La casona frente al Hospital Interzonal de La Plata, a media cuadra de Avenida 1, había estado deshabitada durante mucho tiempo porque sus dueños murieron y el único heredero natural permanecía internado en el Melchor Romero con declaración de insania. A sabiendas de que la vivienda no era reclamada por nadie y carecía de utilidad alguna, un grupo de pibes la ocupó, se hizo cargo de ella, le hizo mantenimiento y pagó los servicios e impuestos.

Los muchachos eran compañeros en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata y además compartían el gusto por un lenguaje muy interpelador de la juventud en esa década de crisis de representatividad política en Argentina: el rock. Hasta habían formado una banda, Chempes 69, nombre que vinculaba el número de la calle de la casona que compartían y la forma en la que llamaban al goleador Mario Kempes en Suecia, país en el que había estado exiliada la familia de uno de los habitués de la vivienda.

En ese nudo de vivencias e influencias se fue amasando la atmósfera de la casa de 69 y 1, dominada por un espíritu squatter: gente que copa un lugar abandonado no solo para habitarlo, sino más bien para reconvertirlo en un espacio de resistencia y producción contracultural. Sin la aparición de los pibes, la casona hubiese sido invadida por las ratas. O presa de negocios inmobiliarios que, en lo sucesivo, fueron recortando los cielos del casco platense con edificios proyectados al infinito.

Muy cerca de ahí, en 72 y 122 bis, otro colectivo había vivido una experiencia cooperativa y artística similar en los años 70’: La Cofradía de la Flor Solar. Como aquellos cófrades (entre los que estuvieron futuros integrantes de Los Redondos como Skay Beilinson y Rocambole), los Chempes también se influenciaban por su momento social y político. Así lo demostraban en sus letras y también en sus acciones, dentro de las que se incluían, por ejemplo, participaciones en distintos eventos de Madres de Plaza de Mayo.

Naturalmente, nada de eso le caía simpático a la policía, quien seguía con atención todos los hechos de la casona de 69 a unas diez cuadras de distancia, en la Comisaría 9 de La Plata. El escuadrón se había formado en la escuela Juan Vucetich cuando la Bonaerense era manejada por Ramón Camps y Miguel Etchecolaz.

Los “ruidos molestos” fueron una excusa para tirar la puerta abajo y ordenarle cuerpo a tierra a todos. Nunca se supo si hubo una denuncia real de vecinos porque los efectivos ni siquiera tenían orden de allanamiento en mano: cuando uno de los chicos quiso pedirla, le respondieron con una piña en el estómago. El terror dominó el aire y todo se volvió un silencio espeso. Esa tarde estaban todos, menos uno: Miguel Bru. Era abril de 1993.

Tiempo después se supo que antes de esa irrupción, la policía había hecho tareas de espionaje. Supusieron que la casa era dominada por un estilo de vida “errante, del tipo hippie, siendo las personas que lo frecuentan de características bohemias, sin una residencia fija, ya que pasan un tiempo en cada lugar y que podrían llegar al consumo de drogas”. Así demuestran unos documentos secretos que décadas después sacó a la luz la Comisión Provincial por la Memoria, custodia de los archivos de espionaje de la ya extinta Dirección de Inteligencia de la Policía Bonaerense. La caracterización era estigmatizante e imprecisa: los pibes eran estudiantes universitarios, tenían inquietudes culturales y organizaban distintas actividades. Lo único que no tenían era plata para pagarse un alquiler. El defecto era ser pobres en una ciudad que siempre ambicionó ser iluminada pero burguesa.

El propio Miguel Bru era parte de esa generación de pibes de clase popular pero inquietos. Y, sobre todo, sensibles: cuando vivía con su mamá, Rosa, solía caerle con cirujas que encontraba en la calle para darles de comer. Luego, ya en la facultad, juntaba unos mangos limpiando vidrios. Los policías creyeron que eran unos boluditos alunados. Hicieron una lectura muy alejada de la realidad.

Cuando Miguel se enteró de lo que había pasado en la casa, tomó una decisión audaz pero riesgosa: denunciar al servicio de calle de la Bonaerense que había entrado a las patadas a la casa de 69 sin el aval judicial. La policía, naturalmente, no se lo perdonó: lo empezaron a seguir de cerca. Tan de cerca, que incluso Walter Abrigo y Justo López, efectivos de la Novena de La Plata, lo buscaban por el barrio para pasarle por al lado con un patrullero Chevy, cuya marcha aminoraban para seguirle el tranco e intimidarlo. Poco después lo incriminarlo a él y a sus compañeros de un robo a un comercio ocurrido cerca de la casona. Los pibes no tenían nada que ver ni había pruebas concretas para acusarlos, era todo parte de una estrategia para paranoiquearlos.

El 17 de agosto de 1993, Miguel fue visto por última vez. Se había ido a Magdalena, a cuidarle la casa a una pareja amiga que estaba de viaje. Cuando lo fueron a buscar, encontraron su bici tirada y algunas prendas suyas. Solo una persona se animó a contar lo que habían hecho con Bru: Horacio Suazo, detenido en la Novena por esa misma fecha, confesó que lo torturaron en la comisaría con submarino seco hasta ahogarlo. Luego se llevaron el cuerpo y nunca más se supo de él.

La insistencia de sus amigos logró que el tema tomara interés social y ocupe centralidad en la agenda periodística, en una estrategia similar a la que habían hecho los interesados por Walter Bulacio dos años antes. Así lograron que en 1999 fueran condenados Abrigo y López, al igual que el entonces comisario de la Novena, Juan Domingo Ojeda, y el suboficial Ramón Cerecetto. Treinta años y cuarenta búsquedas después, Rosa, su mamá, solo pide que le digan qué hicieron con el cuerpo de su hijo.