Abrazás la calle con la desconfianza de los heridos; sentís el calor y el frío con una piel pretendida que percibe falsas esas sensaciones; las nubes son densas y perduran; dicen que el sol está, que ahí está, te obligan a que lo veas, pero te censuran la imaginación con palabras que lo destruyen; insistís, seguís confiscado en el delirio ajeno; volvés a zonas que te fueron hostiles; regresás con la esperanza de hallar el refugio (antes al menos tenías dónde esconderte); sabés que es en vano, que el manto de la nostalgia no alcanza para tanto, tanto, tanto; en el viento presentís un indicio; lo seguís, y descubrís que el deseo te engañó de nuevo, que nada será distinto con sólo pretenderlo, que abriste un canal para drenar la sangre pútrida y que por él también se ha ido lo poco que había de bueno, que mendigás un norte y ni siquiera sabés de brújulas, de sures, de ponientes, de rancios occidentes. ¿Con la mano querés descorrer la niebla, ésa que responde a un único rey, al único, repetido y oculto rey? Necio, mil veces necio, cerrás los ojos creyendo que en la oscuridad sólo sirve más oscuridad; te abandonás a la providencia buscando la voluntad; necio, mil veces necio, arderán las llagas de tus pies exhaustos, tirarán los músculos mal elongados, te sudarán los ojos; mermarán las cercanías.

Corrés, ahora, corrés; pero no tenés idea de dónde viene ni hacia adónde va tu prisa, ¿entendés la paradoja de correr para llegar tarde o no llegar nunca? Qué te importa, si no sabés hacia dónde vas; la niebla sube, pero no se dispersa; sigue a medio cielo, debajo de las nubes que amenazan con más lluvia; en la esquina hay un espejo; te sorprende encontrar un espejo solitario en esa esquina... ¡Y no advertís que hallaste una esquina en la llanura! Quedás petrificado delante de tu imagen, te cuesta reconocer en ella al hombre que suda exhausto y casi decidido al derrumbe; la vanidad te precipita nuevamente a la carrera; te alejás sin mirar hacia atrás porque no querés estatua de sal, pero seguís errando, seguís ciego a todo; no ves que si hay una esquina, debe haber dos calles que se cruzan; una o la otra, cualquiera... Pero vos te vas, te alejás corriendo con una renovada, inútil y falsa esperanza, ¿pensás que en la búsqueda azarosa recuperarás la senda y el viejo semblante?

Necio, mil veces necio, cuántas reflexiones inútiles en las tarde de hastío, cuántas horas malgastadas en divagues metafísicos y todavía no aprendiste que el Tiempo es tiempo y siempre lo será, mientras que vos no sos más que este ahora que ya es antes; que tenés un fin y ese fin quizá sea ya; adónde vas, quién te aconsejó la ruta, qué ruta ves entre nubes y neblina.

La arena no quita la sed y sin embargo bebés desierto en vasos de barro crudo; la vigilia no cura el sueño, pero te aferrás a la incoherencia de la duermevela; las palabras no sacian el hambre, y seguís alimentando dudas en páginas que te abruman con preguntas que fueron de otros; la muchedumbre no es solución para tu soledad, y caminás en laberínticos pasajes repletos de personas que te erizan la piel, que te someten al absurdo de la seducción, que te amenazan, te acusan y te señalan con el dedo de la pertenencia; el suave algodón no es abrigo, pero volvés, volvés, siempre volvés buscando la manta de tu cuarto primario.

Necio, mil veces necio.

Comprás el diario y comenzás la lectura en la última página; historietas y chistes; decís que es por costumbre, pero en realidad buscás un consuelo, un cable a tierra en la risa paradójica; admirás una firma, el ingenio, y suspirás acongojado por la triste realidad de probables chaparrones para la jornada de hoy con fuertes ráfagas del sector norte y neblinas matinales; temblás ante la idea de un exterior con máxima de 12 y mínima para la escarcha; te asustan las nubes y las neblinas y el frío y el viento que ya sabías desde que abrazaste la calle, herido y desconfiado.

Te sentás en un café, pensás que es el lugar perfecto para sumergirte ingenuo en esa madeja inextricable de palabras y erratas jamás reconocidas; son la realidad, tan igual y tan planeadamente distinta; lo blanco allí es blanco, pero por alguna razón, hay días en que el blanco es más blanco... y hasta el verde es blanco, lo mismo que el negro y que el resto de los colores; al blanco siempre lo viste blanco y nada más, con una blancura carente de otra virtud que la definición concreta y extrema; pero ahora te convencen de que, además de extremo, el blanco es rico en vitaminas y bajo en colesterol, y entonces ya lo ves distinto, sentís como con un sabor a blanco que te anega la boca con un deseo más, un deseo prefabricado por la industria de los deseos, como todo buen deseo.

Advertís que en el café, por alguna virtud acústica o por mero azar arquitectónico, el silencio es una alarma que resuena en los tímpanos apunados; pero hay una aroma a café con leche y medialunas que te reconcilia con otros sabores de otros colores; por el momento olvidás el blanco y te sumergís en una orgía de grasas y carbohidratos; tu paladar y tu lengua y tus dientes y tu olfato se conjuran para el engaño; de golpe creés en la felicidad y te repetís que esa felicidad la constituyen los pequeños instantes; lo pensás porque no sentís el vacío que otros sienten; lo creés porque olvidaste que las nubes están ahí y que la neblina humedece los ánimos que fugaron al café y al hojaldre azucarado.

Tenés tiempo, te sobra el tiempo, corrés a ningún lado; el tren que te espera no tiene horario de partida, pero vos no sabés que hay un tren que te espera con la impaciencia de la que sólo son capaces los trenes sin horarios; pagás, cerrás el diario, lo doblás en dos a lo largo y te lo llevás al bolsillo más atestado de la campera, junto con las llaves y los cigarrillos; hay también una moneda, y un cospel; ahora de qué sirve, pensás; ahora qué hago con un cospel del año de los cospeles; si no comprendés el tiempo, ¿cómo pretendés entender los destiempos?

Esperás, te tomás el pulso bajo la sombra de un cariño; sentís el agobio, la fatiga del excesivo preservarte, leíste en algún lado que cuando alguien quiso morder se dio cuenta de que ya no tenía dientes; no querés lo mismo para vos, pero en lugar de morder, preservás tu dentadura también...

Primeros días últimas horas; muros; quinientos metros con vallas; vamos, vamos, viejo, qué esperabas....

Necio, mil veces necio.

Las heridas cicatrizan, pero las tuyas no son físicas; tu sangre es incolora, inodora, insípida, dolorosa; te nacen llagas sobre las heridas, un cuchillazo más para que aprendas la lección; necio, mil veces necio.

¿Valen más tus palabras necias? Las ideas son agentes infiltrados, llegan y se quedan en un intento desmitificador de voluntades; pretendés sabiduría, pretendés el escalón de arriba, pretendés prestigio, pretendés anarquía, voluntad y alegría contenida: vamos, necio, es la bravura, la ambición que te conmueve. Oí el silencio y cómo quien te habla intenta un tuteo cursi, literato y tan antiguo como el Tiempo. En cada una de esas palabras duerme la acción; es casi una obviedad; te reís de los profetas como si no supieras que la idea flota en el aire para que todos las perciban y algunos las aprovechen; si la idea resulta, si prospera, o al menos se tiene como posible, será porque todos, en mayor o menor medida, habrán logrado percibirla.

Temor al sacrificio, al trabajo, al bien común; cada uno se cuida el culo con sus manos y el resto, si no sirve, que se cague... argentinito volátil, dócil, pelotudo, hasta cuándo vas a seguir indocumentado en un país que ya es desgraciadamente el tuyo; bancatelá si todavía pensás que no sos Kunta ni sos Kinte; bancatelá. Pero si lo ves, si admitís tu parte de hambre y de individuo que se pela el culo para acomodarse dentro de un molde que no lo contendrá jamás, entonces qué esperás, viejo, qué esperás.