A la Argentina vieja le pasó algo inesperado, identitario. El proyecto global, europeo, de sacarse de encima el exceso de población mandándolo a las colonias había fracasado. Australia y Nueva Zelandia, Kenia y Sudáfrica habían absorvido parte del exceso, y España y Portugal tenían buen tránsito con sus ex colonias. Pero hablar de decenas de miles cuando hacía falta sacar millones era hablar de fracaso. Ahí fue que se inventó eso de la emigración, que nosotros conocemos como inmigración.

Fue una de esas coincidencias como mágicas que se ven cada tanto en la historia. Las economías americanas se expandían y necesitaban gente, las europeas la tenían de sobra. El reparto fue desparejo porque no se podía controlar y al emisor no le importaba controlarlo, con lo que la mitad de los emigrantes europeos y de Medio Oriente que cruzaron el charco fueron a Estados Unidos, un cuarto a Argentina y otro cuarto al resto del continente.

Para la Argentina vieja fue un tsunami, una mezcla de oportunidad y peligro, como vió con ojo avizor el chinchudo Sarmiento. La respuesta fue una exageración del patriotismo en su variante más formal y rígida. Hoy parece mentira, pero el lenguaje patriótico que usamos fue un invento de pe a pa, un programa escolar, una técnica para que los hijos de inmigrantes se hicieran argentinos de una manera y sólo una. 

El proceso fue arbitrario y autoritario. Por ejemplo, se eligieron los feriados y los actos conmemorativos de modo que coincidieran con el calendario escolar: la Revolución de Mayo, Belgrano en junio, la independencia en julio, San Martín en agosto, Sarmiento en septiembre. Eventos como Caseros quedaron afuera porque ocurrió en febrero, plenas vacaciones. En la volada hubo ideas como la de resucitar el olvidado regimiento de granaderos y ponerlo de guardia presidencial, tomar la canción patriótica, recortarla y hacerla himno nacional, o reimponer la escarapela, completamente en desuso.

Ahí entra la marcha de San Lorenzo.

Cayetano Alberto Silva nació en San Carlos, departamento de Maldonado, en 1868, cuando ni soñaban con Punta del Este. Era hijo de Natalia, esclava liberta de una familia que le dio el apellido al bebé, que prontito demostró un oído musical especial. En San Carlos no había conservatorio pero había una banda popular de las buenas con un maestro italiano que le empezó a enseñar música. A los once, Silva aparece como alumno de la Escuela de Artes y Oficios de Montevideo. El traslado se explica porque el maestro italiano se lo recomendó al director de la orquesta de la Escuela, Gerardo Grasso, que lo pone a tocar y le enseña solfeo, corno y flauta.

Silva sigue en la orquesta hasta los veinte, cuando pasa a estudiar y enseñar en conservatorios y teatros de la capital uruguaya, y a participar en grupos de organización obrera. Y en 1869, con 21 cumplidos, hace lo que tantos orientales y se viene a Buenos Aires, donde lo ven seguido en el Teatro Colón -el viejo, donde ahora está la central del Banco Nación- y en el conservatorio de Berutti. El uruguayo va y viene por la provincia y el litoral, tocando, componiendo, enseñando, hasta que en 1894 consigue un conchabo que le va a cambiar la vida, el de maestro de música del regimiento 7 de infantería, con base en Rosario. Se asienta, se casa con Filomena Santanelli, le empieza hacer el primero de los ocho chicos que van a tener y hace amigos. Amigos militares.

A los cuatro años le sale un trabajo todavía mejor, el de ser el maestro músico de la Sociedad Italiana de Venado Tuerto. Silva se muda de nuevo, forma una orquesta y un grupo de Carnaval, y compone para las obras de su amigo y compatriota Florencio Sánchez. Todo en orden, pero el músico ya tenía sus treinta años y le faltaba hacer "la" composición, como sueñan los que valen. A Silva le salió en 1901.

Era una marcha de gloria, sin letra, de las que sirven para levantar el ánimo, ponerse marcial y sobre todo marcar el paso. Silva la compuso en violín y le mandó la partitura a un conocido, el coronel Pablo Riccheri, que andaba reorganizando el ejército como ministro de Guerra en la segunda presidencia de Roca. Riccheri apreció el gesto, que hoy sería una chupada de medias notable pero en esa época de clientelismo conservador era normal, pero le sugirió llamarla Marcha del General San Martín.

Es que Roca, milico él, estaba militarizando el panteón nacional con cosas como transformarlo al abogado, militante y revolucionario Manuel Belgrano en general, y elevarlo a San Martín en Padre de la Patria. Silva, se conoce, no estaba muy convencido o tal vez era todavía demasiado uruguayo para el ditirambo argentino, con lo que le hizo una contrapropuesta al ministro: Marcha San Lorenzo, sin el "de" que agregamos por costumbre. Fue vivo, el músico, porque Riccheri era de San Lorenzo y compró.

Y cómo compró. La marcha fue estrenada en octubre de 1902 en el escenario de la batalla de 1813, entre el convento de San Carlos y la barranca donde desembarcaron los godos. Fue un éxito y ese mismo día fue adoptada oficialmente por el ejército como parte del repertorio. Dos días después la volvieron a tocar en Santa Fe inaugurando el monumento a San Martín y con Roca, Riccheri y la plana mayor aplaudiendo. En 1907 el docente mendocino Carlos Benielli le pone letra, lo que faltaba para que la marcha entrara al colegio y medio país se la tuviera que aprender de memoria.

Hasta aquí, todo normal, una más de tantas marchas y ni siquiera con tanta anécdota como Ituzaingó, el saludo presidencial que las tropas de Lavalle encontraron en la mochila de un oficial músico brasileño muerto en esa batalla. Pero San Lorenzo es la composición militar criolla con más vueltas al mundo, lejos,

La cosa empieza cuando Silva le vende los derechos a la Casa Breyer, firma alemana con sucursal porteña. El ejército estaba encantado con la marcha, pero eso no incluía ni un patacón para la creciente familia del músico. Con el título original de Marcha de Gloria, Breyer la termina mandando al concurso internacional para la coronación de Jorge V, el hijo gordo y ya avejentado de la reina Victoria. Y resulta que gana y es tocada entre otras tantas por los coraceros a la salida de Westminster. El criollo que afine el oído la puede escuchar todavía en los cambios de guardia del palacio de Buckingham, tocada rapidísimo. Ya es tan parte del repertorio y la tradición del palacio que sólo la dejaron de tocar mientras duró la guerra de Malvinas.

Para más aventuras, en 1910 el ejército alemán mandó una delegación con un regalo para el centenario del joven país que tantos mausers compraba. Era la marcha Alte Kameraden, de Carl Teike, un bodriazo que parece más del Folies Berger que de un regimiento y sólo puede usarse marcando el paso de ganso. Para corresponder, los argentinos les regalaron la San Lorenzo, que encantó tanto a los prusianos que la iban a usar hasta gastarla. Por ejemplo, para desfilar bajo el Arco del Triunfo cuando tomaron París en 1940, con Hitler levantando el brazo.

Al comandante aliado Dwight Eisenhower le dio tanta bronca que cuatro años después la hizo tocar en su desfile de liberación, como un desagravio.

Silva murió empobrecido en Rosario en 1920 y su familia no vió nunca un peso por la marcha, propiedad de la Breyer. Los Benielli cobraron por la letra hasta 2005, cuando vencieron los derechos. El letrista está enterrado en San Lorenzo, ahí nomás del sargento Cabral. En 1997 el compositor fue llevado y enterrado con honores en Venado Tuerto, que le dedicó un museo y una banda, y se hace llamar la ciudad cuna de la marcha San Lorenzo.