peor que ellos, pero no lo oculto y me pongo a disposición para encarnar la bronca y la furia. Llamó casta a quienes habían surgido de esa distancia y él se ofreció a ser el brazo armado de su destrucción. En el medio, se supo de denuncias, ventas de cargos, implementación de sobornos y solicitudes de favores sexuales, pero eso no empañó la imagen flamígera del redentor. Del que lograba que la bronca tuviera un destino.

Segundo punto entonces: entender la furia y el enojo, no para acompañar su traducción política, sino para intentar desbrozarlos, sacarlos de ese enmarañamiento, defender los mundos de vida contra una decisión que puede convertirlos en tierra yerma. Afirmar lo que tenemos en común con lxs votantes de la ultraderecha: las vidas que sostenemos cotidianamente, el hartazgo sobre las falsas resoluciones. Alejandro Kaufman escribió: hay que “empezar por refutar a la ultraderecha en todo lo que pueda ser refutado”. Esa refutación tendría que partir de la refutación del modelo de persona y de sociedad que ponen en juego, no la aceptación sin más de que así son las mayorías de quienes los votan. Solicitar la experiencia vital contra su reconfiguración ideológica: o sea, mostrar que la ultraderecha es aún más abstracta que las políticas menoscabadas del estado chueco que organiza parte de la vida en común.

El dólar como mito

No hay política sin creencias y sin resto utópico. ¿Cuál es el mito que enardece los ánimos?, se preguntaba José Carlos Mariátegui mientras seguía el acontecer soviético, pero también los despliegues fascistas. Si queremos decirlo de modo más laico: algo de promesa tiene que portar la acción política. No basta conservar, menos aún si de lo que se trata de conservar son vidas rotas, dañadas, expropiadas, sumergidas en un trajinar por la necesidad y el esfuerzo. Vidas tensadas sobre largos viajes, alquileres inaccesibles, trabajos mal pagos o precarios, amenazadas por la inflación o por situaciones de violencia callejera. Ahí, el retintín verdoso del nuevo mito: dólar para todos y todas. Ya no la revolución ni el paraíso en la tierra, ni los medios de producción para todos, ni tierra desalambrada, sino dólares: la mercancía por excelencia, el sublime equivalente general, que todo permite intercambiar. Verde que te quiero verde: el contrapunto de una utopía ecológica de retorno a la tierra y al buen vivir. Que la utopía nos parezca falaz -y no sólo irrealizable- no debe ocultar que viene a responder a una insatisfacción presente. A decir, a su modo oscuro, que la política tradicional no está dando cuenta de esa insatisfacción. Y no porque no prometa irrealidades, sino porque no da el clavo con la eficacia de la fabulación.

Es un mito agitado, sostenido, amplificado; porque su vocero es el economista-político con más apariciones en los medios de comunicación, en donde su mitología es recibida sin serios argumentos adversativos. Mientras la desgrana, la ensoñación verdosa del mito, va creando las condiciones para que todo préstamo del fondo monetario, toda sumisión a los mercados, si garantiza un tramo mayor de circulación, sea bienvenida. El mito revela y oculta, dice y encubre, muestra lo que la sociedad no puede resolver, también.

Tercer punto, imprescindible: pensar en el plano del mito, en las fuerzas utópicas, en la capacidad promesante de la política, en esos arrojos en los que se vuelve a abrir, aún sin esperanza, la esperanza. La imagen contrapuesta a la circulación fluida del dólar, es el cepo: la quietud. Cepo que en nuestra memoria literaria es el del fortín que inmovilizaba a castigados soldados -un tal Martín Fierro, por ejemplo-, y que en esa cadena asociativa termina en el aislamiento hogareño en la pandemia. Cepo y aislamiento pandémico se equivalen, se asemejan: el Estado resulta, en ambos casos, autor de una inmovilidad coercitiva que el mito vendría a sacudir. ¿Podremos pensar un mito de la movilidad y del encuentro colectivo? ¿Mitos en los que podamos reconocer la fragilidad y no negarla, en la que no salgamos del miedo por el atajo del castigo a otrxs?

Diego Sztulwark escribió que el círculo se volvió perfecto: “Los humillados encuentran en el sistema mismo el instrumento para humillar a los humilladores”. Agrego: pero ese instrumento no se dirigirá sobre otra clase que la de lxs explotadxs. Humillación que se volverá sobre sí, sobre los iguales, o quizás los iguales que no somos tanto porque tenemos salario, aguinaldo y vacaciones. ¿Qué mitos pueden reconocer la humillación, la furia, la rabia, para convertirlas en insumisiones frente al poder? Los feminismos cultivamos ese pasaje: de la furia a la acción colectiva. Ahí proliferaron los mitos de una vida redimida de opresiones y una afectividad liberada. Por eso, el voto a la ultraderecha crece mucho más entre varones que entre mujeres jóvenes, porque otra vivencia mítica se fue desplegando y dejó huella, huella sensible en los cuerpos y las decisiones políticas.

Tres movimientos de aproximación, conocimiento e imaginación. Recoger el ánimo de la sublevación contra un presente asfixiante es el modo de combatir la ultraderecha. Apostar a la imaginación política, que implica ir más allá de la mesita donde se discuten y acuerdan y deciden los asuntos de todxs. Recuperar la fuerza acampante, lúdica, amorosa, reticular, inquieta. A sabiendas que lo hacemos después de la pandemia, con las fuerzas mermadas por el agotamiento, con el ánimo amenazado por la apatía. Saber de todo eso y actuar igual. Perseverar, ese nombre del deseo.