Solíamos quedarnos durante una o dos semanas. Mi padre era viajante de comercio en esa zona y aprovechaba para cargar a toda la familia en la camioneta. Eran las únicas vacaciones posibles. Cuando fui adolescente, viajé un par de veces en colectivo desde San Bernardo, llevando a mi hermano. Tengo muchos sencillos y bellos recuerdos de aquellas épocas que viví en el campo.
“¡Romi, no grites que asustás a las tarariras!” le gritaba el Tío Juan a su nieta, con su grave vozarrón mientras caminábamos por el borde del arroyo hasta llegar a la zona donde según él había más pique. Obviamente no pescamos nada. Yo tendría doce años y es lo último que recuerdo haber compartido con él porque falleció un par de años después de que nuestras visitas se habían espaciado porque había nacido mi hermana y surgieron nuevas obligaciones, propias y ajenas. Mi padre siempre dijo que el Tío Juan era el mejor jugador de cartas que había conocido, con una memoria perfecta para el tute, y con una gran capacidad de engaño para el truco.
Mi otro tío se llamaba Raiko, por Radomir. Era hiperactivo, muy bromista y tenía una puntería fenomenal con la escopeta. La llevaba a todos lados, incluso cuando montaba el destartalado tractor, y siempre volvía con alguna perdiz o una liebre en sus viajes al pueblo o al boliche “El chañar”, a muy pocos kilómetros de la chacra. Era menor que su hermano y vivió hasta hace unos quince años.
La Tía Milka, por Milosava, era la esposa de Juan. A veces era un poco brusca, quería ser amorosa y nos apretujaba cuando nos abrazaba. Te homenajeaba con los desayunos más ricos que he comido en mi vida. Que no me vengan a hablar de los que sirven en los hoteles all inclusive. Varias mermeladas caseras, el pan recién horneado, la leche ordeñada esa misma mañana, mate cocido, té, café, algún bizcochuelo y siempre algo más. Todo preparado por ella. Falleció hace veinte años.
La Tía Nelis, por Nélida, es la viuda de Raiko. Siempre nos atendía con una gran dulzura y tenía una sonrisa constante. Seguramente la conserva porque aún vive, con noventa y cuatro años. Es la única de origen no yugoeslavo, creo que es descendiente de catalanes. Mi padre no entendía cómo el Tío había podido enamorar a la piba más linda del cercano pueblo de Arribeños.
Cada familia tenía una chacra de cincuenta hectáreas en una de las zonas más fértiles de la Pampa húmeda, la Colonia San Bernardo, en el límite de las provincias de Buenos Aires y de Santa Fe, a unos kilómetros de Junín. En una tercera chacra contigua nació mi padre. Todos arrendaban campos de la familia Bemberg en los años '40, hasta que el Presidente Perón los expropió y los chacareros pudieron comprarlos en cuotas muy accesibles. Mi abuelo se perdió la oportunidad porque se fundió un año antes por una pésima cosecha, remató lo poco que tenía para pagar la cuota al latifundista y se fue al Dock Sud a poner un almacén. A pesar de la intervención del General, ninguno de ellos fue peronista. Recuerdo cuando en el '73 le llevé de regalo al Tío Juan, a modo de broma y a instancias de mi padre, un banderín con la foto de Perón. “No esperes que cuelgue eso en el espejo de la chata” me dijo, riendo.
En verdad no eran mis tíos, eran primos de mi padre y casi su única familia, muy cercanos en el afecto. Me acuerdo que la casa de Juan y Milka era un lujo para el lugar y la época. Toda de ladrillos, con piso de mosaico, cocina azulejada y un baño muy lindo adentro de la casa, todo en el medio de un monte muy arbolado y prolijo. Hasta contaba con agua corriente y ducha, aunque esta última solo se usaba en el verano. Ninguno tenía gas ni electricidad, como todas las casas de la zona hace cincuenta años.
La de Raiko y Nelis era mitad adobe y mitad ladrillos a medio revocar. Los pisos eran de tierra apisonada y el techo de chapa de zinc, con paja encima para que fuera térmico. El baño era una letrina afuera de la casa y nos bañábamos en un cuartito que también se usaba de lavadero con una enorme pileta de cemento. Para aprovisionarse de agua había que bombear a mano en el patio. Y era nuestra casa preferida.
En ambas, nos iluminábamos con lámparas individuales de kerosén o velas, hasta que en algún momento llegaron los “sol de noche” con garrafa de gas. Criaban algunas vacas y aves de corral para el consumo propio, y armaban unas huertas enormes. Durante unos años, el Tío Raiko se dedicó a la cría de chanchos y después a la fumigación de campos. Pero la principal actividad siempre fue sembrar maíz y otros cereales.
Con mi hermano disfrutábamos a más no poder de esa vida al natural, sin televisión ni nada que no fuera llenarnos de tierra y barro, en contacto con los animales, el sol y el viento. Éramos muy felices, sentíamos la libertad que no se vivía en los pueblos o en las ciudades, y eso que allí todavía se jugaba en las veredas. Corríamos con los perros, principalmente con Colita, y sufríamos con Yenco que era muy bravo. Y cada tanto nos corría peligrosamente el chivo Manuel. Recogíamos huevos y alimentos de la huerta, alimentábamos a los animales y salíamos con la gomera a intentar cazar torcazas, hasta que tuvimos edad para el rifle de aire comprimido. No olvidaré jamás un guiso preparado por la Tía Nelis con las palomitas que habíamos cazado. Ese día nos sentimos como adultos que ya podíamos alimentar a nuestra familia.
Nos enseñaron a disparar carabinas y escopetas, y algunas veces fuimos a cazar perdices y patos a alguna laguna cercana. Pero al poco tiempo ya no disfrutaba disparar, ni siquiera de pescar. Ciertas lecturas empezaron a hacer mella. Además, mis tíos se volvieron grandes y dejaron las chacras para construir unas lindas casas en el pueblo cercano. Las viejas viviendas se desmontaron o se hicieron taperas. Actualmente, en el campo ha quedado solo monte, y en uno de los casos también se desmontó para sembrar todo con soja.
Cuando fui mayor, dejé de ir. Solo volví al campo con mi familia para una fiesta de quince de una prima tercera o sobrina segunda, quien sabe qué, cuando ya tenía treinta años. Más cerca en el tiempo, pasé un par de veces haciendo una breve parada rumbo hacia otras provincias, con mi esposa y mis hijas.
Sé muy bien que aquel campo de mi niñez ya no existe. Cuando en algún debate actual se habla del campo, se habla de otra cosa, aunque a veces se hagan apelaciones idílicas a aquella vida tan dura, con tantas privaciones. Muy pocos habitan las chacras, casi todos se fueron primero al pueblo y después a las ciudades. De algún modo, yo también abandoné mi pueblo para venirme a Mar del Plata. Para todos, la vida se ha vuelto otra cosa. Y supongo que todo eso debe estar muy bien.
Hace un mes, quise ir ilusoriamente en busca del paraíso perdido, como si no hubiera pasado el tiempo. Viajaba hacia la zona de Cuyo, y antes de pasar llamé a la hija de la Tía Nelis. Me contó que ahora vive en CABA donde está cuidando a su nieta porque los padres, ambos abogados, trabajan todo el día y que la tía está en un hogar de un pueblo cercano a Arribeños. Perdió la vista completamente, dormita casi todo el tiempo y muchas veces su mente se pierde un poco. Desistí de pasar.
Un par de semanas después, cuando regresaba de mis vacaciones por la ruta, en un impulso me desvié y fui a visitar a mi tía sin avisarle a nadie. Muy atentamente, me dejaron pasar hasta su pieza. Dormía muy profundamente en una cama con barandas, su pelo estaba blanquísimo, su rostro repleto de arrugas. Intenté despertarla, pero no hubo caso, dormía profundamente la siesta.
Le di varios besos en la sien y en la frente, y le agradecí su amorosidad, pero no solo la suya, sino la de todos los que ya han partido, incluidos mis viejos. Ningún ser terrenal escuchó mis palabras, pero no me importó. Regresé al auto lagrimeando y no quise contarle a mis hijas todo lo que bullía en mi cabeza. No saben cómo me hubiera gustado haberle alcanzado a la tía un huevo recién sacado del gallinero, aún calentito, para que ella me lo batiera con azúcar, como lo hiciera tantas veces cuando era chico.