"Hay veces que escucho tu voz desde lejos.
Es como el murmullo de los pájaros que cesa
en el momento antes de anochecer en el río".
Alberto Lagunas
Hace algunos años, cuando mis abuelos aún vivían, tuve un sueño obvio. Estaba con ellos en una calle muy oscura, ayudándolos a escapar de algo que los perseguía, en un clima como de guerra o estallido social. Desperté aceptando que, en realidad, quien los perseguía era la muerte, y que quizá me estuviera costando hacerme a la idea de que, en poco tiempo, los abuelos iban a morir. Con ese mecanismo peculiar de la imaginería onírica, el sueño era el primer paso de una despedida que yo debía empezar a elaborar.
Hoy me encuentro viviendo cómodamente en el departamento que una vez fue de ellos, su residencia última, y me cuesta descubrir en las geografías actuales del barrio -Italia al 100, para ser precisos- los vestigios de una niñez compartida con esos viejos amables. Hacia fines de los 80, o principios de la década posterior, la zona donde vivo carecía de renombre. Los edificios aún raleaban, y había cantidad de pensiones de dudosa reputación. Las granjitas, a las que se accedía por pasillos que lindaban con patios desconchados, aún vendían damajuanas o gaseosas de marcas ignotas, no había bares con excepción de Gorostarzu -que no recuerdo tan popular como en la actualidad- y el parque sobre Weelwright era apenas una franja de pasto triste al que poca gente se acercaba: una alambrada tapiaba el río.
Aunque hoy me parezca mentira, o una cosa soñada, calle Salta tenía mano hacia el oeste, y Jujuy a la inversa.
A mis abuelos les encantaba su barrio. Y a mí también.
Huyendo del divorcio de mis padres -una catástrofe emocional para mis once años- pasé un verano completo allí. Aquí. Mi madre, que estrenaba novio, no se opuso. Mi padre, por el contrario, despreciaba la situación opinando que un chico de mi edad debía pasar el verano jugando con sus amigos en la pileta de algún club, y no encerrado con unos viejos.
Mi abuela me armaba una camita en la pieza que mi abuelo usaba de oficina, y que hoy uso de oficina yo, con el escritorio, la computadora, las bibliotecas y la colección de CDs. Antes que mis libros, aquí estuvieron los libros de mi abuelo, y aquí empecé a leer literatura porque hasta ese entonces sólo había habido historietas en extraordinaria cantidad. Por las noches, cuando los abuelos ya se habían acostado, me quedaba hurgando entre los estantes, o veía televisión por cable hasta altas horas esperando encontrar alguna película con escenas subidas de tono. Cierta noche descubrí un libro de título sugerente, que me marcó para siempre: Fogatas de otoño.
Su autor es el escritor y profesor de Letras Alberto Lagunas. Esos cuentos me atravesaron de una melancolía por cosas que yo no había experimentado pero que intuía muy íntimas. A mi abuelo, por el contrario, le disgustaban, lo cual no era raro porque a él lo movilizaba la literatura gauchesca, o sobre temas históricos; la introspección psicológica y ciertas licencias poéticas no eran afines. Decía que lo había comprado por error hacía ya algunos años. Yo prefiero creer esta trama: mi abuelo compró el libro, sin saberlo, no para él sino para mí. Misteriosamente, los años ejecutaron el plan. Y tiempo después -al ver que Fogatas de otoño me había gustado tanto- me regaló Diario de un vidente, que la Editorial Municipal acababa de editar, lo que confirma mi idea.
Sigo con aquel verano. Me encantaba levantarme temprano e ir a comprar facturas. De todas las panaderías, me seducía la Belgrano, porque era muy antigua y sucia, el viejo que la atendía tenía uñas muy largas, y lo que se veía de la trastienda era como para darle pesadillas a uno. Había un maestro panadero que se paseaba casi desnudo, de aquí para allá, y gesticulaba teatralmente porque era sordomudo. De vuelta, con la bolsa llena de bizcochos, me encantaba comentar estos detalles con mis abuelos. Reíamos muchísimo. Si el calor no apretaba demasiado, tomábamos mate en el balcón, con vista un poco al río y otro poco a los techos del colegio San José.
En la esquina de Moreno y Jujuy, donde antes estaba la panadería, hoy hay una construcción moderna donde funciona una cafetería de franquicia, de esas que ofrecen tostadas de pan de campo o chipás o brownies, iluminada tenuemente por lámparas que imitan el bronce y atendida por jóvenes que se calzan una boinita de fieltro entre las orejas. Es un recordatorio de que el barrio de los sifones vacíos en las puertas de casas chorizo, los negocios modestos y cierta apacibilidad nocturna, ya no existe. No estoy seguro del momento exacto en que esto ocurrió, pero sí sé que cuando ya era un joven adulto que trabajaba y frecuentaba mucho menos la casa de los abuelos, ellos se quejaban de los edificios nuevos que construían en todas las manzanas, dientes de hormigón cercenándoles el sol. Un día, el río y el colegio San José, con su cúpula y su reloj, desaparecieron.
Hoy los edificios nuevos no se detienen. Al anochecer, de ellos bajan parejas jóvenes que se van a cenar a Pichincha, que está aquí nomás. O mejor, éstas parejas creen vivir en Pichincha. Mis abuelos se hubieran sorprendido ante esta moda, porque para ellos dicho barrio comenzaba más o menos en Oroño, pero -y lo que es peor- oficialmente no existía más. Ese nombre vulgar hacía referencia a una zona que había existido en otro tiempo de esplendor, y que hoy apenas persistía en toda su decrepitud de casas viejas y veredas reventadas, a la que sólo se acudía para hacer algún trámite en el Banquito Ferroviario, como mucho. Los bares con foquitos encendidos en la vereda, las nuevas marcas de helado disputándose alquileres irrisorios de garages de casas de familia, la horda de motos haciendo delivery, los clubes de sushi, las cervecerías, los autos estacionados a ambos lados de la calle, las ferias culturales, en fin: la juventud soñando con un mañana próspero; aquello era algo imposible y no hubieran dado crédito.
Pero ni falta que hizo. Los abuelos fueron, finalmente, alcanzados por el perseguidor que soñé.
Federico falleció en 2018, a los 93 años y ya bastante ausente de las cosas que lo rodeaban. Hilda lo hizo en 2020, a los 94 (se preguntaba, por aquellos días, "¿cuando me moriré?") sin comprender del todo el drama que estábamos viviendo ni por qué la gente andaba con la cara cubierta.
Y ahora que me doy cuenta, debo cerrar el círculo. Alberto Lagunas, quizá el mayor regalo que me dio mi abuelo casi a su pesar, murió una semana después que él. Nunca crucé una palabra con el escritor a pesar de haberlo visto muchas veces por la calle o en algún evento literario, pero me hubiera gustado contarle esta anécdota, así como confesarle que los primeros cuentos que escribí con alguna pretensión, cuando tenía trece o catorce años, eran burdas imitaciones de los suyos. Pero tengo entendido que Lagunas era un tipo modesto.
La trama de las cosas es un círculo imperfecto.
En el medio estoy yo, mirando el anochecer desde la ventana de mi oficina y preguntándome por unas calles que ya no existen, en detrimento de esta especie de Palermo Soho decadente.