El nuevo libro de Juan Bautista Duizeide tiene como imagen de tapa el símbolo del infinito. Las cintas del símbolo están construidas a partir de una fotografía en blanco y negro de un mar revuelto. Un buque carguero remonta el rulo que asciende por el ocho acostado. La nave tiene color porque en ese buque hay luz. Si se hiciera zoom a las ventanas de la cabina de mando se vería al famoso Capitán Gonzaga.
¿Ríe o putea? ¿Canta? ¿Sueña? ¿Conduce el carguero de memoria o la memoria lo obliga a repasar los nombres de los barcos (Desdémona, Capitán Constante, Sembrador, y otros tantos), que llevó de un puerto a otro durante su vida? ¿Saca cuentas de cuántos barcos fundieron motores en alta mar, imagina qué letra dibujan en el cielo los pájaros o se le pegan en los ojos cada uno de los rostros de los hombres que lo admiraron y odiaron sobre cubierta?
El Capitán Gonzaga viene desde lejos. Cruza gran parte de la original obra narrativa del autor marplatense: nadie como él en la literatura argentina actual conoce los efectos/secretos de sentido del lenguaje de la navegación, no sólo por ser él mismo un navegante, sino porque sabe hacernos entender (sus anteriores libros lo confirman) que a través de esa lengua es posible construir otra metáfora sobre la existencia. Decíamos: el capitán Gonzaga navega la obra de Duizeide a veces como una presencia y otras veces como un poderoso motor de las historias que cuentan sobre él otros navegantes, tal como sucede en ciertos relatos del asombroso Noche cerrada, mar abierto (2018), primero de los libros de Duizeide que editó Leteo (sello que dirige el escritor Christian Kupchik), y que recientemente acaba de lanzar Vuelta encontrada, obra donde el inefable capitán adquiere dimensiones míticas. Porque de eso se trata, en primer término, este trabajo: de los modos de narrar un mito por sobre el mito en sí.
De Gonzaga se han escuchado decir muchas cosas en los libros de Duizeide. Por ejemplo, que “nació viejo, nació capitán”; que es un “cabrón”; que es un tipo que se enamoró “a rabiar de una pendeja de Bangkok” y, además, un “jodido” que “maniobraba el Güemes como quien atraca un bote en los lagos de Palermo un día de calma chicha”. Se han dicho tantas cosas de Gonzaga que ya era necesario que Duizeide retomara esa presencia y empezara a esbozar algunas respuestas a tanto interrogante: ¿de dónde salió ese hombre que “más que vivir, ha navegado”, que los mares convirtieron “en una especie de filósofo rústico” y que aprendió que “el mar gasta las palabras tal como gasta la roca hasta volverla arena”?
Y en este punto Vuelta encontrada halla también su razón de ser. Las respuestas que ofrecen estos textos sobre los posibles episodios en la vida de Gonzaga, fueron escritas en la riesgosa orilla donde las palabras son, ante todo, música alucinada, es decir, allí donde importan menos las anécdotas que el modo en que ellas resuenan en el lenguaje. Quien se acerque a este libro de Deuzeide más que ver a Gonzaga trepando los médanos de su pasado, escuchará los pasos que lo conducen a los laberintos de su historia; más que verlo entrar al hotel Marino a purgar culpas por varar deliberadamente un barco, escuchará el crujir de las viejas maderas de un “palacete ruinoso”; y más que verlo escribir su bitácora escuchará “cómo cantan al vacío las sirenas de su pensamiento”.
El título Vuelta encontrada –afirmó Duizeide cuando publicó en Verano/12 algunos de los textos que luego integrarían este libro con notorias variaciones– está tomado de una expresión del registro náutico que refiere a la "circunstancia en la que dos buques o embarcaciones próximas entre sí navegan a rumbos opuestos”. Ese momento de peligro (el cruce) tiene para el autor el valor de una metáfora porque alude a “una manera de operar con la escritura: un trabajo de la prosa cada vez más cercano a la poesía, pero sin abandonar completamente la narratividad".
Sea donde sea que se abra este libro (la mayoría de los episodios poseen títulos que obran como epítomes) ofrece pasajes de excepción. Anótese: “El astuto Gonzaga, ante la bitácora, duda tres veces" (“las horas dentro de las cosas quedan"); “¿Qué es la orilla?” ("El comentario eterno de la espuma"); “El primer piloto Gonzaga deja de ser lo que era” (“Bienvenido al desdén de las olas. A la danza irónica de los delfines que cruzan la proa. Al viento de la usura que mueve por el mundo a los barcos”); o “El capitán Gonzaga mira preocupado hacia un ojo de agua” (“El agua es pasado que tiembla”). Sólo se mencionan estos episodios y algunas de sus frases por una razón de espacio. Hay muchas líneas para subrayar, muchos arpones para la memoria,
Leído en dirección tradicional, desde que Gonzaga medita su propio epitafio o leído en dirección contraria, cuando el marino era piloto y comprende que “las palabras están dadas vuelta hacia adentro”, Duizeide propone, en ambos sentidos, una travesía rítmica a través del lenguaje. Los faros que iluminan su escritura son muchos, y en este trabajo la naturaleza de esa luz es joyceana. “El libro lo terminé hacia fines de 2022. En el medio del trabajo me convertí en lector tardío de Joyce. O, mejor dicho, del Ulises. Eso me hizo escribir cantidad de cosas en torno a Gonzaga: o sea, fragmentos no provenientes de textos previos según era el programa de escritura que me había trazado. Escribí y escribí. En los sucesivos encuentros con Kupchik trabajé este libro hasta su forma actual. Fuimos conversando casi como si no conversáramos. Volvía de esos encuentros y me sumergía en la escritura. Así descubrí qué era esa escritura. Escribiendo me di cuenta de lo que estaba escribiendo: la muerte de Gonzaga. Alguien que fracasó porque fracasó su época (como dice Perón nadie se realiza en una comunidad que no se realiza) y porque tenía una concepción individualista del héroe. Entendí que él muere, pero antes alucina su vida. A Gonzaga lo veo como una autobiografía en negativo: no un personaje basado en cosas que fui, ni siquiera en cosas que quise ser, sino un personaje que gozó de oportunidades de las cuales yo no gocé”.
Al volver a hacer zoom sobre el barco de la tapa, cómo no imaginar entonces a Gonzaga girar en loop mientras suena la música de los últimos versos de Leopardi en aquel poema “El infinito”: “Cosí tra questa / Inmensità s’annega il pensier mio: / e il naufragar m’è dolce in questo mare”.
La edición de Leteo incluye inolvidables xilografías del pintor español, radicado en Mar del Plata: Severino Reyero Alonso, abuelo materno del autor.