Adolfo siente naúseas. No sabe si fue la pizza o la mezcla con Fernet. Solía agarrarse los pedos más memorables, intensos y migrañosos con esa bebida oscura, marca de identidad cordobesa. Percibe algo diferente esta vez. Él no tiene ascendencia cordobesa y, si la tuviese, sería más bien andaluza que de la provincia vecina. Porque no siempre acepta sin conflicto la tonada y le cuesta procesar el “che, negro”. Esta vez no fue el Fernet. Le quema el estómago y le pesan los párpados, pero es otra cosa.

La fatiga y falta de energía lo aplasta, le hace perder todas las batallas, lo abate y pone en suspenso toda clase de reflexiones intolerantes. Lo que cuenta en este momento es buscar la forma menos dolorosa de ponerse de pie, de dejar de toser como si hubiese fumado un atado entero y respirar sin esfuerzo. Expulsa el tabaco anciano de un cigarro que nunca aspiró. La tos casi bronquial, la misma que le estorbaba cuando dejó de fumar y soltaba desde las entrañas los residuos acumulados después de tantas reuniones, debates y noches sin dormir. El pecho cerrado lo oprime, lo sofoca; siente cómo sube el calor a las mejillas.

El dedo mayor y el índice amarillos como si no hubiese abandonado aún el hábito de fumar, una primera pista de que algo extraordinario sucede. No reconoce sus manos, aunque responden a las indicaciones de sus pensamientos con la lucidez residual que le queda. Las piernas quietas, más largas y pesadas. Intenta salir de la posición de savasana yogui para despertar y moverse, para poder sentarse y reconocerse. Los brazos con poco vello y grietas en la piel.

Desconcierto, duda o desconfianza. ¿Es posible que el Fernet haga estos estragos? No siente el cuerpo, como si le hubiesen clavado otras piernas, otros brazos y otro tronco. Un pinocho de madera sin su Gepetto. Las manos extranjeras, encajadas de manera artificial a su propio cuerpo. Las mismas manos que se llevarían desde La Paz hasta Moscú y después hacia La Habana. Las que le cortaron en La Higuera, bajo la orden de Barrientos, la noche después de la ejecución.

Logra ponerse de pie. Se acerca al baño arrastrándose como un hombre herido. Reconoce el bigote, la barba rala y la gorra. Se lleva las manos a la cara, más parecida al Che de las remeras que la del que había sido asesinado en Bolivia. Con esas manos intenta sujetarse, comprender la imagen que le devuelve el espejo y hace equilibrio para no desmayarse.

Vuelve a mirarse las manos, que no le dan ningún indicio de lo que pasa. Son las mismas que su ídolo revolucionario perdió, pero todavía no flotan en un frasco con formol. Quizás aún no fueron robadas las manos de Perón y a Víctor Jara aún no le han cortado las suyas para apagar sus canciones de protesta. Tiene las manos puestas, aunque no sean las suyas. Quizás todavía está viva la entrañable transparencia de su presencia. Barrientos aún no dio la orden de asesinarlo, ni pidió ayuda al gobierno militar argentino para verificar que las huellas dactilares que tenía registradas la Policía Federal Argentina correspondían a las de Ernesto Guevara Lynch.