Tiene razón el crítico Diego Lerer cuando define al neoyorquino Ira Sachs como el más europeo de los cineastas estadounidenses contemporáneos. Lo suyo es filmar personajes muy parecidos a los que caminan por las calles, hombres y mujeres con problemas tan cotidianos como enfrentar la batalla diaria para pagar las cuentas (la notable Por siempre amigos) o los resquemores ante una relación amorosa que empieza a fisurarse a raíz de una mudanza obligada por, claro, falta de dinero (Love Is Strange). Dueño de un estilo naturalista, cultor de las actitudes y gestos mínimos como caja de resonancia de los mundos internos de sus criaturas, Sachs visitó Buenos Aires durante la última edición del Bafici para presentar la flamante Pasajes, que narra las ideas y vueltas de un triángulo amoroso entre dos hombres y una mujer. La película ahora está en salas, previo a su lanzamiento en la plataforma Mubi.
“La idea surgió cuando vi a Franz Rogowski en Happy End, la película de Michael Haneke, y sentí algo raro, una mezcla de fascinación, atracción, sorpresa, curiosidad y conexión”, dice el realizador ante Página/12 sobre el origen de este film que tuvo su estreno mundial en el Festival de Berlín. Ese actor alemán interpreta a Tomas, un director al que la película presenta dirigiendo una escena con carácter déspota y maltratando a los extras. La actitud no cae del todo bien en su pareja Martin (Ben Whishaw), más aún cuando Tomas no quiere bailar con él en la fiesta de fin de rodaje. En esa misma fiesta está Agathe (Adèle Exarchopoulos), una joven maestra jardinera francesa sin vínculo con el mundo del cine, pero que sabe quién es ese muchacho que la seduce sin demasiada sutileza. Comienza allí, entonces, está “historia de amor”, como la define Sachs, en la que el deseo y la idea de masculinidad ocupan un rol central. Dos temas acordes a estos tiempos y en los que, según el director, resuenan los ecos socioculturales legados por la administración Trump.
“Escribí Pasajes con mi coguionista habitual, Mauricio Zacharias, al principio de la pandemia, cuando nos prohibían hacer cosas. Nos pusimos a pensar qué pasaría si a los hombres nos negaran el poder y fue una situación muy incómoda porque los hombres asumen que tienen poder. En ese sentido, creo que Trump significó muchas cosas en términos de masculinidad y deseo. Además, tenía ganas de filmar una 'love story', una historia de intimidad en la vida diaria, que es lo que amo del cine”, cuenta el responsable de The Delta, Forty Shades of Blue y Keep the Lights On, entre otros.
-¿Qué le aportaba a esa historia de amor el hecho de que fuera un triángulo amoroso?
-El triángulo es un lugar de suspenso y un buen ámbito para un drama, porque siempre va a haber alguien queriendo algo que otra parte le va a negar. Entonces, como espectador resulta difícil saber dónde pararse, por lo que se crea una mezcla de espera y excitación. Incluso cuando filmo historias cotidianas, en realidad estoy haciendo películas de suspenso en las que no se sabe qué va a pasar. Como espectador uno está siempre desorientado, en medio de esas situaciones que se sabe cómo empezaron, pero no cómo van a terminar. Eso crea un vínculo que, espero, para el público resulte íntimo.
-Una de las características de sus películas, y Pasajes no es la excepción, es que los personajes no son ni héroes ni villanos. ¿Hay una relación entre esa construcción y la búsqueda de intimidad que menciona?
-Exacto. ¿Quién puede ser "bueno" o "malo" en un triángulo amoroso? Trato de hacer cosas que me gusten y que piense que son buenas porque, si terminan siendo muy simples, nunca van a tener la profundidad que me interesa. También estoy interesando en cómo nos identificamos con personas que podríamos considerar "malos". Con Fran teníamos muy claro que Tomas era un antihéroe al estilo de los films noir de James Cagney. Vimos varias películas de él, como El enemigo público o Alma negra, para tratar de encontrar un rasgo de placidez en ese antihéroe.
-¿Qué rol juega la empatía a la hora de escribir un guion?
-Es un poco un cliché, pero lo más importante es querer a todos los personajes por igual porque todos importan. En este caso, además, quise mucho a los tres actores. Me sentí muy bienvenido y comprometido con ellos, y nos divertimos mucho filmando. Hubo mucha alegría en el set, algo que hizo que la tristeza y la pasión de sus personajes fueran mayores.
-Esta es su segunda película filmada en Europa. ¿Se siente más cómodo allí que en Estados Unidos?
-Me siento mejor financiado (risas). Me siento muy cómodo en París. Voy seguido desde que tenía poco más de 20 años, así que la pasó muy bien y tengo muchos amigos. También siento una conexión especial con el cine francés desde que era joven. Esa comodidad fue clave para que quisiera hacer esta película. No podría haberla hecho en Berlín, Londres o Buenos Aires.
-Algunas críticas relacionaron a Pasajes con el cine de Maurice Pialat. ¿Encuentra conexiones?
-El DF Josée Deshaies y yo nos referimos a Pialat como "el monstruo", porque su presencia para mí y para muchos directores, sobre todo en Francia, es tan grande, que uno está en una suerte de batalla contra él. Hay un término en teoría literaria que es "ansiedad de la influencia" y se refiere a cómo cada artista está en tensión con quienes les precedieron. Para mí Pialat es una de esas figuras. Es una relación más bien estimulante que favorece a mis propios descubrimientos. Pialat es uno de los cineastas con los que siento que estoy dialogando y batallando.
-Ha hecho película sobre una pareja adulta (Love Is Strange), otra sobre una pareja más joven (Keep the Lights On), una sobre la amistad de dos chicos (Por siempre amigos) y ahora sobre un triángulo amoroso de treintañeros. ¿Cómo trabaja la construcción de vínculos en edades tan distintas?
-Todo empieza con los actores. A medida que te volvés más grande, las personas adultas y jóvenes no parecen tan diferentes. He descubierto que la actuación no es muy distinta para un chico de 12 años que para alguien de 70. Trato de crear situaciones para que cualquiera pueda sentirse confidente y cómodo en el set. No ensayo con mis actores, no importa que sean chicos o grandes. Llegan a filmar con las líneas aprendidas y los ensayos empiezan cuando se prende la cámara. La atmósfera que se genera es igual con actores de todas las edades.
-Alguna vez dijo que los cineastas que trabajan con situaciones cotidianas deben respetar los problemas que importan, como por ejemplo cómo los personajes pagan las cuentas y lidian con su vida. ¿Puede ampliar esa idea?
-Supongo que siento que mi trabajo como director y narrador es prestar atención con la mayor empatía posible. Si no fuera realizador, creo que podría tener un solo trabajo: psicoanalista. En ambos casos se necesitan ser simultáneamente atento, analítico y empático para percibir las alegrías y tristezas individuales.