Sabemos lo que hicieron el verano pasado. Atornillados frente a la bahía de Rhode Island, miles de personas se dejaban hamacar por los veleros y las guitarras Martin hasta que asistieron súbita e involuntariamente a un milagro. Nadie dividió las aguas del mar. Nadie multiplicó los peces. El 24 de julio de 2022, después de veinte años de ominoso silencio sobre las tablas y una cuarentena planetaria, Joni Mitchell volvió de entre los muertos y caminó hacia el centro del escenario. Esa misma tarde, en los pasillos sellados de punta a punta de las redes sociales, miles de temblorosas historias de Instagram registraban la aparición. Ahí estaba. Una glamorosa señora con gafas Dita, boina y trenzas rubias. Un trono. Una corte de diez o quince discípulos sentados en semicírculo. Pero, ¿esta mujer no estaba más cerca del arpa que de la guitarra? “El espíritu me movió”, dijo Joni. “Por un momento, hasta olvidé mi falta de talento”.

Spoiler alert. Aunque está acreditado bajo su nombre, Live at the Newport Folk Festival no es exactamente un disco de Mitchell. Es un testimonio. Es el documento colectivo donde un grupo de músicos, bautizados informalmente como The Joni Jam, quiebra las leyes del mundo físico. Tiene una invocación, una versión de los Gershwin y diez canciones que cubren toda la parábola compositiva de la autora: desde “Both Sides, Now” hasta “Shine”. Canciones sofisticadísimas y equilibradas que el grupo desordena, átomo por átomo, para hacerla aparecer. Claro que, como toda historia de resurrección, empieza con una muerte. O casi.

Aneurisma, como todo el mundo sabe, no sólo es un gran disco de Nirvana. En la tarde del 31 de marzo de 2015, un equipo de paramédicos respondió velozmente a la llamada de emergencia desde un punto clasificado de Bel Air: el exclusivísimo barrio residencial ubicado al oeste de Los Ángeles. Apenas unos minutos después, la ambulancia se detuvo frente al portal de hierro blanco y los profesionales atravesaron la arcada –construida en piedra según las líneas de la arquitectura hispana del siglo XIX- siguiendo a los asistentes y a los empleados domésticos. La dueña de casa, que tenía unos 71 años, estaba inconsciente.

La historia clínica de Roberta Joan Mitchell, descubrieron los profesionales, era más larga que las boletas de las PASO. Comenzaba con una poliomielitis a los nueve años e incluía, además de una adicción vitalicia al tabaco, el diagnóstico reciente de una extraña afección psico-somática y dermatológica llamada Enfermedad de Morgellons. Joni abrió los ojos en el hospital. Pasaron horas y muchos estudios. Un médico se paró junto a la cama y, después de pasar revista al episodio, dijo: señora, es posible que usted no vuelva a caminar. Alguien se quebró en llanto. Joni estaba impasible. No era la primera vez que lo escuchaba.

La casa de Bel Air pasó los siguientes tres años en completo silencio. Alguien habló de un coma. Su abogada pasó a visitarla y deslizó que Joni recibía cuidados durante las 24 horas del día pero estaba despierta. Que almorzaba por su cuenta y había dejado el cigarrillo. Cuando le preguntaban si volvería a cantar, Joni sacudía morosamente la cabeza y sonreía: “Eso ya fue”. Para agosto de 2016, los fotógrafos la retrataron elegantemente de incognito y sobre su silla de ruedas en un concierto de Chick Corea. La piel casi transparente. La voluntad. La lumbre desvaída del convaleciente.

En junio de 2018, la comuna de Saskatoon descubrió dos placas para conmemorar los inicios de Joni. Una de ellas fue instalada frente a Louis Riel Coffee House, donde ofreció su primer concierto pago. Joni, que asistió al evento a través de su computadora personal, tenía emociones mezcladas. A su manera, decía, todo era un regreso a la infancia. “Es asombroso”, apuntó. “Cuando tenés un aneurisma, ni siquiera sabés cómo sentarte en una silla. No sabés cómo salir de la cama. Tenés que aprender de vuelta todas esas cosas”.

De pronto, alguien tuvo la más sencilla de todas las ideas. ¿Y si hacemos una fiesta de cumpleaños? Alguien redobló la apuesta: que dure dos días. Era un plan bíblico y glamoroso, como si fuera una película de Billy Wilder. El 6 de noviembre de 2018, Joni atravesó las fastuosas puertas del Dorothy Chandler Pavilion con 74 años y salió por las mismas puertas con 75. Adentro, como si fuera un ritual de exorcismo, se sucedieron las manifestaciones: asistidos por un ensamble co-dirigido por el percusionista Brian Blade y el pianista Jon Cowherd, una columna de pesos-pesado cantó las canciones de Joni no una sino dos veces. Rufus Wainwright, Chaka Khan, Seal, Diana Krall, Norah Jones, Los Lobos, Emmylou Harris y el gran James Taylor. El propio Graham Nash se sentó al piano y cantó “Our House” en una ofrenda de devoción que no puede ser medida con balanza alguna de este mundo.

Joni vio cada episodio de su vida en los otros. Vio su voz repartida en las voces de los otros. Promediando la velada, Kris Kristofferson subió al escenario con sus 82 años, su enfermedad de Lyme y sus botas de cowboy. Rigurosamente de negro. No estaba solo. A su lado, una chica de Ravensdale sostenía su mano en un gesto de fortaleza. Debajo del escenario, mientras los escuchaba cantar “A Case Of You”, Joni entendió algo. Unas semanas después, Brandi Carlile se tomó el atrevimiento de llamar a la casa de Bel Air. “Yo esperaba que me atendiera su asistente, pero levantó el teléfono la propia Joni”, dijo Carlile. “Me dijo: ah, cómo estás. ¿Querés venir a tomar una copa de vino?’. En una hora y media estoy ahí, le dije. Porque esto es Los Ángeles, ¿no?”

Joni Mitchell con Brandi Carlile en Newport

SOPA DE ZANAHORIAS Y PINOT GRIGIO

Es razonable que haya nervios: nunca sabemos lo que se juega en una primera cita. Mientras manejaban un Jeep modelo 95 rumbo a una tienda de donas, Carlile le confesó a Catherine Shepherd que no le gustaba Joni Mitchell. Su futura esposa detuvo el auto y se quedó largamente en silencio. “No creo que podamos seguir saliendo si al menos no entendés Blue”, le dijo. Carlile le dio sus razones: es demasiado heterosexual, no es lo suficientemente ruda, etcétera. Shepherd sacó el disco de la guantera y puso “Little Green” a buen volumen. Ahí, en el ambiente presurizado al vacío del enamoramiento, comenzó a sonar la canción que Mitchell compuso cuando era una música muerta de hambre de 22 años. Cuando su pareja la abandonó con tres meses de embarazo y una pequeña estufa para aguantar el invierno de Toronto. Cuando tuvo que entregar a su hija en adopción. Carlile se largó a llorar.

“Creo que tenía que ver con mi edad y mi batalla con la identidad de género y la imposibilidad de conectarme con lo que percibía como ‘mujeres femeninas’”, dijo Carlile. “Joni me desafiaba un montón en ese momento de mi vida. Cuando Catherine me introdujo correctamente a su música yo tenía 29 años y me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo equiparando la vulnerabilidad y la debilidad con la feminidad. Cambió toda mi perspectiva, no solo sobre Joni o la música, sino también sobre mí y sobre las mujeres y sobre lo que nos hacemos pasar”.

Desde entonces, Carlile fortaleció su espíritu gregario e irrumpió en el prime-time de la cultura occidental. Sólo en los últimos cinco años se cargó ocho premios Grammy (tres en 2019, dos en 2020, uno en 2021 y dos más en 2023), produjo el último disco de Lucius, montó su agencia Northern Lights y escribió un exitoso libro de memorias. Su momento más preciado, sin embargo, fue estrictamente privado.

Las primeras cenas con Joni fueron casi un susurro. Tomaban sopa de zanahorias, abrían una botella de Pinot Grigio y jugaban a las cartas. Acariciaban a los gatos, conversaban sobre política y se contaban historias de tiempos lejanos. Una noche, Joni se quedó mirando sus guitarras más tiempo del habitual y le explicó a Carlile por qué se sentía menos una música que una pintora. “Eso no es un problema para mí, no es una cosa triste”, dijo. “Pero hay instrumentos en esta sala que todavía desean ser tocados”.

Dos semanas después, Carlile llegó a Bel Air con su pandilla: los hermanos Hanseroth, Jess Wolfe y Holly Laessig de Lucius, el pianista Ben Lusher. Se sirvieron sus respectivas copas de vino, pasearon respetuosamente junto a la fuente del patio y, llegado un punto, se sentaron en ronda. Cantaron canciones propias y ajenas. Nuevas y viejas. Joni los escuchaba en silencio. Cada tanto dejaba escapar una sonrisa. Algún gesto de aprobación. Llegado un punto, Carlile cerró los ojos, juntó coraje y encaró su versión de “Carey”. De pronto, cuando llegó al estribillo, escuchó que una voz grave y familiar se unía a su canto: Oh, you’re a mean old daddy, but I like you… fine. Nadie dijo nada. Nadie se atrevió a romper el hechizo. Un rato más tarde, ya despidiéndose en la puerta, Joni apoyó su mano sobre el brazo de Carlile. "Nunca me voy a olvidar de esto", le dijo.

Las cenas se sucedieron. Para entonces, la dueña de casa ya había decidido sumar a algunos de sus propios amigos. Por ahí, desparramados entre el living y los macizos de orquídeas, ya andaban dando vueltas Herbie Hancock y Chaka Khan. A veces pasaba a saludar Elton John. En alguna ocasión, incluso Harry Styles tocó el timbre de Bel Air. Todos eran bienvenidos siempre y cuando cumplieran a rajatablas la única condición de la anfitriona: dejar las armas (es decir, los celulares) en la puerta. Nada de fotos o videos. Para cuando se declaró la pandemia, ya era demasiado tarde. La chispa estaba encendida.

La fiesta de Newport

¿ALGUIEN TIENE UN CABLE?

Excepto por una cosa, Joni se pasó la cuarentena como cualquier hijo de vecino. Todos vimos mil tutoriales de Youtube, cocinamos pan casero y conversamos por zoom con nuestros amigos. Todos esperamos una vacuna con los dedos cruzados en la honda noche metafísica del 2020. Joni también. Pero solamente ella se lanzó de cabeza y sin tubo de oxígeno en el océano de grabaciones milagrosas de su propio pasado. A veces, secreto; a veces, masivo. Desde la casa de sus padres hasta cada uno de los pasadizos detrás de Blue, pasando por su primera aparición en la radio del pueblo, algún cumpleaños, los clubes de Toronto, los apartamentos neoyorquinos y todos y cada uno de los demos, descartes y versiones remasterizadas de sus discos en Reprise o Asylum. Vértigo es poco.

El mundo es un lugar extraño. Mientras las luces del planeta se apagaban como una torta de cumpleaños y los viajeros se quedaban varados en tierras extrañas, Joni hacía las paces con su propio pasado en la cocina de su casa. Oh, esa chica ingenua, decía. Así, mientras continuaba con sus sesiones de fisioterapia y acariciaba a su gatito Boots, aprobaba y rechazaba grabaciones de saque y volea. Aconsejada por su viejo amigo Neil Young, se decidió por el orden cronológico y dejó preparada la primera entrega de los Joni Mitchell Archives: The Early Years (1963–1967). Una caja de cinco discos que retrataba el largo viaje desde Saskatoon hasta las sesiones de Song to a Seagull, rubricada con fotografías inéditas y una larga conversación junto a Cameron Crowe.

De pronto, en el encierro obligatorio de la cuarentena o el encierro voluntario de las redes sociales, hablaron los grandes. El resto hizo silencio. Bob Dylan publicó su primer disco de canciones nuevas en una década y Joni Mitchell abrió las puertas de su bóveda. Paradójicamente, la columna de aire que salió del recinto no sólo descomprimió el circuito de la anfitriona sino que acabó por oxigenar el planeta. ¿Quién lo hubiera dicho?

Escoltada por su socia y amiga Marcy Gensic, redobló la apuesta y en el arco de un año publicó el segundo volumen de los archivos (The Reprise Years) y armó una suntuosa caja con sus primeros cuatro discos. Una tarde como cualquiera, retiró toda su música de Spotify para acompañar la cruzada de Neil Young contra los anti-vacunas. Otra tarde levantó el teléfono y, mientras hablaba de bueyes perdidos con Carlile, le ofreció escribir el ensayo para acompañar el lanzamiento de The Reprise Albums (1968–1971). “Nos mantuvimos siempre en contacto, como si fuéramos familia”, recuerda Carlile. “Así que apenas el Covid quedó bajo control, Joni quiso volver a las juntadas”.

El reencuentro fue brutal. La anfitriona pasiva que se dejaba entretener por los más jóvenes, de pronto los tenía a todos entados en el piso y con las piernas cruzadas escuchando las historias más salvajes de su vida con los ojos como el dos de oro. “Hubo una noche que realmente cambió las cosas”, dice Carlile. “Kathy Bates vino por primera vez a una de las Joni Jam’s y trajo una hermosa guitarra eléctrica. Antes de eso, cada vez que alguien mencionaba un instrumento que ya no tocaba, Joni cerraba la conversación: ‘Ya no hago eso’. Pero Kathy directamente puso la guitarra en su falda y yo contuve el aliento. Simplemente no sabía qué iba a pasar. ‘Es hermosa’, dijo Joni. ‘¿Alguien tiene un cable o un amplificador?’ Esto me avergüenza, pero lo primero que hice fue acercarme para agarrar la guitarra y afinarla. Joni me golpeó suavemente la mano. ‘Claro’, me dije. ‘Esta mujer sabe lo que está haciendo. Es Joni fuckin’ Mitchell’".

Portada del disco con el show de Newport

MIRAR EL MAR Y CANTAR

Veleros. Mansiones de verano. Perfume irlandés. Pescadores y canchas de tenis. Ubicada unos 290 kilómetros al noreste de New York, la pequeña ciudad de Newport tiene todo lo que necesita un cuento de Cheever. Aquí, sobre la verde península de Fort Adams, George Wein fundó su célebre festival de jazz y a fines de los cincuenta su hermano: el Newport Folk Festival. Aquí, frente a pacíficas embarcaciones como estas, Dylan declaró una guerra y transformó la música del siglo XX con un solo acople. Aquí, hace casi exactamente un año, se produjo el otro milagro. No sólo era un secreto para el público: era una ecuación sellada para sus propios protagonistas.

Acreditado informalmente como Brandi Carlile & Friends, un colectivo informal de músicos apareció en la grilla central del festival. Nadie se la vio venir. Puertas afuera, sólo era la culminación del gran momento profesional de la cantante. Puertas adentro, el plan era reproducir el espíritu de aquellas juntadas sobre el escenario. Con los sillones, con los libros, con los amigos. Carlile invitó a Joni, sin compromiso alguno. Joni aceptó el convite pero, poco antes de subir al avión que la llevaría hacia Rhode Island, comenzó a dudar. “Encontró algunos videos de ella en Youtube y trató de aprender todos esos acordes”, dice Carlile. “Creo que le resultaba frustrante ver su técnica con la guitarra antes del aneurisma y tratar de alcanzar esa misma habilidad en poco tiempo. Le preocupaban cuáles eran las expectativas sobre ella en Newport”.

Sabemos que tuvieron una larga conversación. Sabemos que hablaron de la familia que habían construido a su alrededor. Sabemos que se agradecieron mutuamente. Sabemos que Carlile desplegó su plan: armar una ronda y cantar aquellas canciones para el público. Sabemos que le dijo: ‘Si querés cantar, genial; si no querés, vamos a estar felices de qué estés ahí con nosotros’. Sabemos que se tomaron las manos. Sabemos que Joni, después de una larga pausa, entrevió la bahía. Los veleros, el perfume, los pescadores. “Ahora entiendo la idea”, dijo. “Solo vamos a sentarnos ahí arriba, para mirar el mar y cantar”.

El día señalado, Carlile subió al escenario ataviada con un traje florido y escoltada por los hermanos Hanseroth. Tocó algunas de sus canciones y, en el preciso momento en el que tuvo al público en la palma de su mano, abrió la mano. Uno por uno, sus amigos empezaron a armar el semicírculo mientras ella recapitulaba la trenza de los últimos cinco años. “Cierren los ojos y viajen hacia el sur de California”, dijo. “Somos ustedes y nosotros. Agarren alguna de esas guitarras Martin para afinarlas. Los gatos están con nosotros. Cuidado con las orquídeas. Si necesitan ir al baño, tienen que empujar aquella pared con el cuadro: es una puerta secreta. Sírvanse una copa de Pinot Grigio y disfruten, porque vamos a tocar algunas canciones de Joni Mitchell. Hay un largo camino desde Newport hasta Laurel Canyon, pero ¿a quién se le ocurre hacer The Joni Jam sin nuestra reina? Bueno, a nadie”.

A juzgar por la grabación, Live at the Newport Folk Festival captura fielmente la música que se tocó esa tarde. Sin embargo, el terremoto emocional que desató el ingreso de esa señora paqueta y salvaje sólo puede ser registrado en la Escala Richter de la Historia. Las chicas de Lucius, arrobadas por la conciencia, no pueden tenerse en pie. Marcus Mumford, en un discretísimo segundo plano, toca un pattern de apertura en su set de percusión. “Hora de la fiesta”, dice Joni. El grupo acata la orden, cuenta cuatro y arranca una jubilosa versión de “Big Yellow Taxi”. Llegado un punto, todos esgrimen la pregunta de café como si estuvieran en el estacionamiento del súper: “¿No te pasa que nunca sabés lo que tenés hasta que lo perdiste?”.

Cada uno hace su parte. La fabulosa Celisse Henderson se ocupa de “Help Me” y Taylor Goldsmith lleva la voz cantante de “Amelia”. A la izquierda de Joni, la anfitriona ahora es Carlile. A la diestra, su amiga Marcy se arrellana sobre el sillón y le cuenta chusmeríos como si estuviera en el living. Joni se mata de risa. A veces cuenta una historia. A veces, cuando canta, frasea como una trompeta. A veces sobrevuela la escena en una mueca de piedad que, muy especialmente, parece dedicarse a si misma. En el final, el público se arremolina debajo del escenario y Joni encara “The Circle Game”. Una canción que habla sobre el niño que captura una libélula y se asusta con los truenos y la tormenta. Sobre la caída de una estrella y el ciclo de las estaciones. La gente conversa. Parece desentendida pero precisamente entendió. Joni titila en el ritmo de su propia respiración.

Constante, como la estrella del norte.