Hay algo diminuto que se vuelve fantástico. Una insolencia de árboles que desatan su sombra como dobles. Entre esos objetos que podrían emular una fábula loca y aventurera, lxs hermanxs recrean y reproducen ese mundo de los cuentos infantiles pero sin inocencia. Ellxs fueron a la selva misionera a tirar las cenizas del padre en un ritual inventado y desobediente que se interrumpe y altera por las discusiones propias de la hermandad.
Ana está más decidida y no se amilana ante ese mundo natural indomable. Federico le reprocha haber abandonado los mandatos del guía, haber elegido ese camino desviado que los deja solxs, sin referencias, sometidxs a la intemperie de una jungla que se empecina por descifrar. Ella esgrime un saber de estudiante de agronomía que, por momentos, despierta en su hermano una furia graciosa, un cansancio que no descarta un afecto manso. En Verde infinito, Veronica Litvin actualiza y reinventa algo del mito de origen, ese que hacía de la rebeldía femenina el motivo de una expulsión que llevaba a la especie humana toda a ser dueña de su propio destino.
Solo que en esta obra los hechos suceden como un pequeño infortunio que no va a ocasionar mayores desastres, solo ese tiempo suspendido donde Ana y Federico tendrán que vérselas con la naturaleza que se exhibe en esos árboles de madera que proliferan como las guirnaldas en una fiesta. Una escenografía encantadora de Ruslan Alastair Silva que nos lleva del ensueño a la infancia, de la artificiosidad a una sensación de realidad ilusoria. En un diálogo con la iluminación a cargo de Diego Becker y el diseño sonoro de Alan Swiszcz, hay algo fantástico que juega con el simulacro teatral para generar el hechizo de la ficción.
Es que no deja de haber cierta alegría en Verde infinito, tal vez por esa libertad inesperada a la que no les queda otro remedio que entregarse. Ana (Manuela Iseas) no quiso ir por el camino cauteloso del grupo que los ataba a una excursión premeditada, sin peligros, prefirió, en cambio, hacer su propia experiencia, aventurarse para encontrar ese lugar que perdía toda referencia. Federico (Ignacio Sánchez Mestre), por el contrario, quiere un territorio más seguro, un lugar marcado donde dejar los restos de su padre. Ella carga en su mochila un arsenal de objetos disparatados que no responden a un orden: fotos y peluches, libros raros, objetos que ya no son útiles.
Manuela Iseas y Sánchez Mestre se vinculan desde una actuación que hace del realismo un efecto calmo y sonoro de una epopeya por la que los personajes transitan sin darse cuenta.
En Verde infinito se versionan sin estridencias, esas coordenadas que hacen a una diferencia mítica entre los géneros. La mujer siempre está más propicia al riesgo, a romper el orden, a no sostener las pautas establecidas. El hombre quiere retornar al lugar conocido y elige manejarse siguiendo las normas de un guía del que Ana se ríe. La risa de Ana es un factor estético y poético, propia de ese mundo sin recaudos donde la joven se mueve deseosa de producir reflexiones y pensamientos.
En esa selva, sin wifi ni señal, sin otra comunicación que la palabra y la mirada entre ellxs, la vida se convierte en un espacio lejano. Ellos describen sus días, hablan de sus sentimientos, se dejan llevar por algunos reproches como quien relata la cotidianidad de ese personaje que volverán a ser en cuanto la aventura se termine.
Verde infinito podría definirse como una escena que se prolonga donde por momentos nos sentimos habitadxs por esa selva que determina lo que allí sucede.
Verde infinito se presenta los viernes a las 20 en Casa Estudio Teatro: Guardia Vieja 4257, CABA.