El término “popular” es muy complejo, casi impalpable de tan ambiguo. Pocas veces logra expresar el volumen de lo que contiene y casi nunca termina de definir lo que señala. Pero hay casos en los que la palabra asume toda su bondad y se materializa con el ímpetu de sus raíces. Es el caso de Chico Novarro, artista popular, por contenido y destino. Chico Novarro murió este viernes en Buenos Aires. Estaba por cumplir 89 años. Su hijo, el actor Pablo Novak dio a través de las redes sociales la noticia, que enseguida se multiplicó por los portales noticiosos de un país que acaso sin saberlo, desde hace décadas de distintas maneras canta sus canciones.

Con Chico Novarro se va un artista personal. Más aún: una personalidad, uno de los últimos de esa raza escénica, capaz de lograr el temperamento justo entre masividad y distinción, entre diversión y profesión. Discos, cine, televisión, escenarios. Chico fue el producto genuino y bien terminado de las dinámicas del espectáculo del siglo XX, un artista de inspiración oportuna y versatilidad extraordinaria, que supo pintar la ciudad con “Un sábado más”, “Cantata Buenos Aires” y “Cordón”; que supo enamorar con “Cuenta conmigo”, “Algo contigo” y “Nuestro balance”; que supo facturar bien con “El orangután” y “El camaleón”.

La suya fue una vida artística de desparpajo y hedonismo, que por lo larga y ancha se podría dividir en varias. Compuso más de 700 canciones. Una cifra enorme, que refleja una línea de tiempo en la que un primer vistazo deja entender que las obras de la madurez redimen a los pecados de juventud, pero que hurgando un poco más a fondo se puede entender como el testimonio de un observador agudo y sensible, un poco testigo y un poco partícipe. La mirada discreta del que sin estar adentro del todo, no parecía estar afuera de nada.

Tengo ritmo

Chico nació como Bernardo Mitnik en Santa Fe el 4 de septiembre de 1933. En la casa de Alberto Mitnik, zapatero ucraniano, y Rosa Lerman, ama de casa judía de origen rumano, sus padres, en materia de música se escuchaba de todo. Aunque era la ópera el momento sublime, ese en el que todos se detenían para prestar atención. Sin embargo, marcado por el tiempo y la geografía, al pequeño Bernardo la música le entró por el lado del tango y, sobre todo, por el jazz. Con esa ilusión comenzó a estudiar música, antes de trasladarse con su familia, por problemas de asma, a Córdoba, a Deán Funes, en el norte provincial.

A los 14 años ya rondaba los escenarios como baterista en el grupo Blue Star Jazz, del pianista Carmelo Taormina, y más tarde como cantor, y baterista eventual, en la orquesta típica de José Lovrich. Pero el mandato familiar apuntaba para Bernardo Mitnik otro destino e indicaba la formación como Perito Mercantil y más tarde, en todo caso, la carrera de Medicina. Ya instalado en Córdoba se mantuvo como empleado contable, seguía estudiando música y animaba bailes como parte de la Montecarlo Jazz, mientras su nombre, que a esta altura había mutado en Miki Lerman, empezaba a hacerse conocido en el reducido ámbito del jazz cordobés. A mediados de los '50 probó suerte en Chile. Fue como baterista y al poco tiempo volvió como cantante de tangos.

Sin desanimarse, en 1956 Miki se preparó para el salto mayor y definitivo: Buenos Aires, donde había estado en el inicio de la década como bongocero de una orquesta tropical de escasa fortuna. Ahora, el muchacho estaba decidido a entrar a la gran ciudad por el lado del jazz. Del jazz moderno, según las líneas que en la época trazaban la grieta entre el swing y el bebop. Junto a Gato Barbieri, Santiago Giacobbe, Jorge Navarro y otros jóvenes iracundos, Miki fue parte de la Agrupación Nuevo Jazz. En ese ambiente conoció al guitarrista, compositor y arreglador Rodolfo Alchourrón, que le aconsejó tomar clases con Jacobo Fischer, ilustre nombre académico de la armonía y el contrapunto.

Por entonces la ciudad era grande pero el jazz chico, por lo que no tardó en reencontrarse con Raúl Bonetto, un cordobés que había conocido cuando tocaba en la orquesta de Hugo Forestieri. Bonetto, que por esas cosas de las carteleras ahora se llamaba Boné, le propuso a Miki armar una sonora con pinta de tropical para salir a probar suerte a Colombia, el reino de la cumbia y el merengue. Con patente de "latinos", Miki y Boné regresaron a Buenos Aires en la época en que surgía El Club del Clan, aquel consorcio de cantoras y cantores que representaban una forma de juventud sofisticada y volátil. Entre el “boom del folklore” y el letargo del tango, la canción cambiaba de sonidos, la máquina de hacer ídolos mutaba de paradigma y la juventud se convertía decididamente en una categoría de consumo.

Miki y Boné lo sabían y apuntaron a eso. En la audición de aspirantes para ser parte de esa u otra hazaña juvenil, los recibió Ricardo Mejía, el productor ecuatoriano que por entonces capitaneaba los nuevos rumbos. Los notó, los eligió y los llamó Los Navarros. A Boné, que medía uno noventa lo llamó "largo", a Miki, más pequeño, lo llamó "Chico". Grabaron un disco para RCA en 1961 y al año siguiente, sin Boné, Miki entró a formar parte del elenco estable del Club de Clan. Era ya Chico Novarro y cantaba con Palito Ortega, Johnny Tedesco, Violeta Rivas y Raúl Lavié, entre otros. En ese marco, marcado por la histeria inocente del twist y el rock, la misión de Chico fue la de dar el tono tropical.

Oye Chico

Cumbias como “El orangután”, “El sombrero de paja”, “La mula” y ‘El camaleón’, pasaban por boca y oídos de muchos y afirmaban al compositor, que enseguida se reveló además como autor “a medida” del temperamento de sus compañeros. Para Violeta Rivas compuso “Mi juramento” y “El cardenal”, con Palito Ortega hizo “Despeinada” y “Qué suerte”, al tiempo que asomaban boleros embrionarios. Mientras el cantante, autor y compositor crecía en los estudios de televisión y de grabación, salían a luz discos firmados como “Chico Novarro y su orquesta tropical” o “Chico Novarro y su conjunto Primavera”. Sus canciones y su figura daban entre ceja y ceja en el gusto del público y la dimensión global que tomaba el negocio de la música le permitía ir imponiendo algunas de sus cosas en el mercado latinoamericano. Pero el baterista se empecinaba con el jazz y seguía frecuentando las jam sessions de la Agrupación Nuevo Jazz, donde se encontraba pata improvisar con Gato Barbieri, Jorge Navarro, el “Negro” González y los que pintaban.

En televisión condujo en 1964 el Tropicana Club, junto a Marty Cossens y María Concepción César y en 1965 escribió “Nuestro balance”, un tango con el que ganó en el Festival de Parque del Plata en Uruguay. En 1969 grabó el disco Música para mirar a Chico, acompañado por Mike Ribas, que desde entonces sería el colaborador incondicional de sus producciones. De ese mismo año es Punto y aparte, el primero de dos grandes discos editados por el sello Trova. El otro es No le vengo a vender (1972), con formato de café concert y canciones que tienen el irresistible encanto de no dejar ver dónde comienza el tango y dónde termina el bolero. 

Además de “Cordón”, “Balada del alba” y la irónica “Canción del dopado”, está la extraordinaria “Carta de un león a otro”, canción que más tarde, en los albores de la democracia, Juan Carlos Baglietto se encargó de resignificar para incorporarla al repertorio juvenil. De fines de los ’60 e inicios de los ’70 son también las colaboraciones con María Elena Walsh. De ahí salieron “Balada del ventarrón”, “Alba de olvido”, “Educación sexual” y la inconsolablemente bella “Orquesta de señoritas”.

(Imagen: Ana D'Angelo)

En el ’79 “Cuenta conmigo” ganó el Festival de la OTI, defendida por el gran Daniel Riolobos. Doctor en boleros, la época dio lugar a Chico para pasar de medio tanguero a tanguero y medio. Fue cuando sacó Por fin al tango, en 1980, poco antes de que Rubén Juárez le grabara varios temas en el álbum Se juega (1983). Además del que da nombre al disco, creación conjunta de Chico y Juárez, ahí estaban “Cordón” y “El último round”. Esa relación se prolongaría varias veces más con Cantata en negro y plata, el show imprevisible de dos fieras del escenario. También compuso "Convencernos" y "Pazzía" con Eladia Blázquez, "Minas de Buenos Aires" con Héctor Stamponi y "Salón para familias", con Amanda Mandy Velazco. En los '90, marcó un hito con Arráncame la vida, de Betty Gambartes, un espectáculo que compartió sucesivamente con Andrea Tenuta, Silvana Di Lorenzo y Laura González, en el que desplegaba las cuitas una vida de amores y desencuentros, la materia con que están hechas sus mejores canciones. 

Entrado el nuevo siglo, sin dejar de componer, premiado y reconocido, Chico siguió sacando discos –La noche (2004), Quien dice tangos (2005), El amor en tiempos de murga (2010), Chico para chicos (2014), entre otros–, pero especialmente se dedicó a escuchar cómo sonaban sus canciones interpretadas por otros. Esas canciones que en cualquier lugar que se cante en castellano seguirán retumbando en las voces de Olga Guillot, Tito Rodriguez, Eydie Gormé, Roberto Yanés, Djavan, Sandro, Luis Miguel, José José, Rolando Laserie, Sandra Mihanovich, Nana Caymmi, María Creuza, Lenny Andrade, Rosario Flores, Vicentico y Andrés Calamaro y Eliane Elias, por ejemplo. Y en la propia, dulce y pequeña, la medida de un pudor artístico que lo hacía más grande todavía.