Todas las luces de la casa estaban prendidas. Se accedía por un pasillo de uso exclusivo. Una puerta lateral permitía el ingreso a un patio embaldosado. Las habitaciones daban a una galería cerrada con una mampara, que alternaba vidrios blancos y de colores, transparentes y traslúcidos, dando un efecto de caleidoscopio al recibir el sol del invierno.
Los Venturuzzi se habían mudado allí hacia un par de años. El banco había trasladado a Juan a la ciudad. Acostumbrados al silencio del pueblo, a saludar a todos los vecinos, a que los chicos jugaran en la calle de tierra o en la plaza sin supervisión alguna, les costó encontrar un lugar para vivir.
Habían visitado varios edificios, algunos más modernos que otros. Los dormitorios les resultaban muy pequeños, los palieres con varias puertas de acceso a otras viviendas los incomodaban.
En los recorridos escuchaban discusiones, música y ruidos indescifrables, el olor a comida inundaba el ascensor cada vez que se abrían las puertas. Se sentían invadidos.
Después de unas cuantas visitas decidieron buscar una casa, preferentemente en el macrocentro. La inseguridad de los barrios alejados, mucho más verdes en algunos casos, los aterraba.
Pedro y Mora todavía eran pequeños como para desplazarse solos hasta la escuela, necesitaban cercanía. Juan podría tomarse un colectivo al trabajo y Antonella tendría más chances de encontrar un jardín de infantes donde necesitaran personal.
La vida de los cuatro se fue acomodando. Contrataron una niñera para que cubriera las horas en que el trabajo de ambos se superponía. Acostumbrados al pueblo saludaban a todos los vecinos y se presentaban. Con algunos tuvieron más eco que con otros.
Elsa, que vivía a dos casas de distancia, esperaba en la puerta la vuelta de los chicos de la escuela y siempre tenía alguna golosina para obsequiarles. Don José el tapicero que pasaba horas trabajando en su pequeño taller con la persiana levantada, los dejaba pasar a jugar con los gatitos abandonados que tenia siempre en una caja hasta lograr ubicarlos con alguna familia. Casi siempre Pedro y Mora les asignaban los nombres.
En el otoño, la noticia del secuestro de galgos maltratados caló hondo en el Jardín. Juan no quería saber nada con mascotas, lo preocupaba la suciedad dentro y fuera de la casa, la ausencia de terreno, las molestias a los vecinos. Los chicos también se enteraron en la escuela y no cesaron de insistir para adoptar uno. Así llegó Melón, un cachorro bastante raquítico, con el pelo opaco y unos ojos que clamaban amor. Rápidamente se fue acomodando al ritmo de la casa. Los paseos con horario y con correa constituían parte de su rutina. El patio era su desahogo.
Llegaron las primeras vacaciones de invierno. Antonella entretenía a los chicos con distintas actividades. Con sol iban a la plaza, con el golpeteo de la lluvia en el techo de chapa se quedaban adentro, pintando, viendo una peli.
El ruido seco seguido de un estallido de vidrios se desparramó por todos los rincones. Se sobresaltaron.
Antonella fue al dormitorio de los chicos y vio el rompecabezas de quinientas piezas, hasta ese momento perfectamente enmarcado, caído sobre la pinotea. Lo recogió con cuidado para no lastimarse, una andanada de sentimientos la ocupó: sorpresa, duda y un vago pensamiento de extrañeza. El clavo estaba en su lugar.
El frio había disminuido y Melón dormía en la galería. A Juan lo despertaron los ladridos. El perro miraba hacia la puerta de entrada con actitud de alerta. Se acercó con precaución, verificó que todo estuviera cerrado y volvió a la cama. El amanecer los sorprendió con voces que venían de la cocina. El televisor estaba prendido y los periodistas daban noticias de posibles paros, indice de inflación, la corrida del dólar blue. Lo habitual. Se miraron sorprendidos.
La primavera trajo alegría a la casa. Las ventanas y puertas permanecían abiertas. La brisa los envolvía con perfumes de los patios vecinos. Desde el fondo se colaba la glicina con sus racimos violetas. Los recuerdos del pueblo se agolpaban en la cabeza de los adultos.
La mesa del patio estaba dispuesta en la galería. El repasador y algunos cubiertos se habían caído varias veces, la botella de agua saborizada se derramó sobre la mesa y salpicó a todos. Los padres reprimieron a los chicos, que devolvieron la mirada como sin entender.
Primero fue una vidente, después un curandero, los evangelistas del templo cercano munidos de sus biblias, los católicos con su imagen de la Virgen de San Nicolás. Relataban sus vivencias, argüían que no había maldad en los espíritus para calmarlos en el mientras tanto, prometían terminar con los fenómenos extraños y se retiraban.
Pedro estaba desayunando vestido para ir a la escuela.
Una señora me contó un cuento
¿En la hora de lengua?
No mamá, se sentó en mi cama.