Ustedes dirán que el frío de afuera debería marcarse en algún termómetro de adentro. Pero en verdad, a medida que los guardiacárceles iban cerrando las sucesivas rejas, junto con la incómoda sensación de estar preso por unas horas, el frío aumentaba. Era el año 1996 y me habían convocado para una suplencia que duraría unos pocos meses en la escuela secundaria que aún hoy funciona dentro de la cárcel de Batán. Casi treinta años después, aún recuerdo como me impactaron las caminatas de poquísimos metros de recorrido con ritmo sostenido que los internos realizaban de a dos, yendo y viniendo miles de veces dejando un surco en el piso, con destino a ninguna parte.
La enseñanza de matemática, física y química derivaba a intercambios interminables sobre los más diversos temas, incluidas las historias personales de cada preso a partir del infaltable mate compartido. Algunos de los muchachos leían mucho y estudiaban con una dedicación que seguramente no habían practicado durante su adolescencia. Arrepentimientos y perseverancias aparecían en relatos donde se conjugaban la mentira y la verdad. La mayoría tenía planes donde se ilusionaban con una nueva vida, que obviamente sería mejor que la que los había llevado hasta allí dentro. Pero no todos.
“Cuando salga, voy a seguir haciendo lo mismo. Yo solo me equivoqué en no reventar al gil que me mandó al frente”, dijo uno desafiante sobre uno de su banda que lo había delatado. Supe después por un colega que no solo estaba adentro por robos agravados, sino que cargaba con un par de policías muertos, que había recibido en su vida doce balazos y que todavía tenía cuatro plomos adentro. Me molestó que no quisiera redimirse, aunque celebré su sinceridad. Nunca olvidé sus palabras y durante años me sirvieron para ejemplificar las conocidas posiciones de Foucault sobre la verdadera utilidad de la cárcel, la de atemorizar a los que estamos afuera para que obedezcamos a los que tienen la sartén y el mango también. A su vez, el “que se pudran adentro” como discurso dominante encontraba en su historia pleno sentido.
Veinte años después me lo crucé en un local de una organización política, en un barrio de Mar del Plata. Me preguntó si había dado clases en Batán. Recién cuando contó que había estado adentro, lo reconocí. En las semanas siguientes siguió llevando a su hija de siete años para que le diéramos apoyo escolar. Meses después se incorporó a militar. Eso fue hace más de cinco años. Y en este tiempo nos hemos hecho compañeros y amigos. “Parece que al final no mataste al gil, ¿no?”, le pregunté cuando construimos un poco de confianza. Me contó que luego de quince años había salido en 2009. “Tenía cuarenta y seis años, y había estado preso en total veinticinco ¿y qué había vivido, qué tenía? Nada”.
Y siguió contando: “Nunca más hice algo ilegal, y eso que las he pasado muy mal. He estado en situación de calle, incluso con mi hija. Con antecedentes nadie te toma para laburar. Una vez me emplearon, me pidieron los datos para el seguro y a la semana me echaron. Es un círculo vicioso, porque el único que te tira un cable en bien salís es el que ya estuvo adentro, y entonces volvés a lo mismo. Eso hice durante años, hasta que por fin lo dejé. La estigmatización es tremenda, recuerdo que una jueza me gritaba: cállese, usted es un delincuente, y me prohibía hablar. Incluso muchas psicólogas y trabajadoras sociales no creen que uno pueda cambiar. Y la rueda nunca se detiene, a veces se cuela en comentarios casuales, donde siempre hay alguien que piensa que puedo llegar a afanarle”.
Su historia de vida es tremenda, como tantas otras que pueblan las cárceles de la provincia: “Cuando tenía ocho años mi mamá me tuvo que dejar al cuidado de unos padrinos en Hudson y durante meses dormí en un gallinero, hasta que después de un año me vino a buscar para llevarme a Mar del Plata. A los quince entré en un instituto de menores por robos que hacíamos por joder. Cuando salí, me casé y al año mi esposa se murió de muerte súbita. Y luego me casé de nuevo y enviudé por segunda vez. Nada me salía bien.”
“Cuando fui un poco más grande, afanaba porque sentía que podía hacerlo, desplegaba una especie de potencia. No sentía culpa, pero no gozaba por maltratar ni por llevar armas, eso va para otros. Yo disfrutaba cuando llegaba a casa y tenía el bolsillo bien lleno de guita para darme los lujos que se me cantaban.”
Me cuenta que hace unos meses tuvo que “renunciar” temporalmente a la tenencia de su única hija de doce años. Ella fue fruto de una relación casual, nunca convivió con la madre, quien además es adicta. “Durante un año, tuve a la nena a mi cargo hasta que la jueza intervino de nuevo y se la devolvió. Yo creo que logré mostrarle que hay una vida de dignidad, intenté poner normas y le insistí mucho en que tiene que estudiar, por eso la anoté en una secundaria técnica. Pero quiso volver con su mamá y con sus hermanas, es entendible. Solo espero que la madre la mande a la escuela. No me fue fácil, estoy aprendiendo a ser padre. No sabés lo que es que un día tu hija te pregunte: Vos, ¿mataste, papi?”
“Si no hubiera sido por la militancia, con lo de mi hija me hubiera desmoronado. Me refiero a la calidad humana del grupo de compañeros, porque de entrada me dieron un lugar. Me dieron confianza al creer que yo podía, y eso fue invalorable”.
Hace poco le pregunté qué fue lo que lo hizo cambiar. “Mirá, a mí me costó mucho aceptar las normas. La escuela secundaria que hice estando adentro y los libros que leí me hicieron darme cuenta. A los docentes le importábamos sinceramente, porque lo importante es cómo te tratan. A quien más rescato es a Jorge Borgatti, el profe de literatura que falleció hace unos años, quien no sólo me prestó libros durante años, sino que cuando yo los terminaba de leer se sentaba a tomar mate y a intercambiar conmigo, pero no desde una posición superior, sino como si yo fuera un par. Leí a Bukowsky, a Goethe, a los rusos, la colección de historia argentina de José María Rosa, de todo. Y además, después me embalé y aprobé diez materias de abogacía en la universidad”, agregó orgulloso.
“Sabés qué, yo sé que hice mucho daño, que generé muchas cosas traumáticas en mucha gente. Recién pude asumirlo cuando estudié. Hoy me mueve la voluntad, no solo la de no de volver adentro sino principalmente la de no volver a hacer daño, es muy nietzscheano lo mío. Pero ojo, no es todo tan idílico porque a veces me salta el barniz de la educación y me rebelo ante lo injusto. Es difícil reconstruirse. ¿Sabés qué? Hoy estoy feliz cuando el día viernes me pagan la changuita de la semana y me llevo veinte lucas bien ganadas por media jornada laboral diaria. Y llego tan cansado a casa que ni siquiera salgo a gastarlas”.
“Por favor no pongas mi nombre ni nada con lo que me puedan reconocer, a ver si me echan del laburo”, concluye.
Sé que no descubro nada nuevo, si hay un deseo de otros que opera sobre uno mismo, uno se contagia de esos deseos y reformulándolos, camina hacia algún lugar de vida y no de muerte. El camino que mi amigo pudo hacer a “duras penas”, para, por fin, poder salir de la tumba y no pudrirse, e incluso poder hacerse responsable de otra vida.