La desaparición de Santiago Maldonado trajo a la superficie argentina una de las páginas más siniestras de su historia. Dos días después de que la Plaza de Mayo concentrara los reclamos de todo el país y el exterior, dos días después de que nuevas generaciones gritaran por primera vez “aparición con vida”, los resultados electorales llenan esa página siniestra con algunos otros renglones : ¿A quién le importa que un ciudadano cualquiera sea secuestrado por fuerzas de seguridad y descartado, vivo o muerto, y escondido o sepultado o secuestrado o torturado? ¿Vuelve esta sociedad ambigua, pretenciosa y desinformada, esta sociedad que se talló blanca y superior a sus vecinos, a creer que algo habrá hecho esa persona, o en realidad, a la luz de los hechos concretos, se trata de una sociedad que cacarea una moral que no tiene, y que a la que la única vida que le importa es la propia, aun creyendo, equivocada, que los descartados serán siempre los otros?
¿Por qué flota nuevamente en el aire ese consentimiento que creímos superado porque nos hace peores? En el pasado existió esa indiferencia, tiznada con el desentendimiento impiadoso de lo que estaba pasando en la calle, en la casa de al lado, en la otra cuadra, en el silencio que seguía y que podía equivaler a una batería de pesadillas. Ese consentimiento existe en todos los lugares donde el Estado se vuelve terrorista, y donde las fuerzas de seguridad, en lugar de proteger a la población, están al servicio a veces de ideologías y a veces de negocios de menudeo delictivo.
México es hoy y desde hace ya tiempo el país más violento de la región. El nuevo poder global se regodea intentando golpes y planeando invasiones a Venezuela, pero no es en Venezuela que se matan periodistas y líderes ambientalistas, donde los estudiantes pobres y los maestros, y las mujeres y los campesinos, son sistemáticamente atacados, y miles de veces asesinados y arrojados a fosas comunes de las que la sociedad mexicana ya tiene noticias. ¿Qué se hace con una noticia como ésa? ¿Qué se hace cuando eso deja de ser noticia y es algo con lo que personas que dirían de sí mismas que son buenas u honorables, siguen sus vidas como si nada?
Hace tres años, ocurrió La noche de Iguala, en la que 43 estudiantes normalistas que se dirigían a un acto fueron interceptados por policías, paramilitares narcos y una patrulla del ejército. La acción conjunta fue aniquilarlos, todavía se ignora por qué. Todavía nadie fue hallado culpable. Todavía no se hallaron los restos. Lo que se halló fue un espanto salpicado en decenas de fosas comunes donde yacían los restos de gente que nadie reclamaba. A eso lleva el terror: a dejar de reclamar.
Los familiares de las víctimas de Ayotzinapa se agruparon inmediatamente y juntos comenzaron su peregrinación en busca primero de sus hijos, luego de sus cadáveres. No encontraron nada. Cuando las instancias del Estado mexicano ya había dado muestras de ineficacia estructural para investigar el caso, y cuando el activismo de los familiares internacionalizaron la información sobre esa masacre, comenzó a actuar el GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes), que llegó a Iguala a comenzar un trabajo de investigación, así como en otra etapa actuaron los argentinos del Equipo de Antropología Forense. Todavía nada pudo ser esclarecido. La desaparición forzada de personas se ha propagado en las últimas décadas en países como México o Colombia, donde la lucha contra el narcotráfico alineada a Estados Unidos ha dado por resultado más narco, más muertes y una inevitable corrupción institucional que hace que se fundan perseguidos y perseguidores en delitos aberrantes como el de Ayotzinapa.
El psicólogo español Carlos Martín Beristain integró el equipo del GIEI, que actuó en el caso en dos oportunidades, y acaba de publicar un libro sobre esa experiencia frustrante en la que convivió con el dolor y la impotencia de los familiares. En él describe los obstáculos interpuestos por diferentes sectores del Estado para obtener buenos resultados. Según Beristain, fue desde el Estado que se impedía llegar a la verdad. El equipo dejó abiertas veinte líneas de investigación, que se prevé que, aunque la CIDH las estudie, no serán seguidas. Pero dejó sentado que era posible el esclarecimiento, que los 43 no “habían” desaparecido sino que “habían sido” desaparecidos, y que si en verdad lo que México quería era esclarecer la masacre, y no taparla con informes y comisiones, podía hacerlo.
En una entrevista que Beristain dio a la televisión alemana, explicó un concepto que menciona en su libro: el de la “impotencia aprendida” que observó en México. Estos mecanismos no son exclusivos de un país, sino un rasgo del modelo ceocrático que se despliega en la región. “La impunidad tiene un impacto educativo. Al final, termina convenciendo a todos de que no se puede lograr justicia. Cuando llegamos al país, la gente nos dijo tres cosas: 1. Ustedes son los únicos en los que tenemos confianza, 2. Por favor dígannos siempre la verdad de lo que encuentren, 3. Por favor no se vendan. Esto último no nos lo había dicho nadie a los cinco expertos en ningún país del mundo. Eso demuestra el nivel de desconfianza que tienen las víctimas en el caso de México frente al Estado o frente a una investigación”.
Beristain agregaba que cada día se comprueba la importancia de ese tipo de observadores y especialistas internacionales, porque en países como México hace muchos años que se sabe, por ejemplo, que las miles de muertes de mujeres en Ciudad Juárez no se esclarecieron nunca porque la policía, el poder judicial y el político estaban involucrados con el narco. Ese equipo aplicó el contacto al trabajo con las víctimas y la investigación criminal en casos de violaciones de derechos humanos. México no lo había hecho todavía.
“Llegamos allí porque los familiares habían hecho un gran trabajo de difusión, movilización, de propuestas con sus abogados para que hubiera un equipo internacional que supervisara las medidas cautelares de la CIDH. Siempre teníamos un ojo puesto en la investigación, pero también en la situación de los familiares, porque si lo que nosotros hacemos debilita a las víctimas, las invisibiliza y genera más conflictos. Los familiares son el sujeto de todas estas luchas por la verdad, y nuestros informes son su herramienta. Si algo necesitan los casos de desaparición forzada, es que la investigación incluya la memoria de las víctimas, porque se necesita empatía con las víctimas. En las reuniones con el Estado, muchos familiares dijeron ‘pónganse en nuestro lugar’, y eso es un ejercicio clave en la investigación”.
Beristain escribió su libro, dice, a pesar de que lo estrictamente nuevo ya constaba en los informes del GIEI, “para dar cuenta de la profundidad de lo vivido”. Más allá de los datos técnicos y duros, el psicólogo trata de transmitir cómo se vive una experiencia como ésa, en las que hay víctimas desaparecidas y víctimas que los buscan. Dice que el libro está dirigido “primero, a mí mismo, porque fue una manera de procesar lo sucedido. El libro está escrito también para quienes intervinieron en este camino, a veces agentes del Estado que nos ayudaron, y sobre todo para los familiares, para que encuentren una historia digna de sí mismos. En materia de desaparición de personas, estamos hablando de un delito permanente. En términos psicológicos, es una herida permanente en las víctimas, porque no pueden entender qué ha pasado. Es una herida que no cicatriza, con la cual aprenden a vivir de muy mala manera, con un enorme impacto, pero que sigue sangrando y sangrando y sangrando. En el caso de México, los datos oficiales hablan de 26 a 30 mil desaparecidos. Multiplica eso por todos los familiares y toda la gente cercana y el nivel de impacto es brutal”.