Desde Barcelona

UNO Si Rodríguez entendió bien, todo pasa ahora por “no tener miedo” y por “recuperar la normalidad”. Porque, si no, “ellos ganan”. Y ellos son los que quieren dar miedo, los que quieren ganar, los aterrorizantes terroristas.

De haber comprendido correctamente, entonces, Rodríguez no tienen ningún problema en asumirse como totalmente miedoso y completamente perdedor y definitivamente anormal. 

DOS Porque, claro, lo que es o no es normal es un valor o condición difícilmente precisable. Lo que es normal para unos es completamente anormal para otros. La normalidad no se obtiene mediante una fórmula de ciencia exacta. No: la normalidad está más cerca de uno de esos imprecisos y mutantes y mixtos géneros literarios en los que la novela se confunde con el testimonio y la ficción con la no-ficción.

De ahí que Rodríguez se sienta tan anormal –desde los atentados yihadistas en la Rambla de Barcelona y en el paseo marítimo de Cambril– viendo a toda esa gente sosteniendo pancartas que proclaman “No tinc por!”. ¿De verdad? ¿No tienen miedo? ¿Cómo hacen? ¿Tendrá algo que ver con eso de ponerse a desafinar el “Imagine” de John Lennon cada vez que sucede una cosa de éstas? ¿Será que Rodríguez nunca pudo tomarse en serio la potencia terapéutica de esa canción que no es un canto a lo utopía sino un divague de multimillonario fantaseando con la más solipsista de las entropías? ¿O será pura negación afirmándose como automático y reflejo mecanismo de defensa ante la indefensión?

Es decir: Rodríguez siempre pensó que tener miedo no es necesariamente sinónimo de ser cobarde. Y así tuvo que pensar mucho y muy profundo el si iba a ir o no a la convocatoria del viernes en Plaza Catalunya a minuto de silencio y ser extra/figurante en la retrasada foto de todas las fuerzas políticas (con el irreal Rey que no reina, pero de nuevo funcionando como una especie de pegamento ideológico y quien luego, signo de los tiempos, dejaba mensaje en libro de condolencias copiando apuntes de la pantalla de su móvil) supuestamente unidas más allá de sus diferencias irreconciliables y, ay y ugh, con el Govern local (otro signo de los tiempos) distinguiendo entre muertos catalanes y españoles. En cualquier caso, Rodríguez fue y –60 segundos después– se acercó a donde todo había sucedido menos de veinticuatro horas antes. Y lo cierto es que el paisaje –más allá de ramos de flores y velas rojas– era el mismo de siempre. Era, sí, normal; si se entiende por normal una calle donde los turistas superan en diez a uno a los locales y todos no paran de sacarse fotos telefónicas y ahora lo hacen más que nunca, porque Barcelona tiene allí un nuevo sitio de selfie-peregrinaje. Lo que permite –ultra-signo de los tiempos, ¿es esto normal?– el que los noticieros ofrezcan retratos de los muertos tomados por ellos mismos apenas minutos antes del último click y aliento. 

¿Y será normal que gente considerada “como uno” por parientes y compañeros de trabajo haya dedicado parte de su tiempo a propagar rumores falsos sobre explosiones y apuñalamientos y atentados por toda la ciudad a través de sus móviles? ¿O (de nuevo se asegura que “no existe riesgo inminente de atentado”, como a principios de la semana anterior) que la alarma de nivel 4 sobre cinco que se va a subir o no (finalmente se queda en 4 “reforzado”) se llame “antiterrorista” cuando debería llamarse “por terroristas”? ¿O que se citen en plan hooligan ultras de derechas y anti-fascistas a darse de hostias ahí nomás? ¿Y será también normal que las mesas de las terrazas estén llenas y los camareros no dejen de cargar paelleras y jarras de sangría sobre las mismas aceras donde la tarde anterior habían cuerpos de niños desencajados? ¿Será esto “recuperar la normalidad”? ¿Acaso se organizaron pic-nics en la Zona Cero de Manhattan para así demostrar que no se tenía miedo? ¿Será esto el “levantarse”? ¿Sentarse a masticar y tragar? ¿Otra de pescaíto frito?

TRES Pero lo cierto es que desde que pasó a Rodríguez le cuesta levantarse y se siente como tirado y recocido. La admisión del miedo íntimo y la conciencia de la propia anormalidad fatigan, supone. Y ahora va volviendo la a/normalidad de todos los días. La gente comienza a regresar de vacaciones; comenzó la Liga de fútbol y Messi y Ronaldo ya no compiten para ver quién emite el tweet de pésame menos inspirado. Y los conductores de noticieros que repasan mensajitos de celebridades pasajeras dejaron de citar una y otra vez al eterno Federico García Lorca (“La calle más alegre del mundo, la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía que no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante de brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: Rambla de Barcelona”) con, sí, el “Imagine” de John Lennon como música de fondo. Se continúa discutiendo, sí, acerca de lo que se suele teorizar luego de la práctica. De si hubiera podido evitarse. O de si la alcaldesa no hizo bien su trabajo al no poner en La Rambla esa barreras anticamión de cemento que sí se pusieron para proteger al tan redituable Mobile World Congress y ahora al Camp Nou; porque no hay luto oficial que suspenda el circo de todos y el pan de pocos. O de cómo nadie se dio cuenta de nada en Alcanar porque era una “célula invisible” cuyos miembros “eran muy jóvenes”. Y se insiste en que la tragedia no sólo no modificará sino que fortalecerá la andadura independentista de la región. Y Rodríguez trata de pensar lo menos (im)posible en que el supuesto “autor material del atropello” y conductor de la furgoneta anda suelto por ahí. O que tal vez ya no... En cualquier caso –”un chico como todos”, lo definen en su barrio– es y era alguien seguramente seguro de que sus acciones fueron de lo más normal del mundo y convencido de que no tiene o no tenía miedo. Y que pase el que sigue.

 

CUATRO Para distraerse (y pensar que hace una semana estaba aburrido de que no pasase nada) Rodríguez se pone al día con los episodios de la nueva temporada de Twin Peaks. Y lo cierto es que David Lynch le funciona mucho mejor que John Lennon. Ahí, en su televisor, toda esa gente supuestamente normal pero que –a él no lo engañan– se saben completamente diferentes y únicos y sintiéndose tan valientes porque todo lo que los rodea y los acorrala les da miedo. Miedo de ese árbol que habla. O de ese insecto que se mete por la boca de una chica. O de ese hongo atómico de fuego y furia. O de ese tipo como cubierto de alquitrán que no deja de repetir, en blanco y negro, que “Esto es el agua y este es el pozo. Bebe hasta el fondo y desciende”. O, ay, de ese joven fuera de sí que acelera a fondo su furgoneta y no frena y atropella a un chico en una calle de pueblo anormalmente normal. 

Y en las noticias se exprimen las últimas gotas a la jugosa noticia que ya no lo es tanto. Y así Rodríguez se entera de la existencia de Julia Monaco –nacida en Melbourne pero podría haber nacido en Twin Peaks– y quien ya ha twiteado desde tres atentados: estuvo en Londres, en París, y ahora en Barcelona. “En un minuto estás comprando camisetas, en otro estás corriendo”, tecleó la chica. Y después dijo a los que la entrevistan que “lo importante es no tener miedo y recuperar la normalidad; no podemos rendirnos, porque lo que los terroristas pretenden es ganar alterando nuestros hábitos de vida”. Y ojalá que la próxima escala de la catastrofista Julia Monaco no sea Guam, piensa Rodríguez. Y entonces se acuerda de cuando JFK puntualizó que, en chino, la palabra crisis se componía de dos caracteres diferentes: peligro y oportunidad. De ahí que Rodríguez prefiera pensar que a partir de la terrible generosidad del miedo (algo da miedo para que alguien tenga miedo) se puede intentar mejorar y neutralizar, con temblorosa valentía, algunas cosas tan atemorizantes y anormales. Cosas entendidas como parte de la normalidad y que, por desgracia, casi nunca cambian, pero aún así... 

A la carga, mis miedosos.