Esta semana, navegando en el maravilloso mundo de las plataformas, llegué a un documental que me atrapó por completo. Se llama El Dorado: todo lo que los nazis odian y narra la historia de El Dorado, un cabaret queer en la Berlín de los años 20. Para transportar al espectador a ese universo, la voz en off retrataba su escena con estas palabras: «La noche acaba de empezar, estás donde quieres estar, sientes seguridad, emoción y al fin te ven; por fin estás con gente que se siente como tú y por un momento olvidas que eres diferente. Esta noche todo es posible».
Semejante introducción me llevó a mis noches en Buenos Aires --salvando las distancias-- de los años 90 en el Dorado, Morocco, Bunker… espacios también en los que todo era posible y donde por primera vez en mi vida me sentía como en casa, que encajaba: mi imagen allí no hacía ruido. En esos reductos, aunque las leyes para nosotres no existían, yo experimenté finalmente el significado de la libertad.
Según cuentan algunxs historiadores LGBTIQ, en la Berlín de los 20 pasaba de todo. Había entre 80 y 120 cafés y bares LGBT. De hecho, el libro en que se basó la película Cabaret, de Bob Fosse, se llamaba Adiós a Berlín. Gracias a todo esto, algunxs la calificaban como la capital del pecado. Era el sitio preferido por drags queens, transformistas, mujeres trans, travestis, gays y lesbianas.
Terminé de ver el documental con una sensación de nostalgia por los recuerdos que despertó en mí, y volví a la navegación cotidiana por medios gráficos y audiovisuales. El contraste en mi ánimo fue espantoso. En medio de un clima social y político incierto por los resultados electorales, las noticias de gran parte de los medios que leía hablaban de un posible retroceso en materia de derechos ganados para nuestro país. Parece descabellado pensar que, de la noche a la mañana, se podrían borrar años de conquistas sociales, luchas que iniciaron los colectivos LGBT, organizaciones de derechos humanos y asociaciones como la CHA, la Federación Argentina LGBT+, ATTTA, a través de grandes personas como Carlos Jáuregui, Lohana Berkins, Diana Sacayán, Nadia Echazú, etc. Todas batallas que llevaron años y que tuvieron como protagonistas a personas que dejaron la vida en esa cruzada.
Solo escribirlo me causa escalofríos y me hace reflexionar: ¿es posible retroceder y perder lo conquistado? Espero que no, pero no dejo de pensar en que muchas cosas que creíamos imposibles sucedieron y eso me genera mucho miedo e incertidumbre. Las disidencias estamos en peligro aún con las leyes actuales, imaginen qué sucedería si quienes no nos reconocen como sujetos de derechos llegaranal poder.
Sería muy triste volver al pasado, además de aterrador. Observando las discusiones y debates públicos, no dejo de soprenderme con la poca empatía que tienen algunas personas al opinar de ciertas cuestiones sobre las que no tienen ninguna experiencia directa. Ni hablemos cuando se trata de conquistas que tienen que ver con inclusión y diversidad. Es evidente cómo algunxs las asocian directamente al oficialismo. Alguna vez escribí «los gobiernos pasan y las leyes quedan»: ¿cómo alguien se puede cuestionar leyes que mejoran la calidad de vida de los habitantes?
Nací en un país que nos crió para la vergüenza, decía Carlos Jáuregui. Yo les soy honesta: me hubiera encantado crecer en una sociedad donde mi identidad fuera reconocida, donde las personas del mismo sexo pudieran hacer demostraciones de afecto sin que ello les costara sufrimiento, o incluso a veces,la vida.
Sin lugar a duda, en estos 40 años de democracia los grandes ganadores han sido las infancias a quienes les legamos lo conseguido con mucho esfuerzo y lágrimas. No permitamos que ellxs también tengan que dar un paso atrás.