Sissí. ¿Cuántas veces ese nombre fue sinónimo del más trágico de los cuentos de hadas? Aquella joven emperatriz de una Austria de ensueño, bañada de oro y brocado en la despedida del siglo XIX. Con el rostro todavía aniñado de Romy Schneider, Sissí fue el corazón de una trilogía que convirtió al heimatfilm, el cine folklórico germano, en la perfecta escapatoria para el recuerdo en carne viva del Holocausto. Las películas de Ernst Marischka de la década del 50 -Sissí, Sissí emperatriz, Sissí y su destino- gestaron una princesa de postal turística, un rostro sonriente y exultante ante el inevitable crepúsculo del poder de los Habsburgo. Pero Sissí desbordó su propio mito, asomó en primitivas fotografías como una mujer moderna, preocupada por la moda y la silueta, por la imagen que proyectada, atormentada por el desamor y la soledad que la embriagaba. Fue Luchino Visconti quien descubrió el revés de la leyenda en Ludwig (1972), la clausura de su trilogía alemana concentrada en la caída del Rey Loco de Baviera, tan trágico como su prima adorada. 

Sissí otra vez. En Ludwig, nuevamente Romy Schneider le regala su rostro, ahora más adulto, cargado de desilusiones y renunciamientos. Mientras Luis se refugia en un ideal imposible, el mecenazgo de Wagner y una sexualidad prohibida, Sissí intenta negociar con el imperio, con los mandatos de su suegra, las obligaciones del palacio, el final anticipado del idilio. Sissí asoma en su propia ficción una y mil veces. Su historia se convierte en una cita obligada como gesto de desmitificación del personaje, de exégesis de una monarquía agonizante, como preámbulo de un cambio en la geopolítica decimonónica. La Primera Guerra, la caída del Imperio Austrohúngaro, las nuevas formas de poder. Pero aquella princesa nacida en Múnich y casada con apenas dieciséis años luego emergió como mujer, signada por los mandatos de belleza y maternidad de su época, por el ritual que exige su título, por el tieso corsé que le arrebata el último hilo de respiración.

Corsage -estreno del próximo 31 de agosto en cines luego de su paso por festivales internacionales como Un Certain Regard en Cannes y el reciente Festival de Cine de General Pico en Argentina- comienza en diciembre de 1877, en las vísperas del cumpleaños número cuarenta de la emperatriz Isabel de Austria (Vicky Krieps). La descubrimos en la bañera, sumergida en el agua y aguantando la respiración. Una prueba de resistencia, el desafío de un nuevo récord. Luego la encontramos de pie mientras sus doncellas tiran con firmeza de las cuerdas que aprietan el corsé. Estertores de esfuerzo y contención, mientras un cigarrillo despide humo con parsimonia. Cuarenta y seis centímetros de una cintura perfecta, cultivada a base de una dieta estricta, ejercicios matutinos, una disciplina obsesiva y agonizante. Sissí se mira en los espejos, se compara con los cuadros que decoran todos los palacios. Su reclusión en Hungría despierta suspicacias en la corte y los reproches del emperador Francisco José (Florian Teichtmeister) le exigen el regreso. El descenso del carruaje, las estrofas del himno al imperio en las voces juveniles de un coro, la bienvenida con los chismes habituales, las maledicencias disfrazadas. Un paso al frente y un repentino desmayo, la salida perfecta de aquel inevitable simulacro.

La directora y guionista austríaca Marie Kreutzer ha decidido volver a Sissí. Una figura clave de la historia de su país, el mito sobreviviente de aquella monarquía poderosa que forjó su propia decadencia, una muñeca trágica sometida a los juegos de sus verdugos. Pero el punto de entrada no es su temprana juventud, ni el pródigo casamiento, ni tampoco el contexto político de su asesinato a manos de un anarquista italiano en 1898, como preámbulo del crimen político que daría inicio a la Primera Guerra Mundial. Los cuarenta años eran la expectativa de vida promedio para una mujer a fines del siglo XIX, por ende ese umbral implicaba no solo una agorera premonición sino también un tiempo de descuento, en el que todo podía pasar mientras el reloj movía sus agujas. La perspectiva de Kreutzer se concentra en ese año venidero, 1878, aquel en el que la emperatriz consciente de su exigente imagen pública explora los mismos límites de esa representación, la puesta en escena de su personaje. Y el hallazgo del relato está en la amalgama de esa autoconciencia de la monarca con la aparición de las primeros inventos que precedieron al cinematógrafo, el verdadero anhelo humano de la inmortalidad.

Desdicha y celebridad

Vicky Krieps reviste a Sissí de un extraño misterio. Si bien para entonces la emperatriz era considerada un emblema de la moda, con su peinado extravagante modelado en sus largas trenzas, afecta al esgrima y la equitación, blanco de la prensa rosa, su expresión siempre retiene un enigma, concentra en su mundo interior el peso de lo insondable. Krieps consigue tensar su adherencia al entorno, preciso y geométrico en su concepción pero barroco en sus atrezzos y paleta cromática. Sissí deambula por habitaciones, abre puertas, sube a carruajes y desaparece a caballo por el bosque como una figura esquiva a esas limitaciones del espacio, sinuosa en su deambular pero también con un interior que conserva su verdad frente a la banal insistencia en la representación. Es cierto que existe una conexión en la mirada de Kreutzer con otras mujeres atrapadas en el protocolo monárquico como la Lady Di de Pablo Larraín en Spencer, o en el infortunio de su posición como la Anne de Yorgos Lanthimos y Tony McNamara de La favorita, pero su retrato también aspira a mirar a Sissí como materia de su propia creación, un atributo que se suele aplicar a las estrellas de Hollywood o a las divas de la música.

Sissí no solo es, debido a su posición de emperatriz, sino que debe parecer, en tanto el ojo público está dispuesto a juzgarla por el lugar que ocupa y la forma en que lo hace. La primera escena dirime un reproche recurrente de su marido que tiene que ver con sus reiteradas ausencias en el palacio imperial de Viena para refugiarse en su residencia en Hungría, en la casa de verano en Inglaterra, o en sus prolongadas escapadas a Italia. Viena es el sitio del encierro, un palacio de paredes vestidas de rostros admonitorios que asoman de los cuadros, de techos elevados que hacen el cielo inalcanzable, protocolos exigentes que anulan sus deseos sexuales, su humor ingenioso, su sentido de la aventura. "Mi deber es controlar el destino de nuestro imperio. Tu deber es simplemente representar" le recuerda Francisco José luego de una de las tantas cenas de bienvenida en las que Sissí se evapora como un fantasma. También su hijo mayor, el archiduque Rodolfo (Aaron Friesz), enviado por su padre a una estricta educación militar en Praga, será la voz de la admonición, la que cuestione su humanidad aunque la comparta, la que sancione ese deseo que no se apaga.

Kreutzer diseña con paciencia ese mundo que insiste en su importancia mientras revela su lento camino hacia la extinción. La artificialidad se impregna en la familia como una herencia maldita. Sofía, la primogénita del matrimonio imperial, muerta en su niñez, ha dejado una huella fantasmal en un cuarto vacío que el palacio conserva como santuario. Rodolfo, solo presente en la atención de su padre como el heredero al trono, observa a su madre con mudo reproche y secreta envidia. Y Valeria (Rosa Hajjaj), la hija pequeña a la que Sissí todavía retiene como propia, intentado arrebatarla de la educación estricta, de la hegemonía del idioma alemán, contagiarla de los juegos y los caprichos, la va perdiendo sin remedio frente a un discurso de mandatos y obligaciones. Son los grandes sabuesos sus amores incondicionales, entusiastas pasajeros de todos los viajes, irreverentes en su intromisión a ese mundo humano que parece gozoso de su propia parálisis. Mientras Sissí reniega de la liturgia del retrato imperial, quizás como intento de salvaguarda de su rostro adulto que solo puede ser captado como comentario malicioso sobre su incipiente vejez, la llegada de un joven francés (Finnegan Oldfield) entusiasmado con un nuevo invento consigue dar a su imagen una impronta de verdad irreductible. "La gente amará su invención", lo consuela Sissí ante las burlas que atormentan al inventor de un primitivo cinematógrafo. "El miedo de las personas es efímero. Un pestañeo y la vida ha terminado. Harían cualquier cosa para retenerla, ¿no?".

Un camino para dos

Dos figuras resultan esenciales en el devenir de Sissí en 1878. primero, su primo Luis de Baviera (Manuel Rubey), aquel rey de los dientes podridos que inmortalizó Visconti bajo la fisonomía de Helmut Berger. Aquí Luis ya no es tan juvenil, pese a ser ocho años más joven que Isabel, y su reclusión palaciega se sumerge en el chocolate caliente, los palacios suntuosos de Baviera, la música de Wagner. Esa profunda amistad que une a los primos también los erige como los indómitos hijos de una monarquía que consolidaba con el imperialismo una era de sangrientas conquistas y obligadas revoluciones. En la mirada política que esgrimía Visconti ya hacia el final de su obra, desencantado de las bondades de la izquierda y refugiado en un amargo decadentismo, Luis fue el adversario simbólico de Otto Bismarck, un idealista estéril reemplazado por la codicia laica del nuevo siglo. Para Kreutzer, Luis resulta un espejo oscuro en el que Sissí vislumbra su futuro, reducido a una representación fatua y coronada por el espejismo de una felicidad perdida.

Entra entonces en escena una de sus damas de compañía en la corte, la condesa Marie Festetics (Katharina Lorenz), al principio una circunstancial acompañante de viajes y ceremonias, luego una presencia inmanente al movimiento de Sissí hacia la posible liberación. Festetics no solo fue cortesana sino una importante escritora en su época, cuyo legado han sido numerosos diarios que escrutan la vida en palacio de aquellos años y sobre todo los días en compañía de Isabel. "Ella es un libro para mí -escribe Marie-. Un acertijo en cada página. Su alma es como un museo caótico. Lleno de tesoros que no pueden ser explorados". Sus textos fueron el material de inspiración para Kreutzer en tanto le ofrecen no solo una mirada contemporánea sobre la emperatriz por fuera de los historiadores oficiales -que la atenazaron entre el cuento de hadas y el sombrío culto a la excentricidad-, sino que la muestran como la artífice de su propio personaje, tanto de su gestación como de su oportuna trascendencia.

El juego de dobles que propone Corsage enlaza el mundo de la política con el de las artes, dando carnadura a una representación que no se agota en símbolos como la corona de trenzas o el corsé apretado. Aquellos implementos que consagraron la imagen pública de Sissí, inmortalizada en cuadros y tempranas fotografías, en las crónicas cortesanas o en las intrigas palaciegas, se desbordan en la gestación de ese mismo entramado que primero fue creación y luego leyenda. La atención de Kreutzer al interior de Sissí, a la soledad desesperada, el deseo inagotable, los arrebatos suicidas, la voracidad creativa, se modela con una puesta en escena vibrante, nunca temerosa a los anacronismos, al misterio de un personaje al que no reverencia sino que abraza con genuina comprensión. Después de un largo camino de ficciones que han abordado su variada mitología, la del cuento de hadas y el melodrama decadentista, la historia de la mujer infeliz y la tragedia de un final anunciado, Corsage la suelta de los hilos de ese corsé de representaciones, la despliega al grito furioso de su propia voz, a la voluntad de hacer de la propia leyenda un artificio tangible de liberación.