En el contexto de crisis que se está viviendo en Argentina en particular (y en América Latina, en general), el problema de la pobreza y la desigualdad es central. Aunque la corriente liberal libertaria lo minimiza y afirma que la desigualdad es un motor de crecimiento.
Los libertarios dicen que el capitalismo sacó a la mayor cantidad de personas de la pobreza, haciendo una comparación entre el acceso a los bienes y servicios de un ciudadano promedio en 1800 y en la actualidad. En 1820 más del 90 por ciento de la población vivía debajo de la línea de pobreza extrema, mientras que en 2015 ese porcentaje se redujo a menos del 10 por ciento. Pero esa es una mirada de la pobreza en términos absolutos, es decir, sin tener en cuenta el grado de riqueza de ese momento histórico.
El grado de riqueza hace referencia a las necesidades básicas que tiene una sociedad en una época determinada. En ese sentido, servicios que en 1800 no existían, hoy son esenciales, como por ejemplo, el acceso a agua potable. Desde esta perspectiva, la pobreza es relativa y no puede compararse en dos momentos históricos diferentes.
La pobreza relativa está asociada al concepto de desigualdad. Para los libertarios, la desigualdad es positiva ya que es un factor de crecimiento, es decir afirman que cuanto más crecimiento se genera, más desigualdad hay. Entonces, para ellos, no hay ningún problema ético, es más, dicen que es la causa del bienestar de las masas.
Lo cierto es que la desigualdad es inherente a las sociedades modernas, lo que se discute es el grado de la misma. El informe de Desigualdad Mundial 2022 del economista francés Thomas Piketty destaca que el 10 por ciento más rico de la población mundial recibe el 52 por ciento del ingreso mundial y la mitad más pobre de la población gana el 8,5 por ciento. Si se analiza la situación en Argentina, en 2021 el 10 por ciento más rico capturó alrededor del 40 por ciento del ingreso nacional total. El Indec señala que el 37,3 por ciento de la población (10,8 millones de personas) no tiene acceso a la canasta básica total.
Para no centrarse solo en la ética, también se puede analizar la evidencia empírica. La desigualdad provoca problemas para toda la sociedad, no sólo para los más pobres. Es decir, por más que una sociedad sea rica, si está asociada a una mayor desigualdad, va a haber efectos negativos que afecten a todos. El caso paradigmático es Estados Unidos, que es una potencia mundial y, sin embargo, varios de sus indicadores sociales son peores que los de sociedades menos ricas pero más igualitarias. Por ejemplo, la esperanza de vida es 77,2 años, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Este dato lo ubica en el puesto 45 a nivel mundial. Otro de los indicadores de bienestar social es la tasa de homicidios, la cual es de 7 muertes por cada 100.000 ciudadanos, que lo coloca en el puesto 49 del mundo, según datos del Banco Mundial en 2020.
Richard Wilkinson y Kate Pickett en su obra Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva (2009) encontraron que indicadores como salud física y mental, consumo de drogas, obesidad, embarazo adolescente y tasa de criminalidad están directamente asociados al nivel de desigualdad de una sociedad.
Otro de los temas que surgen al hablar de pobreza y desigualdad es la distribución de la riqueza. Para los libertarios, la distribución frena el crecimiento económico. Esto es contrario a lo que plantea Keynes, quien observó en la distribución de la riqueza un factor de crecimiento.
Keynes desarrolla el concepto de propensión marginal a consumir que no es más que el porcentaje destinado a consumo cuando se incrementa el ingreso. Si se tuviese un ingreso de 100 mil pesos y de un día para el otro se reciben 10 mil pesos más, si de esos 10 mil pesos, 8 mil se vuelcan al consumo, la propensión marginal a consumir es de 80 por ciento. Por ende, en los países donde esa propensión marginal a consumir es más alta, Keynes sostiene que es más rápido generar una reactivación económica mediante el estímulo del consumo y así reducir la desigualdad.
Para repasar la distribución del ingreso, hay dos métodos difundidos. Uno es el coeficiente de Gini, que ordena la población y los ingresos de forma de ver qué porción de la población tiene una determinada cantidad de ingresos en comparación con otra porción. La otra forma de medirla es con la participación de los asalariados en el PIB. En esta última, en el período de mayor intervención estatal, según el Centro de Estudios sobre Población, Empleo y Desarrollo, se pasó de una participación de los asalariados del 31,2 por ciento del PIB en 2003 a 53,3 por ciento en 2015. En el caso del coeficiente de Gini, en esos mismos años, se pasó de 0,50 a otro de aproximadamente 0,40, por ende se mejoró sustancialmente este indicador. En definitiva, a los trabajadores les fue mejor con la intervención estatal y no sin ella.
Por otra parte, el derecho de propiedad, que los liberales y libertarios tanto defienden, esconde un problema de desigualdad desde el principio, que es la herencia, ya que la acumulación de propiedad privada hace que unos nazcan con más oportunidades que otros. Según un estudio de las Naciones Unidas, una persona que nace en el 10 por ciento más pobre de la población tardaría entre 4 y 5 generaciones en alcanzar a una persona de ingresos medios. Además, el estudio concluyó que el principal determinante de los ingresos de una persona durante su vida adulta es el ingreso de los padres, es decir que los ingresos de la familia son el principal determinante del acceso a la educación, la salud y a otros vínculos que condicionan sus ingresos futuros.
Más allá de la cuestión económica de la distribución del ingreso que podría, según quien lo analice, llevar a un mayor crecimiento (o no), lo central en este aspecto es la ética. ¿Podemos sentirnos satisfechos si como sociedad estamos rodeados de carencias? ¿Cuántas soluciones que necesita hoy la sociedad pueden estar en el potencial que nunca se termina de realizar de personas que no pueden alimentarse o que no pueden estudiar?
Pasando a un análisis con una perspectiva a futuro, encontramos como propuesta controversial la de la implementación de una renta básica universal. Si bien esta propuesta puede ser considerada de izquierda, multimillonarios como Elon Musk, la consideran deseable. La propuesta intenta que las necesidades básicas sean cubiertas, lo cual eliminaría la preocupación de todas las personas de procurarse los ingresos mínimos para subsistir. Esto podría generar mayores posibilidades para gran parte de la sociedad que sólo puede concentrarse en su propia subsistencia. Nótese aquí la gran diferencia ideológica con los libertarios: se propone un ingreso básico para que no sea un problema de subsistencia y, así, poder aportar a la sociedad desde un piso mínimo de estabilidad, mientras que para los libertarios el riesgo a no poder subsistir y la inestabilidad es lo que va a motorizar a que haya una sociedad mejor.
En definitiva, de lo que carece la corriente libertaria es que no analiza las condiciones en las que se encuentra la sociedad, ya que, según ellos está compuesta por agentes que tienen comportamientos de acuerdo a preferencias establecidas. Esto quiere decir que lo que no tienen en cuenta es que un trabajador que tiene que aceptar un trabajo bajo cualquier condición para poder alimentarse no es un agente más, como lo es un millonario que debe decidir qué ropa de marca comprar. Mientras no se incorpore esta lógica al análisis siempre se va a llegar a conclusiones crueles como que “la gente tiene derecho a morir de hambre”. O pensar que los sacrificios humanos dentro de un mercado son por libre elección cuando, en una inmensa mayoría de los casos, esos intercambios son bajo reglas que contienen escasa o nula libertad.
* Economista, autor del libro Falacias Libertarias y miembro de FUNDUS.