“Era como succionar un taladro, un tirabuzón o un tornillo. Parecía hecha de segmentos consecutivos y mal soldados y provocaba en la boca la sensación de un todo de partes diferentes. La suavidad de la piel, que corría el peligro de rajarse por la tirantez, despertaba también el mismo desconcierto al tacto que, asombrada, la lengua transmitía junto con el deleite y el rechazo. Él empujaba suavemente, contemplando la operación; dejaba deslizar la verga hasta el fondo de mi garganta. Era resbalosa por lo lisa. Ni siquiera producía la arcada molesta, porque apenas rozaba la glotis, y si la rozaba, no se sentía”.

No hay nada en la literatura argentina del siglo XX que se asemeje a la narrativa y a la figura de Oscar Hermes Villordo (1928-1994). No solamente por la crudeza de su erotismo que, -como ejemplifica el fragmento seleccionado- encuentra la belleza en el límite con lo pornográfico, sino también por la propia biografía del autor, a su vez hegemónica y contracultural. Como nadie, el artista supo moverse en los circuitos oficiales para popularizar una obra de corte marginal, escandalosa y rebelde

Villordo nació en un pueblo recóndito del Chaco cuyo nombre resuena o parece tener ecos del espíritu festivo y queer de sus relatos: Machagai. Allí era el hijo “puto” del subcomisario, tal como reveló en la autobiografía escrita a las puertas de la muerte a la que tituló Ser gay no es pecado (1993). Sin embargo, lejos del unidireccional y desdichado itinerario que describe Didier Eribón para las vidas homosexuales del siglo XX, entre insulto e insulto se desataba la pansexualidad de los “machitos” encuerados encendida por las altas temperaturas, el río y los ambientes selváticos. Y con ella, el prematuro goce del niño/ púber Villordo. 

Emigrado primero a Catamarca y luego a la ciudad de Buenos Aires para estudiar literatura, el joven Oscar encuentra su lugar en el ambiente cultural gracias a su talento y a la ayudita de una comunidad de amigos -más o menos con derechos- liderada por Manuel Mujica Láinez. El incipiente escritor publica primero en La Prensa y hasta el final de sus días en La Nación. A su vez, durante los años setenta y las décadas subsiguientes se convierte en el biógrafo de referentes culturales de la talla de Eduardo Mallea, Adolfo Bioy Casares, Manuel Mujica Láinez o del Grupo Sur.

Hasta aquí un recorrido intelectual más o menos tradicional. El punto de inflexión que marca la excepcionalidad de Villordo será la publicación en 1983 de La brasa en la mano, novela cuasipornográfica publicada en los estertores de la dictadura y que deviene best-seller. Aunque ambientada en la Buenos Aires de la década del cincuenta -y basada en la concupiscente juventud de su autor-, la "ficción” fue leída como la resistencia y el destape gay del presente tras la larga noche de la represión, el triunfo de la vida sobre la muerte que querían imponer los militares. 

La brasa en la mano explicita relaciones sexuales entre viejos y jóvenes, entre ricos y mantenidos, maricas y chongos. A su vez, ahonda en yires y levantes callejeros y describe los submundos de una cartografía sexual porteña entre varones de una forma la que pocos se habían atrevido antes (quizás solo Carlos Correas con el relato La narración de la historia en 1959, Héctor Lastra con la novela La boca de la ballena (1973) o, en cine, Ricardo Becher con Tiro de gracia en 1969). A su vez, marineros, mendigos, obreros, soldados y lúmpenes “salen del closet” y se revelan abiertos a todo tipo de sexualidad en rincones oscuros de la capital argentina.

Si La brasa en la mano fue la novela de la liberación y el orgullo homosexual, La otra mejilla publicada en 1986 puede pensarse -tal como advirtió Leopoldo Brizuela- como el Nunca más de la literatura gay. En efecto, en la novela convive la promiscuidad sexual desenfrenada de los muchachos con las razias policiales, las detenciones arbitrarias, los crímenes de odio y otras formas de violencia homofóbica presentes en el siglo XX. 

Siguiendo los parámetros de la novela que lo había llevado a la popularidad literaria y de las pantallas de televisión, en La otra mejilla, Villordo redobla la apuesta. A partir de una serie de personajes -Víctor, Ernesto, Lucio, el narrador, entre otros- se describen las formas de ocultamiento y develamiento (varones que debían disimular su sexualidad frente a sus familias o en el trabajo, pero también desarrollar estrategias para encontrar y seducir a sus objetos de deseo) y los códigos callejeros para los encuentros sexuales entre varones en la década del ochenta. En este sentido, tres lugares encuentran el topos icónico de la sensualidad gay citadina villordiana: los mingitorios de los baños públicos, las celdas de las cárceles y el universo masculino de los billares.

De manera inédita se da cuenta de la pansexualidad velada en las llamadas despedidas de soltero que son descritas como el último rito donde se permite a los machirulos manifestar sus deseos polimorfos. En efecto, en ellas, el "novio" y futuro jefe de familia puede travestirse, ser “toqueteado” íntimamente por sus amigos, mantener relaciones sexuales con prostitutas a la vista de todos o, entre otros rituales sadomasoquistas, ser atados a las columnas de un árbol o un poste de luz a la manera de voluptuosos San Sebastianes.

La prosa de Villordo tiene el don de excitar a través de los detalles que por momentos encuentra verdadero lirismo: “Tenía un culo no muy bien formado, no muy protuberante, como los de los futbolistas, Pero le aparecía entre las nalgas el vello que sombrea la raya y la juntura, y eso me excitó”,

Y finalmente, “Porque el momento mágico del deseo -atiéndalo bien- es el que hace a los verdaderos tamaños y formas”, Villordo se atreve a un verdadero catálogo de pijas con sus correspondientes virtudes y defectos (“las hay grandes, gruesas y duras y la verdad está en las pruebas que dejan"). Así, entre otros, describe “la historia de un amiguito que había tenido protegido mucho tiempo por esta razón, cuyo miembro, dado el descomunal tamaño, le arrancó por primera vez el calificativo de soberbia. Tenía la cabeza suelta, la dureza, la forma impecable y lo huevos apenas colgados. Ni las de las estatuas griegas ni las de las revistas pornográficas la igualaban en esplendor. Y él era espléndido, alto, de ojos, nariz, boca, pelo, piel, de acuerdo con su belleza”.

Con encanto, provocación y explicitud solo semejante a las de artistas prodigiosos como Batato Barea o Alejandro Urdapilleta en espectáculos under, Villordo describe colores, formas, tamaños, sabores y texturas que elevan a su texto a verdadera celebración peneana y oda literaria a la delicia de los penes.

Lejos del falocentrismo, estas líneas constituían una subversión en un contexto que, aunque democrático, mostraba los resabios de la dictadura. De hecho, la novela se convierte en una verdadera crónica del Eros y el Tánatos de esa época de transición al denunciar la persecución y asesinato de gays en la década del ochenta. Oscar Hermes Villordo murió el primer día de 1994 víctima de complicaciones por el sida. Meses antes había hablado públicamente de su enfermedad desde las páginas de La Nación asumiéndose homosexual y promiscuo. Nuevamente daba cuenta del espíritu de su existencia al rebelarse orgullosamente marginal desde las páginas de un diario hegemónico. En épocas en que ciertos demonios políticos del pasado amenazan retornar adoptando nuevas formas, la recuperación de su personalidad y de su obra resulta clave y poderosa para rescatar la memoria histórica y para activar las luchas actuales de la comunidad LGTBIQ.