A casi cuarenta años de la recuperación de la democracia en Argentina vale la pena reflexionar sobre la relación entre este concepto y el de comunicación. Porque no son solo eso: “conceptos”, sino que son prácticas sociales, materialidades concretas donde transcurre la vida de toda una sociedad, y donde se manifiestan las tensiones que en ésta se producen. Resulta difícil pensarlas -y practicarlas- la una sin la otra.

Si, como ya sabemos, no existieron condiciones para una comunicación democrática en un escenario donde las reglas las definía un pequeño grupo que detentaba el poder -militares, con la complicidad de grupos empresariales, civiles y eclesiásticos- en democracia el parto de un nuevo modelo de comunicación no resultó tarea sencilla. Porque sigue siendo complejo desarrollar plenamente un proceso democrático en un marco en el que predomina una comunicación concentrada en unos pocos dueños de los soportes y dispositivos mediáticos y tecnológicos, ya sean éstos locales o globales. Porque allí se van moldeando cotidianamente formas de ver el mundo, de poner nombre a los temas y colocarlos -o borrarlos- de la agenda, de enmarcar los problemas y señalar sus responsables, que suelen estar ubicados en las zonas más vulnerables de la sociedad. Y porque se ha acumulado allí un volumen incalculable de estrategias sobre cómo ofrecer entretenimiento, humor, placer, que conectan con necesidades de numerosas audiencias, que encuentran allí una forma de habitar sus propias realidades también sumamente complejas.

Es así que nuestra experiencia democrática ha estado fuertemente mediatizada. Estamos quienes hemos atravesado casi toda nuestra vida en democracia, que transitamos la última dictadura con la conciencia ingenua de niños y niñas, y nuestros recuerdos más antiguos se remontan al Mundial 78 o la Guerra de Malvinas: no casualmente, eventos mediatizados y largamente problematizados por su significado histórico y político. Que nos educamos en esa "escuela paralela” -en términos de la comunicadora peruana María Teresa Quiroz- ojeando las tapas de los diarios en los kioscos de revistas; que construimos un imaginario sobre la política con el ritmo de bandoneón de “Tiempo Nuevo” y su soporte simbólico al neoliberalismo y la reforma del Estado en los noventa, y quienes también naturalizamos la rutina de (tener que) ver los goles de la fecha del domingo bien tarde en la noche, por la privatización de la televisación del fútbol. Quienes también tuvimos a mano esas emisoras que nos abrían las puertas a quienes teníamos cosas para decir, música para compartir, y un espacio en el éter para ocupar. Quizás sin la claridad que tenemos hoy de lo que significaba en términos de derecho humano a la comunicación, sino más bien como una expresión de resistencia.

La experiencia histórica de estos cuarenta años nos ha permitido observar -y constatar- cómo la comunicación, lejos de ser un proceso transparente, que tendería al consenso entre los sujetos e instituciones de una sociedad, buscando así la armonía entre las partes que la componen como profesa cierta tradición liberal. Ese ámbito donde los integrantes de una sociedad dialogan y ponen en común sus problemas y cuestiones, es en realidad el escenario central donde estos intereses contrapuestos -y antagónicos- se procesan, manifiestan y combaten simbólicamente. Ese espacio en el cual la política, el mundo empresario, las distintas instituciones de la sociedad, construyen desde un lenguaje propio su disputa cotidiana por una cuota de poder. Lo que hemos denominado durante varias décadas como “los medios” -materializados en pantallas, papel, o en el éter- hoy se extienden hacia las más variadas formas de la vida digital y sus dispositivos tecnológicos, con una presencia permanente y ubicua en la sociedad contemporánea, no solamente aportando información, sino obteniéndola y haciendo un uso prácticamente ilimitado.

En un proceso aún inconcluso, con avances y deudas pendientes, la Argentina se encuentra con mayores condiciones para ejercer una comunicación más democrática que cuatro décadas atrás, a partir de acciones y políticas para una mayor pluralidad de voces, donde actores antes silenciados hoy pueden ejercer su derecho. También es cierto que el poder mediático de los grupos concentrados ha crecido significativamente, y los intentos por limitarlo -como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual- aún persisten.

Sostener y profundizar las políticas públicas de comunicación democrática -las existentes y las que vendrán- puede ser el horizonte para la ampliación de este valioso derecho.

* Comunicador social, docente e investigador. Universidad Nacional de Quilmes