Después de las PASO, pudimos constatar que un personaje avenido a la “nueva política”, Javier Milei, dio su incendiario, repetido y coucheado discurso, amparado en su único capital político, que es el de no tener historia en la política. Los argumentos alrededor del “que se vayan todos” y “terminar --aniquilar-- con la casta política”, no hacen más que refrendar su condición de privilegiado sociopolítico, socioeconómico y sociocultural. Precisamente, quien ha mencionado no tener por qué disculparse de su condición blanca y de ojos claros, no hace más que confirmar así que esos privilegios que pretendidamente tanto aborrece, son su condición de factibilidad en estas elecciones.
¿Por qué habríamos de entregarle la denominación “libertario” a alguien que en realidad está en las antípodas de lo que fue la tradición libertaria en el mundo y también en Argentina? En particular en Argentina, la FORA, Federación Obrera Regional Argentina, fue fundada por los libertarios. Los anarquistas, que toman la impronta de Bakunin son libertarios. La decisión de socializar --palabra que el señor Milei detesta-- la educación es un concepto libertario. Bibliotecas a la par de alfabetización e imprentas es lo que proponen los libertarios de principios del siglo XX. Milei es precisamente la contracara de esa revolución cultural que propuso el anarquismo y el socialismo, es decir, los libertarios del siglo XX naciente. Milei pertenece a la tradición --como él mismo define-- de esa generación liberal fundada en las postrimerías de la Guerra contra el Paraguay, a partir de 1870. Es la patria granero del mundo, es la patria agroexportadora, es la patria que llega a su condición, no como él dice, de primera potencia mundial, sí entre los cuatro primeros productos brutos internos del novecientos, pero con un esquema completamente excluyente. La inmigración europea que llega no calificada --en sucesivas oleadas desde fines del Siglo XIX y hasta incluso con posterioridad a la culminación de la Segunda Guerra Mundial-- llega pauperizada, flexibilizada --para reusar un término actual--, invisibilizada, tanto por sus países de referencia y en su condición de mano de obra barata para el desarrollo de una nación despoblada. Es el proyecto de Sarmiento, es el proyecto de Mitre, es el proyecto de Nicolás Avellaneda. Es el proyecto de la ley Miguel Cané, estigmatizante y perseguidora. Figura revulsiva y nefasta, curiosamente recordada por su Juvenilia, por una entusiasta visión del internado estudiantil, cuando en realidad envilece la historia social argentina con su Ley de Residencia. Sobre estos parámetros de persecución, de restricción y de aniquilamiento del otro persiste Milei, y desde allí enarbola un extraño criterio de solidaridad, una solidaridad del individuo que se realiza por sí mismo, per se. No en vano propone aniquilar la justicia social, porque eso es precisamente de lo que se trataba en la generación del novecientos, una Argentina “pujante” para un 10 por ciento de la población y el resto --en esa Buenos Aires, ciudad a la que pertenece Milei-- viviendo en los conventillos, hacia la invisibilidad de las márgenes, hacia la clandestinidad y el hacinamiento, y de la clandestinidad a la indigencia, y más allá el gaucho, perseguido y finalmente alambrado, los latifundios sin fin, no ya sólo la pampa y la extensión. Es lo que narra, finalmente, el Martín Fierro de Miguel Hernández, entre otras cosas, un proceso de domesticación, posible metáfora del nuevo ser nacional, invisible y demarcando detrás de bambalinas. Pero ¿qué es el ser nacional sino una condición voluptuosa de dominación vertical? En ese imaginario convergió un tercio del electorado en estas elecciones PASO, curiosamente hipnotizados frente a una canción antigua, una melodía antigua, como la de un flautista de Hamelin llevando al abismo a amplios sectores desplazados de la población. Se trata, una vez más, de una enajenación que no es más que la antigua fascinación en el Discurso Amo, y que con ese discurso hagan objeto a los desplazados por mano de los pitucos y por los que de alguna manera siguen teniendo la vaca atada.
La vaca atada, a partir de la cual Milei construye un púlpito, bastante idóneo a la ideología y a la estética nazi, y no a la ideología libertaria, donde propone dinamitar los ministerios, como hizo Hitler con el Reichstag, donde propone destruir y terminar con el kirchnerismo, como hizo Hitler con el Partido Comunista Alemán y donde plantea una posición supremacista de la condición de raza --estirpe-- clase como hizo Hitler con la persecución a los judíos. Tarde o temprano, es una cuestión de principios y no de mercado, como pretende plantear el señor Milei.
Por otra parte, ¿de qué manera supone que el mercado, la mano invisible del mercado, podrá regular estas inequidades sociales? Su propia consideración de los beneficios de cobertura de los que gozan los desplazados de los países centrales no hace más que confirmar que aún en su lógica capitalista, las políticas sociales resultan indispensables. Para la generación del 90, para el momento del Centenario de 1910 en Argentina, este era también un detalle menor, porque la fastuosidad de ese festejo está también destinado a rubricar el movimiento que hace la oligarquía argentina desde el campo a la urbe pueblerina, a Buenos Aires, transformando la gran aldea en citadina.
Por momentos, este “nuevo discurso” --entre comillas-- parece tan antiguo, tan retrógrado y tan afectado que mueve a risa, si no fuera por lo riesgoso y lo peligroso que está allí agazapado. Por ejemplo, cuando Milei habla críticamente de los focus group, siendo él el reservorio natural de otros focus group y del coucheo --ya conocido en la derecha argentina-- cada vez que se quita los anteojos para mirar estrepitosamente a la cámara y rematar con el “okei” extranjerizante. Este hombre cínico propone, una vez más, el privilegio del individualismo a ultranza, encubierto en la connotación de una solidaridad inexistente. Es el exterminio de la diferencia. Y es la persecución de esa diferencia.
Lo curioso es que este trasnochado, que podría bien entrar en alguno de los estándares de los personajes de la poesía maldita y su noctambulismo vampírico, es una realidad que primero movió a risa, como el Partido Nacional Socialista, que parecía mover a risa por su falta de consenso y que, sin embargo, ahora adquiere dimensión y representatividad a nivel nacional, empujado por antiguos, lejanos imaginarios nacionales. No hay dudas de que es un nacionalista y de la vieja escuela.
Por otra parte, su concepción del texto de la ley es el de reducir la dimensión del consenso y la transversalidad a un encarnar la ley. Para Milei hay Otro del Otro, hay metalenguaje, hay “metaverso”. Aunque Milei plantea lo contrario, no es más que un aspirante a oligarca disfrazado de “new age” que desestima la presencia del Otro de la ley y del semejante en el vínculo social y en los discursos.
Finalmente, el verdadero aporte que hacen los libertarios de principio de siglo XX es el de contraponerse a la patria liberal y al nacionalismo a ultranza, oligarca y agroexportador, es el de operativizar allí las diferencias que postulan que los invisibles existen y tienen sus derechos. Ciudadanos, a partir de aquello más íntimo que los define, que es su diferencia por el ejercicio de un oficio, de un quehacer, en la división del trabajo efectiva y en su participación social. Milei menciona la división del trabajo como la quintaesencia de su plataforma, cuando en realidad su propuesta es aniquilatoria de la división y de la participación. Y no sólo de la división subjetiva, no sólo del reconocimiento de las divisiones socioeconómicas y socioculturales de nuestro país, del reconocimiento de las inequidades, que cualquier Estado y cualquier sociedad responsable debe tender a equiparar y velar, sino que desconoce allí también la existencia de la diferencia valiosa que propone la interacción con un otro. En este punto no hay solidaridad ni texto de la ley, sino capricho del dictador, capricho del supremo. Hay “mi ley” y no una ley sostenida por un texto contextualizado. Hay la ley del dictador.
Por un momento --y en una lectura que contradice incluso la propuesta de Lacan sobre la lectura de Antígona-- se me ocurre pensar que este señor es el Creonte arbitrario y caprichoso que no permite que Antígona entierre a su hermano. Este señor grita a viva voz alrededor de la mentira de los desaparecidos como si se tratara de no más que de un número, 30.000 --o peor, no fueron 30.000--, retomando también declaraciones rimbombantes de periodistas televisados, que hablaron del “curro de los desaparecidos”. Será que en su concepción hegemónica y supremacista ni siquiera tuvo que vérselas alguna vez con alguna expresión, algún eco social, alguna experiencia de primera mano, algún sufrimiento que tuviera que ver con el horror de la dictadura desaparecedora, de las botas locas y del aparato represivo que se padece en la carne. Cómplice y negacionista, pide siempre su cuarto de libra. Milei habla desde la vaca atada, indudablemente, de la que se sirven, se alimentan y también son sus verdaderos verdugos.
Y son además la verdadera casta, la icónica e histórica casta. Lo curioso es que en un desdoblamiento proyectivo la casta --sólo-- es el otro. Con esto no quiero minimizar los ardides de la política y las posiciones de privilegio con las que muchas veces se sirven los burócratas de la política de turno. Sino señalar que aquello que denuncia con su ley, “mi ley” Milei, forma parte de un antiguo mecanismo que ahora nombramos posverdad, donde se ponen en juego, por un lado, el mecanismo proyectivo, el del idioma mesiánico y, por otra parte, la negación del lugar del código para enarbolarse allí como encarnación de la verdad, arrasando por un lado con el código, con el marco de referencia, y por otra parte para reeditar la famosa fórmula de Goebbels “miente mil veces que será verdad” . Es, en este sentido, un exponente posindustrial del discurso capitalista, allí donde el individuo se erige y se encarna en el lugar del amo del saber totalizante, el lugar de un amo absoluto que ingresa así en la infinitización de la serie de los consumos delirantes.
Disponemos de dos meses para despertar y a ese “okei” que dirige a cámara contraponerle un “wake up” dirigido a las urnas.
Me gusta este wake up que escuché por primera vez en “Un día en la vida”, ese bellísimo tema de The Beatles. En el corazón del imperio, cuatro hijos de la desgraciada Segunda Guerra Mundial en la posguerra, desde la periferia industrial de Liverpool, tratando de contarnos que la vida es despertar.
Cristian Rodríguez es psicoanalista.
[1] «Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto
más grande sea una mentira más gente la creerá»