Desde hace unos días, siento que me están robando las palabras. Me faltan: las busco en sus respectivos cajones del bargueño lingüístico, y las sacaron. No están las que digo, ni las que diré. Hasta desaparecieron las que dije.
Por ejemplo, una palabra muy querida: “bonhomía”, sencillez en el comportamiento. En su lugar hay polvo de papel maché. La bonhomía se evaporó, no se consigue. En su lugar, dejaron “arrogancia” y “hostilidad”. También me pareció ver “descortesía”, en el fondo de la gaveta. Sinceramente, estoy desorientado y no sé bien, que trole hay que tomar, para seguir. “¡Qué desencuentro!”.
También falta la palabra “fácil” y su superlativo: “facilísimo”. La detesté desde que la conocí, pero uno tiene apego por sus aversiones. Detestar, lo que se dice detestar, es mucho. Tal vez, debiera decir que siempre le malicié. Lo que no se ha conseguido después de pelear para lograrlo, decía mi Vieja, luego no se sabe de qué manera pelear para conservarlo. Ahora resulta que en su lugar sólo se encuentran palabras que la reemplazan, absolviendo a “fácil”. Llegaron “obvio”, “sí, claro”, “elemental”.
Por ejemplo, resulta que “dolarizar” es “facilísimo”. El sólo hecho de que pudiera ser facilísimo debiera de hacernos sospechar. “¿Acaso alguna vez algo nos salió fácil?”, dicen que le dijo Bilardo a Pachamé, después del segundo gol de Valdano, cuando salió disparado a gritar sus iluminaciones sobre el borde de la línea de cal, y su ayudante lo interrogó extrañado: “Carlos, ¿qué hacés? Vamos ganando la final dos a cero”. Al rato estábamos dos a dos.
Es desde hace unos días que están faltando, pero en forma de plan sistemático: las veinticuatro horas, sin dar respiro. ¿Qué pasaría si tuviera una hija pequeña, y quisiera que recitara (“escandiera”, diría Borges) estos versos de José Piñeiro: “… en el cielo las estrellas, en el campo las espinas, y en el medio de mi pecho… ¡la República Argentina!”?
Pasaría que las “estrellas” no serían estrellas, porque el calentamiento global es puro marxismo cultural (va una consigna de yapa: “… ardor global /marxismo cultural”), y lo que sea que la palabra “estrella” evocara, sería una ”estrella”, sin serlo. Las espinas glifosatadas del campo seguirían siendo tanto espinas como su contrario. Ni “pecho” mi pecho, ni “Argentina” nuestra República Argentina.
No hay medio ensalmador más influyente que la palabra. Por eso es que ando sin elaboración, irrazonable, lleno de síntomas. Enojado y mirando sin comprender. ¡Nada menos que con las palabras tenían que meterse!
Dolarizar como remedio para terminar con la inflación, es comparable con uncir al Fiat 600, un tanque de almacenamiento con nafta de 18.000 litros, con la finalidad de no tener problemas de abastecimiento para viajar de Buenos Aires a San Antonio de Areco. Como el cuchillo está mal afilado, recomiendan almorzar con motosierra y tenedor.
Hay más de una manera de tener un Banco Central donde “la casta” no se meta. Ordenarse, por ejemplo, y si estamos ordenados (sin déficit, con horizonte en metas fiscales, con precios relativos y reservas sensatas) no es necesario resignar la soberanía monetaria. ¿Qué hubiese pasado en la pandemia con las cadenas de pago si no la hubiésemos tenido? Ya alguna vez rematamos el ahorro de generaciones acumulado en las empresas públicas, sólo para seguir como hechizados las miguitas de pan que nos llevaban a “un peso igual a un dólar”, el peso convertible. Conductas de adicto. Hoy, un peso “equivale” a unos pocos centavos de dólar, no es reserva de valor, no sirve para hacer transacciones y no vale como referencia de precio.
También falta la palabra “respeto”. Viene del latín respectus, acción de mirar atrás, de prestar atención. Es una bella palabra que supone registrar la existencia de otro, tanto figura de autoridad como ley, estar socializado, ser capaz de apreciar. En la base de la caja del bargueño dejaron “espectáculo”, que en todo caso es para ser mirado, y para ser mirado hay que exhibirse. Esto es, hacer que el maestro exalte a la obra, en lugar de que la obra elogie al maestro.
Por eso tanta risa, tanto grito, tanto despliegue. ¿De qué hay que reírse? ¿A quién hay que ensordecer? ¿Desde cuándo la idoneidad se mide por número de programas de televisión visitados?
Esto no es a los empujones. Voy a autoimponerme la distinción de integrante de “la casta” en grado de Gran Comendador (aunque de los últimos 15 años, 11 los trabajé en el sector privado), y lamento desdecir a quienes vociferan que tenemos miedo. Yo no tengo ningún miedo, y no voy a consentir que me roben las palabras ni que me lleven como no vidente al excusado.
Puede que en economía sea a los empujones, no es mi dominio, pero en el ámbito de la Constitución Nacional no. Yo no comparto ninguna resignación de soberanía, ni zapateo sobre los valores que aprendí ni me disfrazo (que viene por hipercorrección de desfrezar, encubrir). Ni me callo la boca, ni lloro por los rincones. ¿Qué es esto de que me arrebaten en la cara todo lo que amo y es lo único que cabrá junto a mí en mi mortaja?
Rápido, sí, todo lo que quieran, pero sin pasar por encima de nadie. Moderno sí, pero no distópico. Joven, sí (¡era hora!) pero no bisoño. Evaluación sí, pero no inquisición. Transformación, sí; pero no con inyecciones de metacrilato. ¿Qué es esto de andar secos y enfermos porque hay una tribu ensordecedora?
A fin de cuentas, el dilema es el mismo que planteó el poeta Juan Gelman, en el desfiladero conmovedor de su arte: “… Hay que aprender a resistir. / Ni a irse ni a quedarse, / a resistir, / aunque es seguro / que habrá más penas y olvido”.